LUCILA, MAESTRA EN EL BUEN DECIR DE LA PALABRA
TESIS DE GRADO DE LA PERIODISTA LAURA MARINA GARCÍA
R. – UPB -
NACIDA PARA LAS
LETRAS:
RADIO Y VITROLA, EXCLUSIVIDADES DE CAMPOALEGRE
QUÉ DÍAS AQUÉLLOS...
CONSUMIDO Y CONSUMADO
UNA CARCAJADA DE NOSTALGIA
DE GARDEL AL ÍDOLO
PAQUITO, EL GENERALÍSIMO
DE FRANCO AL PIERNIPELUDO
¡CONQUE DE NOVIA!
TAN CORTO EL AMOR Y TAN LARGO EL OLVIDO
ALCANCE LA ESTRELLA
DE VUELTA A
MEDELLÍN (CAMINO AL MAGISTERIO):
LUCILA Y SU TÍA MARUJA
LOS PRIMEROS DÍAS DE UNA FORASTERA EN SU CIUDAD
NATAL
LUCILA SACABA TIEMPO PARA LEER
DE ALUMNA A MAESTRA
LA LUZ DE LOS CUADROS SINÓPTICOS
¿PSICOLOGÍA O LITERATURA?
ENSEÑAR POR EL PLACER DE APRENDER
DIRECTORA EN RIONEGRO
CRÓNICA DE UN VIAJE AL ECUADOR
EL NUEVE DE ABRIL EN RIONEGRO
POR EL PECADO DE SER LIBERAL
LA TÍA Y MAESTRA MARUJA
NÚMEROS, ENCUENTRO, NOVELA Y POESÍA
LLEGA UN TENOR... LLEGA EL AMOR
EL MAESTRO LUIS EDUARDO CHAVES
LAS SORPRESAS DE LEONARDO
LUCILA, EL AMA DE CASA
MAESTRA DE
MAESTRAS:
ELVIRA, UNA DISCÍPULA MODELO
LA MISMA DE TODA LA VIDA
CÁTEDRA DE ESPAÑOL EN EL PALACIO DE JUSTICIA
“SERIA PERO SABOREADA”
TIEMPOS DE CONMOCIÓN MUNDIAL
EL CEFA
EL DESTINO DE LOS CUADERNOS-LIBRO DE PASTA
CAFÉ
VEINTISÉIS AÑOS EN LA BEDOUT
DARÍO ACEVEDO, EL EDITOR
LOS EDUCADORES HABLAN DE LOS TEXTOS DE LUCILA
RECONOCIDA Y FAMOSA
UN MOMENTO PARA EL IDIOMA
BIBLIOTECAS LLAMADAS "LUCILA GONZÁLEZ DE
CHAVES":
LA COMPAÑERA, LA COLEGA
¡SE LE ACABÓ EL TIEMPO!
EL NOMBRE JUSTO
CANCIÓN DE
PRIMAVERA EN OTOÑO:
EL PLACER DE LEER
LA BIBLIOTECA DE UNA MAESTRA
NIETA Y DISCÍPULA
PALABRAS PARA LA POSTERIDAD
TIEMPOS DE FRIVOLIDAD
DE LA AMISTAD
DE REGRESO AL PAISAJE DE LA INFANCIA
EL DINAMISMO DE LA MAESTRA EN EL BUEN DECIR DE LA
PALABRA
EL COMIENZO DE LAS PALABRAS
NACIDA
PARA LAS LETRAS
En 1930, cuando Trinidad Restrepo (de Titiribí, maestra
en Medellín) quedó viuda de Manuel González (de Salgar, empleado del
ferrocarril de Antioquia) (su hija Lucila sólo tenía tres años de edad), debió
dedicarse a trabajar de lleno como institutriz en una casa “de ricos” de
Medellín, donde diecisiete menores necesitaban enseñanza personalizada. En
aquel tiempo sólo se hablaba de colegios si la familia no pasaba de tres o
cuatro niños.
De alguna forma, M. Trinidad tenía que aprovechar
su título-acreditación en Pedagogía y Contabilidad obtenido en el colegio de La
Presentación de Titiribí: - copia fiel de su contenido:
República de Colombia. -
Departamento de Antioquia. -
Diploma
De honor y certificado de Instrucción Suficiente
concedido a la señorita María Trinidad Restrepo Alzate, en el Colegio de la
Presentación de Titiribí en el año 1923.
