( II )
¿PUEDE SER
LA MUERTE ASISTIDA LA SOLUCIÓN A LOS PROBLEMAS FÍSICOS Y MORALES DEL HOMBRE?
Hoy, en el común de las gentes, estamos evidenciando una grave confusión en torno a la eutanasia; lamentablemente la desinformación y la no claridad sobre el término han llevado a posiciones encontradas, unos la ven como un acto de piedad ante el sufrimiento y la enfermedad; otros, y así debiera de ser, la describen como un acto que va contra la dignidad humana; es un violento ataque al respeto por lo que es en sí misma la persona y sus inmensos valores intrínsecos.
Es verdad que defender la vida desde su concepción hasta la muerte natural es un asunto de moral, de ética; pero también es cierto el concepto - y está por sobre todos - que la valoración, el cuidado y el respeto por la vida es una ley natural. Es importante entender que en el ser humano hay una ley que, con entera independencia y por sobre todas las demás leyes humanas y de modo natural, establece un orden al bien para el hombre.
Presentar ante la opinión pública la eutanasia como una “muerte dulce”, “muerte digna”, “muerte sin dolor”, o “buen morir”, para su aceptación, es erróneo. La eutanasia va contra la razón práctica que distingue el bien del mal, contra la ley natural y el valor de la persona, pues es - sin desdoblarnos en conceptos - dar muerte a otro, consciente y deliberadamente.
La
solicitud de la señora Martha Lidia Sepúlveda de 51 años, quien pide la
eutanasia a causa de una enfermedad degenerativa (Esclerosis Lateral
Amiotrófica) y por ende, no terminal, nos pone en un plano de profunda
reflexión sobre la eutanasia, la muerte asistida y el suicidio. Estamos ante
varios escenarios que le generan a la bioética una profunda reflexión sobre la
vida y la dignidad humana: ¿Puede concebirse esta delicada decisión como un
derecho a pedir una muerte digna a causa de una enfermedad terminal? ¿El
apoyarnos en nuestra libertad y autonomía nos da derecho a manipular la vida? El
buscar la eutanasia públicamente, para ser catalogada como la primera que la
solicita, sin tener una enfermedad terminal, ¿es un elemento diferencial para
conseguir el objetivo?
Y, finalmente, promocionar la muerte en un marco de espectacularidad, unos a favor (solidaridad) y otros en contra (sensatez), ¿sí es un ético y valiente discernimiento sobre la eutanasia?
El dolor y la muerte no son criterios aptos para medir la dignidad humana, puesto que esta es propia de todos los seres humanos por el solo hecho de serlo; el dolor y la muerte serán dignos en tanto sean aceptados y vividos por la persona; pero, no lo serán si alguien los instrumentaliza para atentar contra otro. Nadie es ajeno al dolor, y siempre contaremos con esta realidad, la que por ninguna razón puede ser ser causa para cortar la propia existencia, y convertir dicho acto en un espectáculo ante los demás.
Llegado el momento supremo de la muerte, el protagonista de este trance ha de afrontarlo en las condiciones más llevaderas posibles, tanto desde el punto de vista del dolor físico como también del sufrimiento moral; los analgésicos y la medicina paliativa, por un lado, y el consuelo moral, la compañía, el calor humano y el auxilio espiritual, por otro, son los medios que acompañan al ser humano que siempre, aun en el umbral de la muerte, conserva la misma dignidad.
La eutanasia, tal y
como la plantean los defensores de su legalización, afecta de lleno al mundo de
la Medicina, puesto que las propuestas de sus patrocinadores siempre hacen
intervenir al médico o al personal sanitario. Pero la cuestión de la eutanasia
no es, propiamente hablando, un problema médico, o no tendría que serlo; se
trata de un hombre que da muerte a otro. Es una gran verdad pensar que salvaguardar la dignidad humana, el valorar al
otro, son frutos de un juramento hipocrático, de la ética y la moral, de la
ética profesional y de la ética médica. Entonces, ¿por qué una ley positiva
obliga a un médico a ser artífice de la muerte, sabiendo que su conocimiento
está puesto para favorecer, cuidar y defender la vida?
Quienes creemos en
Dios tenemos un motivo más para rechazar la eutanasia, pues estamos convencidos
de que la eutanasia implica matar a un ser amado por Dios y que vela por su
vida y su muerte. En Deuteronomio
encontramos: “mía es la vida, dice el Señor, y yo soy celoso de lo mío”; por
tanto, la Iglesia considera que la eutanasia es un grave pecado que atenta
contra el ser humano y contra su Dios que lo ama.
(Publicado en octubre de 2021)
José Mauricio Vélez
García
Obispo Auxiliar de
Medellín
( I )
LA EUTANASIA, ¿MUERTE DIGNA? -
José Mauricio Vélez García
Obispo auxiliar de la Arquidiócesis de Medellín
Publicado en agosto de 2021
La reciente legalización de la
eutanasia en Colombia, como en distintas partes del mundo, ha provocado un
debate social con reflexiones fundamentales ante un asunto tan delicado como la
despenalización de acciones contra la vida humana.