Materias examinadas:
Religión 5 – Aritmética 5 – Castellano 5 –
Geografía Universal 5 – Historia Patria 5 – Pedagogía teórica y práctica 5 –
Historia Universal 4.5 – Historia eclesiástica 5 –
Francés 5 – Contabilidad 5 - Historia
Natural 5 – Dactilografía 5 -.
Firmas:
La Junta Directiva:
Francisco A. Ramírez, cura párroco
Juan de Dios Uribe
Pedro A. González U.
Los calificadores:
P. Jesús Monsalve
Gustavo Gaviria
Leonor Alzate de Isaza
Miryam de Pizano
Luisa Pizano A.
El Inspector local:
Roberto María Tobón A. Pbro.
La directora:
Hermana Juana
María
Don Braulio
y doña María llevaron después a sus otras tres hijas: Laura, Julia y Maruja al
mismo colegio. Era un hecho extraño porque en aquellos lejanos tiempos, la
mujer no tenía libertad para estudiar; la finalidad de su vida era casarse o
irse de monja o quedarse en la casa cuidando a sus padres y a su familia. Por
eso hoy explica doña Lucila González de Chaves que su abuela María era una
mujer que apenas se sabía firmar; pero, como madre, abuela y ama de casa era
incomparable. Su esposo Braulio, a quien una de las guerras civiles le
interrumpió sus estudios en el Liceo Santo Tomás, de Titiribí, le enseñó a
leer, a escribir, a usar zapatos y mantillas bordadas.
El 5 de abril de 1927 nació Lucila en Medellín. Dos
días después, según las noticias de la época, brilló la ciudad española de
Barcelona con el estreno de la zarzuela La del Soto del Parral, esa que años
más tarde llegaría para hacer sus temporadas de presentaciones en toda
Latinoamérica y, por supuesto, en el teatro Bolívar de Medellín, la ciudad de
la eterna primavera, donde por esa época y según el registro de la Escuela
Nacional de Minas (publicado en la primera página de El Colombiano) había
temperaturas máximas de 26 grados centígrados y mínimas de dieciséis.
En aquel mismo mes de abril moría en Frankfürt el
filósofo Max Scheler, a la edad de 53 años y en Nueva York 1.700 personas
tenían por primera vez la oportunidad de ver televisión en tres emisiones a la
semana. Mientras tanto, el Senado colombiano desaprobaba el proyecto sobre los
derechos de la mujer, pese a la defensa que de tal iniciativa hacían por
entonces los jóvenes escritores antioqueños: Tomás Carrasquilla, Luis López de
Mesa y Baldomero Sanín Cano. En esa corriente que defendía las prerrogativas
del llamado sexo débil, sobresalía también el abogado Ricardo Uribe Escobar,
quien tuvo como tema de su tesis de grado precisamente la defensa de la mujer,
con palabras como éstas: “La mujer colombiana, la antioqueña principalmente, ha
estado siempre secuestrada en el hogar. Y no se nos diga que por eso reina la
tranquilidad en nuestras familias... Esta tranquilidad es como la paz de los
cementerios... Ella no tiene derecho a la vida, su actividad se reduce al
manejo de la casa y a rendir humilde homenaje a su marido. El hombre manda, dirige,
representa su hogar. La mujer sufre y se resigna, ni siquiera se queja y
naturalmente, la casa tan llena de paz”.
Y al finalizar aquel año de 1927, dos
acontecimientos marcarían de una u otra forma el destino de Lucila, que
consistió en vivir para las letras: La publicación del Romancero Gitano, de
Federico García Lorca (“verde que te quiero verde...”) y la muerte, el 30 de
noviembre a las doce del día, en Nueva York, de José Eustasio Rivera, el autor
de La Vorágine, la novela que ahora, siete decenios más tarde sigue siendo la
preferida por Lucila González de Chaves, porque a su juicio reúne todos los
elementos indispensables para apasionar al lector con una historia:
“Ese canto a la selva..., ese estilo lírico, o
dramático, o naturalista, según los determinados pasajes de la novela, ese
lenguaje incomparable… Sigo pensando que es la mejor novela colombiana. Es la
imagen de Colombia. Va desde el amor lírico hasta el amor pasional entre Alicia
y Arturo, sus protagonistas. Por lo general las novelas son sentimentales o son
realistas o naturalistas…”
RADIO Y VITROLA, EXCLUSIVIDADES DE CAMPOALEGRE
A los tres años de vida, Lucila pierde a su papá
Manuel, en un accidente ferroviario. De ahí en adelante, María Trinidad, su
madre, para poder seguir siendo maestra en Medellín, llevó a su niña de tres
años a casa de sus abuelos (los padres de su madre); sólo podía ir de Medellín
a Titiribí cada sábado, a ver a su niña de tez morena clara y mejillas rosadas,
de negros ojos intensos, en la finca de la vereda Campoalegre, a un kilómetro
de la zona urbana.
Y en lo sucesivo, no por vivir en una finca la niña
Lucila se la pasaría jugando con sus primitos o atendiendo una mínima necesidad
de sus muñecas, como cualquiera podría pensar, porque además nunca las tuvo. No
le gustaban. Llegó a Campoalegre para tener un hogar, una familia y educarse
con las monjas del colegio de su pueblo adoptivo, (en aquel lejano tiempo, tan
importante y decisivo en la vida de las adolescentes del pueblo, en donde
adquirían grado de maestras, abalado por el Ministerio) como antaño lo hicieran
su mamá y sus tres tías a quienes Lucila respetaba y atendía, “nunca los
podíamos tratar de tú ni mis primos ni yo”. Eso era falta de respeto. A mis
tías siempre las tratamos por su verdadero nombre”, cuenta doña Lucila, detrás
de su escritorio de madera, muy posesionada de su papel actual de maestra en
uso de buen retiro.
A Campoalegre aún no llegaban los inventos del
cine, el teléfono ni la televisión que, a ojos de muchos, parecían asuntos de
brujería, pero esta finca fue la primera de toda la región, en contar con radio
y luz eléctrica, costeados por el caficultor don Braulio Restrepo y su hija
Maruja). El radio marca Phillips era la delicia de todos los chicos (los
también primos huérfanos), al que le subían el volumen al máximo para que todo
el contorno se enterara de que allí tenían uno tan eficaz que hasta captaba las
ondas de Radio Córdoba (emisora especial para los corridos mejicanos de “Ay
Jalisco, no te rajes” y demás ecos de la revolución que hacía no mucho había
terminado en el país azteca). Su abuelo y su tía Maruja no se perdían las
noticias de La Voz de Antioquia. Maruja, - la maestra del pueblo - por su
parte, siempre estaba pendiente del programa de la Secretaría de Educación del
departamento, La Voz de los Maestros, que anunciaba los cambios de institutores
en los diferentes municipios.
Esas eran las únicas noticias para Lucila, quien a
medida que crecía se embebía más en su estudio, en sus libros, en su misa y en
sus nuevas experiencias. Experiencias que solo podía limitar a miradas furtivas
entre uno y otro pretendiente y cartas recibidas y enviadas a su inolvidable
“piernipeludo”; amaba – y ama - los boleros de María Luisa Landín, Ortiz Tirado
-su preferido en aquel entonces-, Leo Marini y los tangos de Carlos Gardel. Los
oía y los podía cantar con sus tías. Además, tenía aptitudes para el canto
aprendidas de ellas: “Cantaban muy bonito”, en los fines de semana en que
llegaban visitas a la casa y podían lucir su radio y darle cuerda a aquella
vitrola que durante la semana no se podía ni tocar, porque cualquiera de los
pequeños le dañaba la aguja y además, estaba reservada “para cuando vinieran
las visitas” o los otros tíos y sus familias.
¡Y sí que pesaban los discos de aquellos boleristas,
fabricados en pasta dura!
La hermosa y espaciosa casa de los abuelos ya no
existe. Ya no vive nadie conocido por doña Lucila, en esa nueva construcción
estrecha y bajita, en donde una vez hubo corredores de esquina a esquina
adornados con macetas, donde ella se pasaba toda una tarde leyéndole a su
abuelo Las mil y una noches y alguna historia más que él mismo le indicaba para
que su nieta le cogiera amor a la lectura. Allí, en esos corredores y frente a
la amplia y alta puerta de entrada a la sala, también se quedaban los chicos
hasta el anochecer riendo y temblando de miedo con los cuentos de muertos,
aparecidos, ánimas solas, etc., que les contaba “Liano” (uno de los
trabajadores de don Braulio). Tampoco están hoy los caballos en los que la niña
y sus primos cabalgaban, ya fuera en pelo o en silla; tampoco, las vacas, pero
sí todo lleno de cafetales.