La Organización Mundial de la Salud
(OMS) define la eutanasia como aquella “acción del médico que provoca deliberadamente
la muerte del paciente”. Esta definición resalta la intención del acto médico,
es decir, el querer provocar voluntariamente la muerte del otro. La eutanasia
se puede realizar por acción directa: proporcionando una inyección letal al
enfermo, o por acción indirecta: no proporcionando el soporte básico para la
supervivencia del mismo. En ambos casos, la finalidad es la misma: acabar con
una vida de quien padece un mal, se siente incapaz de seguir viviendo o cuenta
con una enfermedad en fase terminal.
La Congregación para la Doctrina de la
Fe, en su declaración Iura et Bona, sobre la eutanasia (5-V-1980) nos dice que
“por eutanasia se entiende una acción o una omisión que, por su naturaleza, o
en la intención, causa la muerte con el fin de eliminar cualquier dolor. La
eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los medios” (N°
14).
Esta acción sobre el enfermo, con
intención de abreviarle la vida, se llamaba, se llama y debería seguir
llamándose homicidio. La información y conocimiento del paciente sobre su
enfermedad y su demanda libre y voluntaria de poner fin a su vida, el llamado
suicidio asistido, no modifica el hecho de que sea un homicidio, ya que lo que
se propone entra en grave conflicto con los principios rectores del Derecho y
de la Medicina hasta nuestros días. Los casos extremos y la autonomía personal,
siempre aludidos por los partidarios de la eutanasia para su despenalización,
no deben generar leyes socialmente injustas, que enfrentan el deseo individual
con el ineludible deber del Estado de proteger la vida física de cada
ciudadano. Hay que eliminar el sufrimiento humano, pero no al ser humano que lo
sufre.
Tres cuestiones complejas están
presentes en el debate de la eutanasia: el consenso democrático, la dignidad de
la persona humana y la autonomía personal.
El consenso convierte el principio
legislativo en la única fuente de verdad y de bien, y deja la vida humana a
merced del número de votos emitidos por un grupo de personas que dicen
representarnos.
Los derechos humanos los posee cada
persona, precisamente, por ser persona.
Las votaciones que buscan aprobar una
ley no pueden modificar ni la realidad del hombre, ni la verdad sobre el trato
que le corresponde y, mucho menos, su dignidad, pues ninguna vida carece de
valor ya que el ser humano, siempre, en todo caso y situación es
excepcionalmente digno, esté naciendo, viviendo o muriendo. Decir lo contrario
es ir directamente en contra de lo que nos singulariza y cohesiona como
sociedad.
Al legalizar la eutanasia estamos
siendo testigos de una derrota social, política y médica ante el enfermo que no
acabará con las perplejidades de la vida, ni de la muerte, ni con las dudas de
conciencia de los médicos, de los pacientes y de los familiares. La autonomía
personal no es un absoluto. Uno no puede querer la libertad sólo para sí mismo,
ya que no hay ser humano sin los demás. Nuestra libertad personal queda siempre
conectada a la responsabilidad por todos aquellos que nos rodean y a la
humanidad entera. La eutanasia no resuelve los problemas del enfermo, sino que
destruye a la persona que tiene los problemas.
Todos queremos una buena muerte, sin
que artificialmente nos alarguen la agonía, ni nos apliquen una tecnología o
unos medios desproporcionados a la enfermedad; deseamos ser tratados
eficazmente ante el dolor, tener la ayuda necesaria y no ser abandonados por el
médico y el equipo sanitario cuando la enfermedad sea incurable. Queremos ser
informados adecuadamente sobre la enfermedad, el pronóstico y los tratamientos de
que dispone la medicina y, además, a que nos expliquen los datos en un lenguaje
comprensible; también es nuestro derecho el participar en las decisiones sobre
lo que se nos va a hacer; queremos recibir un trato digno y respetuoso, que en
el hospital podamos estar acompañados de la familia y de los amigos.
Pero el remedio a lo que nos enferma y
nos lleva hasta extremos excesivos de sufrimiento, no es la eutanasia, la cual,
deshumaniza la medicina, ya que entre el médico y el paciente no puede mediar
el pacto de una muerte intencionada; el médico siempre se ha comprometido con
su ética médica y bajo el juramento hipocrático a no provocar la muerte intencionalmente
bajo ningún argumento.
La solución pasa por dar un cuidado
integral a quien pronto va a morir, tratándole tanto los sufrimientos físicos
como los sufrimientos psíquicos, sociales y espirituales. Este es el fundamento
de la Medicina Paliativa que desde la perspectiva del respeto absoluto debido a
toda persona, y ante los límites terapéuticos de la propia medicina, llega
hasta controlar los síntomas de la enfermedad, especialmente la presencia de
dolor, acompañando al enfermo hasta la muerte y no propiciándole la misma.
La dignidad de la persona humana constituye el
fundamento de un humanismo integral y solidario a la altura del designio del
amor de Dios. En efecto, es integral porque parte de una concepción
antropológica que sostiene la unidad esencial del hombre y de todas sus
diferentes dimensiones, con lo cual se opone a las visiones reduccionistas de
tipo individualista y colectivista; y es solidario, por cuanto la persona está abierta
a la trascendencia que la eleva por encima de sí misma y apela a su libre corresponsabilidad
respecto al destino común de toda la humanidad, lo cual la sitúa en oposición
al egoísmo individualista que quiere reducir
al hombre a un simple medio para alcanzar otros fines meramente
instrumentales.
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