Hace años Lucila y su familia formada en Medellín,
volvieron a Campoalegre, y pudieron comprobar lo que les habían contado y lo
que arriba se narra. Dos hombres -quizás de los nuevos arrieros- habitan una
minúscula casa. Ni siquiera quedó el corredor. Dicen que la casa la reformaron
y empequeñecieron y que no saben quién destruyó la vieja edificación, construyó
una minúscula vivienda y se pasó a vivir en ella cuando murieron sus dueños.
Sólo una lucecita testimonial brilla, casi al
frente de la finca de las exclusividades por la radio y la vitrola de
Campoalegre: Julia, la tía mayor de Lucila, es una mujer que vive sola y sola
se atiende en su propia finquita, a una edad venerable de noventa y cinco. “A
ella le molesta que uno le proponga cambio de vivienda, le lleve medicinas o
intente ayudarle. Allí vive lúcidamente, indiferente al mundo, en una paz
envidiable y hermanada con la naturaleza. Aún le gusta leer, y desde luego,
rezar.
En aquellos sábados de visitas, Lucila aprendió a
leer de labios de su madre, en una cartilla inglesa traducida al español.
Contaba seis años ya sabía firmar su nombre de Lucila González Restrepo en
antigua caligrafía Palmer, como de mujer que ya se acercaba al idioma. Este
sería el recuerdo que para siempre se llevaría de la misión cumplida por su
madre, María Trinidad, muerta en Medellín en 1933, una de las pocas
institutrices de la época. Lucila no olvida tampoco aquello de dormir
acurrucada para entibiarse un poco al lado de su madre y maestra en las frías
noches de Titiribí. Los lunes volvía a estar sin mamá que regresaba a su
trabajo en Medellín. La niña sentía el vacío de la ausencia de su mamá.
Recuerda
cómo, - a los cinco años -a pesar de que no tenía conciencia de lo que era la
muerte, el día en que vio a tantos familiares vestidos de negro y en torno a un
ataúd, el de su tío mayor, Rafael Restrepo, tuvo la sensación de lo que era una
pérdida para siempre de un ser querido, lo que un año después sintió “en carne
viva”, con la muerte de su madre.
QUÉ DÍAS
AQUELLOS...
Eran los días en que ya estaba terminada la
catedral de Villanueva en Medellín y todos los feligreses entraban al templo
monumental con actitud de orgullo, al oír la expresión de “por fin, ¡y después
de cuarenta años!”
Y el mundo, que salía de la crisis económica de los
años treinta, de la Gran Depresión, veía en el cinematógrafo, en aquel
diciembre de 1934, al atleta Johnny Weissmüller que protagonizaba a Tarzán de
los monos. Johnny, el célebre nadador olímpico estadounidense, fue considerado
por los productores de cine como “el verdadero Tarzán” en comparación con
quienes habían hecho el mismo papel en otras versiones de la película.
En Colombia, por aquel tiempo, ya comenzaba la
crisis de los únicos dos partidos políticos: Por un lado, los conservadores de
la vereda Chulavita sitiaban el pueblo de Boavita, y en Fusagasugá se
enfrentaban los liberales y campesinos uniristas, que seguían a Jorge Eliécer
Gaitán. Entre tanto, los dirigentes de ambos partidos políticos discutían en
Bogotá el cúmulo de posibilidades para devolverle la paz a Colombia... En
Titiribí, como en otros pueblos, ya eran comunes las peleas a machete entre los
embriagados de aguardiente de uno y otro bando, especialmente en los días de
elecciones. “Que a fulano le dieron en la espalda, que al otro le cortaron la
mano, que al siguiente lo mataron”.
El día de elecciones, a Braulio Restrepo (el
abuelo) se le veía en misa de siete de la mañana; luego, salía apresuradamente
a mercar y a hacer la fila en uno de los puestos de votación y después de
votar, de inmediato corría para su finca a cuidar a sus mujeres: la esposa, una
hija viuda y dos solteras, y sus cuatro nietos huérfanos, quienes debían permanecer
encerrados para que no tuvieran el
peligro de verse atacados por la “chusma”
de entonces, esos que crecieron
después como “pájaros” en la década de los cincuenta, durante el período en que
explotó la olla de los partidos políticos en Colombia. Únicamente los hombres
podían elegir a su mandatario municipal o nacional y como condición debían
mostrar su cédula de doble faz. En la de los liberales, como el abuelo Braulio,
aparecía por un lado su retrato y por el otro el de Uribe Uribe.
A Lucila se le veía ir cada mañana, hacia el
colegio, como a eso de las seis, a pie, (una caminada de veinte minutos), o a caballo,
por el camino de herradura que conducía desde la finca Campoalegre hasta el
pueblo. Se iba con dos compañeritas que vivían en fincas aledañas a la suya y
con sus primos, que seguían para el Liceo Santo Tomás. Los domingos, salía
vestida con su uniforme de gala y llevaba en sus manos el misal en español y en
latín comprado desde el primer día de clases a una de las monjas del Colegio.
Portaba también el banquito de terciopelo, o peyón, para sentarse como todas
las alumnas del Colegio de la Presentación, en la nave central de la iglesia. A
las seis y media comenzaba la misa cantada por completo en latín. El sacerdote
les daba la espalda a sus feligreses para celebrar, y una de aquellas mañanas
prohibió que se leyera Aura o las violetas, la novelita de Vargas Vila que
Lucila, por acto de rebeldía y curiosidad frente a lo prohibido, se leyó entera
durante siete noches consecutivas, debajo de las cobijas, y a escondidas de los
suyos. Los demás cuentos no le eran prohibidos. O al menos así lo hacía notar
don Braulio Lorenzo (el abuelo) cada tarde antes de las seis, cuando le pedía a
la niña que se sentara a su lado en el taburete de cuero amarillo que daba
justo al fondo del corredor -desde donde se podía divisar todo el pueblo de
Titiribí - para leerle El Mártir del Calvario, Simbad el Marino y otras
historias de Las Mil y una noches. Lucila era la más apegada de los nietos
porque compartía su afición por los libros y no se deslumbraba con la
construcción de la carretera Amagá-Titiribí. Sus primos, en cambio, salían
disparados a atisbar el camino liso que les haría más fácil su viaje hacia el
pueblo vecino y por tanto hacia la lejana ciudad de Medellín. A pie, a caballo
o en ese aparato con ruedas que era todo un lujo para ellos: el camión. Así
fuera a diez o a veinte kilómetros por hora, no importaba.
Mientras el cielo se pintaba de azul y rojo, Lucila
se embebía en la historia de Aladino y soñaba despierta cómo habría sido volar
en la alfombra mágica. El espacio de Campoalegre desaparecía para ella en ese
instante de lectura, para abrirle la puerta a la imaginación. Bien decía
Guillermo Valencia: “Hay un instante en el crepúsculo en que las cosas brillan
más. Feliz instante culminante de una morosa intensidad”.
Se hacía cómplice de sus primos en una reunión para
ellos sagrada, que les avivaba todavía más la fantasía por lo desconocido e
inaudito, pasadas las siete de la noche en cuanto le daban fin a la última
letanía del rosario: Era la hora de escuchar los cuentos de espantos del trabajador,” Liano”, (Aureliano) le decían.
Braulio, María su esposa, Julia, Laura y Maruja se marchaban cada uno a sus
cuartos a dormir. Los niños se acomodaban en posición de loto en el piso y con
los ojos fijos en las palabras del “trabajador”, a quien, por cierto, Lucila
asegura nunca haberlo visto trabajando. Desde niña llegó a pensar que su abuelo
sólo le pagaba al buen hombre para que conversara con él. Los veía en la
pesebrera, en el despulpadero de café, en la manga con las vacas o en el
cafetal contando los “tarros” de café cogidos por las chapoleras. Liano comía en
su casa, tomaba el café repartido como merienda y a las siete en punto de la
noche rezaba el santo rosario con toda la familia, presidido por don Braulio.
Luego, venían los cuentos de miedo:
-Miren para allá -les decía- ¿Sí ven esa bola de
luz que se esconde detrás de ese árbol? ¡Ahí hay escondida una guaca, un
entierro que los indios dejaron hace años ¡Y oigan esas voces! Esas son ánimas
errantes que no han podido llegar al cielo. ¡Cuidado se dejan ver, que de
pronto se los llevan y quién sabe cuándo regresen!
Los católicos de la época cometían pecado si se
iban desayunados para misa, porque había que comulgar en ayunas. El día de la
Primera Comunión, Lucila, que aguantó hambre desde “las doce de la noche del
día anterior hasta las ocho de la mañana,” recibió de su madrina Cruzanita, su
primer libro, Genoveva de Brabante. A ella nunca se le olvidará. Se pasaba
tardes enteras leyéndola, acomodada en la gruesa rama de un árbol de mangos del
patio de atrás. No comía ni hacía la siesta, por llorar “la triste historia de
Genoveva”, la misma que, años después, ya casada, repitió, pero en cine de
blanco y negro. Otra vez lloró al comprobar que la injusticia y la mentira eran
tal y como lo había leído de niña.
CONSUMIDO Y CONSUMADO
Colegio de la Presentación. Tres de la tarde, clase
de costura, la que más detestaba Lucila y en la que aprovechaba para leerles a
sus compañeras de clase, entre ellas a sus inseparables amigas, Oliva González,
Cleofelina Villa y Julia Echeverri, El Sigilo de La Confesión del autor A.J.
Cronin. Esta obra le impactó precisamente por el ambiente silencioso en que la
leía. Mientras el resto de niñas del Colegio tejía un mantel con suma
concentración, Lucila pensaba en lo que iba leyendo: La importancia de guardar
un secreto, la responsabilidad y el compromiso que el protagonista tuvo con el
secreto que alguien le contó bajo el sigilo de la confesión. Pese a las
amenazas, los desafíos de la vida y las circunstancias adversas, el sacerdote
jamás lo confesó a nadie.
“Uno estaba
en una edad en la que admira a los valientes, a quienes se sacrifican por una
causa. Por eso es tan importante que la juventud lea biografías. Es aprender a
admirar a los valientes”, explica doña Lucila, ya muy adulta, acordándose de lo
sucedido entonces.
Otro de sus grandes amores desde niña y hasta su
edad avanzada ha sido la poesía. Era la declamadora oficial del Colegio de la
Presentación en Titiribí. Aún ama y cita páginas enteras de sus favoritos:
Rabindranath Tagore, Amado Nervo, Guillermo Valencia, José Asunción Silva,
Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Laura Victoria, Pablo Neruda, Rafael
Maya, Eduardo Carranza y muchos más; y entre los grandes místicos – ahora
adulta y profesional- San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.
Recuerda también una obra que representaron con
mucho orgullo y alentadas por las Hermanas de la Presentación. Quienes en la
obra dramática encarnaban a los leprosos de Molokai, vestían sábanas untadas de
mertiolate para simular sangre, y Lucila representaba el papel del protagonista
que moría de lepra entre los leprosos.
Llega el suspenso del final de la representación, el público está
expectante ante las últimas palabras del protagonista:
- ¡Todo está consumido! - dijo Lucila, muy
posesionada en su papel de agonizante del santo leproso.
- Las monjas se avergonzaron con semejante
disparate y luego entre telones, Lucila tuvo que sufrir los tremendos regaños
de la monja directora y una rebaja en la calificación de la disciplina y la
conducta. Ocurrió que no era consumido sino consumado. Eso mismo dijo Jesús en
la Cruz: ¡todo está consumado!
UNA CARCAJADA DE NOSTALGIA
-Já, já, ...!
Oliva se dejaba vencer por la repentina carcajada de un lejano recuerdo
y de paso, el jardín de su costura lo echa a perder, luego de horas mañaneras
dedicadas a tejerlo con hilos de todos los colores. Ese miércoles, por más que
lo intentara, no se podía contener. El objeto de su incontenible risa era
aquella equivocación pronunciada por su amiga Lucila González Restrepo, en el
acto cultural de finalización del año del Colegio, cuando dijo “todo está
consumido” en lugar de “todo está consumado”.
Parecidas equivocaciones cometían en los cantos
religiosos, en misas y trisagios en latín, pues Lucila pertenecía también al
“coro de la Presentación”.
Lucila,
Julia y Oliva, volvieron a verse hace un par de años, después de cincuenta de
no haber vuelto a encontrarse, desde que terminaron su enseñanza complementaria
en La Presentación de Titiribí. La tarde en que finalizaron sus estudios,
sintieron el dolor de la distancia: ya no podrían ser las cómplices de cuanta
broma hicieran en los corredores y en las aulas y extrañarían por siempre el
castigo impuesto por las monjas, de encerrarlas en el cuarto del piano, desde
donde escuchaban cantos en latín entonados por las monjas.
DE GARDEL
AL ÍDOLO
Oliva González y Julia Echeverri hacían el punto de
cruz en la costura de Lucila, sin que la Hermana Cristina de la Cruz se diera
cuenta. Ya Lucila tenía doce años y le gustaban los tangos de Gardel,
especialmente “El día que me quieras”:
Acaricia mi ensueño
el suave murmullo
de tu suspirar.
Como ríe la vida
si tus ojos negros
me quieren mirar.
Y si es mío el amparo
de tu risa leve
que es como un cantar,
ella aquieta mi herida,
todo, todo se olvida.
El día que me quieras
la rosa que engalana,
se vestirá de fiesta
con su mejor color.
Y al viento las campanas
dirán que ya eres mía,
y locas las fontanas
se contarán su amor.
La noche que me quieras
desde el azul del cielo,
las estrellas celosas
nos mirarán pasar.
Y un rayo misterioso
hará nido en tu pelo,
luciérnagas curiosas que verán
que eres mi consuelo.
El día que me quieras
no habrá más que armonía.
Será clara la aurora
y alegre el manantial.
Traerá quieta la brisa
rumor de melodía.
Y nos darán las fuentes
su canto de cristal.
El día que me quieras
endulzará sus cuerdas
el pájaro cantor.
Florecerá la vida
no existirá el dolor
La noche que me quieras.
Nadie en Argentina ni en Medellín desconocía que
fuera un buen cantante el día de su muerte accidental en el avión que
aterrizaría el lunes veinticuatro de junio de 1935 en el Olaya Herrera), al
igual que a casi todo el mundo, Lucila ni su grupo colegial sintieron la
nostalgia de haberlo perdido como si se tratara de un ídolo, pues su carrera
como tanguista apenas comenzaba. En los periódicos apenas figuraba como uno más
de los pasajeros fallecidos, cuyo cadáver debieron velarlo en la casa de
Monseñor, el canónigo Enrique Uribe Ospina, hasta que dieran la orden para
enterrarlo, porque aquí no tenía deudos que se hicieran cargo de él. Y no
estaba de moda trasladar cadáveres de un sitio a otro, de un país a otro.
La tarde en que se efectuaron los funerales de las
catorce víctimas del avión F-31 se apagaron las vitrolas y los radios de toda
la ciudad de Medellín, no hubo funciones en ninguno de los cines y una multitud
de gente salió a las calles vestida de negro con carteles que invitaban a las
exequias de “los mártires del lunes”. Caminaban silenciosamente, en señal de
respeto por sus almas, hacia la capilla y cementerio donde se les rendiría el
último homenaje.
Algún tiempo después de lo ocurrido cobró valor el
cancionero de Gardel, su vida y sus papeles protagónicos en Tango bar y El día
que me quieras (dos de las primeras películas latinoamericanas con sonido y movimiento,
filmadas antes de morir). Precisamente El día que me quieras se convirtió en
uno de los más sonados, al igual que Mi Buenos Aires querido y Volver. Y se
convirtieron en complacencias musicales en la radiola de Su Café, la heladería
de “los Posadas”, ubicada a media cuadra de la iglesia de Titiribí, en la
“Calle Larga”.
Don Elí Posada, el gran amigo de Lucila desde la
infancia y actual propietario de la heladería- es un testimonio viviente de la
historia de Su Café, a la vez que trabaja por mantenerla casi en el mismo
estado en que se encontraba hace sesenta y seis años. Hoy es visitada por la
misma clientela de antes, entre la que se cuentan doña Lucila y su amigo de
antaño, el músico y poeta, Octavio Quintero.
PAQUITO, EL GENERALÍSIMO
En aquel año, la segunda guerra mundial comenzaba a
coger impulso, con la construcción del campo de concentración de Auschwitz el
20 de mayo. Por el momento sólo estarían recluidos allí los prisioneros
alemanes y algunos judíos. Aún no constaba por escrito en los expedientes de
Hitler que cada vez se recluirían más judíos y que él, junto con su ejército
nazi, haría hasta lo imposible por exterminarlos.
Y mientras en su España natal el Generalísimo
Francisco Franco o “Paquito” trataba de darles orden a los problemas sociales,
políticos y económicos de sus habitantes aplicando los principios del
Falangismo -un movimiento de ultraderecha-, allá, en Titiribí, se armaba el
alboroto con sólo mirarlo. Pero no en presencia viva, sino en imagen. Era esa
foto de Franco, tamaño afiche, que Oliva guardaba como objeto de su más
ferviente amor platónico y musa de inspiración en los exámenes, bajo la tapa
del pupitre. El Generalísimo con esa nariz aguileña que armonizaba de tal forma
con esa boca siempre cerrada y esos “ojitos” que miraban con la firmeza que
tuvo, al abrirla para decir en un discurso que no sería nunca “una reina
madre”, ni una figura decorativa, al sentirse respaldado por Norteamérica y el
Vaticano.
Era imperdonable para estas jóvenes no contemplar
por largo rato el rostro del Generalísimo y no estallar toda la clase en
alabanzas y piropos. Era “un hombre muy hermoso” para Oliva y Lucila.
Simplemente se dejaron llevar por la imagen mítica de un líder alabado por
escritores de la talla del poeta Gerardo Diego, quien por entonces ya le había
profesado su cariño de cierta manera: “El caudillo es como la encarnación de la
patria y tiene el poder recibido por Dios para gobernarnos”. Y además del
sobrenombre de Paquito, lo tenían en su patria por “espiga de la paz”, “el gran
arquitecto”, “el redentor de los presos”, “guerrero elegido por la gracia de
Dios”, “padre que ama y vigila” y “vencedor de la muerte”.
DE FRANCO AL PIERNIPELUDO
Darío Vélez era reconocido como uno de los
muchachos más pudientes de Titiribí y alumno del Liceo Santo Tomás y, por lo
tanto, de los más solitarios, según Octavio Quintero, uno de los pocos que se
le acercaban, porque lo consideraba “buena persona” y ambos compartían los
mismos gustos. “El piernipeludo”- como todavía lo recuerda doña Lucila, fue su
primer amor.
Darío Vélez vivía en la hacienda La María y desde
allí iba a caballo (como Lucila) hasta la calle del Liceo Santo Tomás y el
colegio de La Presentación. Todas las
mañanas, el ruido de los cascos de su mula contra las piedras, era la señal
para que Lucila (que entraba más temprano al colegio y cuyo salón en el segundo
piso tenía un balcón a la calle) se diera cuenta de su presencia, y de
inmediato se asomara a recibir por una cuerda alguna cartica en la que le
alegraba el resto del día con un “te quiero”. Pero el muchacho, más se demoraba
en montarse de nuevo en su mula, que, en recibir desde lo alto del segundo
piso, por una ventana, un baldado de agua fría, de la Hermana Cristina de la
Cruz, directora del grupo. Lucila se ruborizaba sin saber qué decir ante dos
sobresaltos continuados (los te quiero y la bañada casi todos los días). Por un
lado, apenas tenía doce años para escuchar semejantes palabras de un jovencito
que la superaba en edad tan sólo tres años. Y por el otro sentía el peso de la
culpa de una niña a quien a su edad no le era permitido tener novio ni
comunicarse de ninguna forma con alguien del sexo opuesto.
¡CONQUE DE NOVIA!
Diariamente se repetía la misma historia y cada vez
Lucila se ponía más colorada. Por lo pronto mantenía sus cartas muy bien
guardadas. Parte bajo la blusa del uniforme y parte en casa de Oliva, su
cómplice en todo. Hasta que una tarde -como nada hay oculto bajo el sol- fueron
decomisadas por la madre superiora. Incluso una foto que él le había regalado
recientemente para que nunca lo olvidara. Con el paso del tiempo, la foto ya
está curtida de blanco hueso, pero todavía están presentes los signos
inconfundibles de un quinceañero de la época: Pantalón corto a la rodilla con
cargaderas por encima de las camisas de manga larga -que acostumbraba usar en
toda ocasión -, zapatillas de cuero, porque los tenis no se conocían, cachucha
y medias largas hasta la rodilla, de rombos multicolores, para tapar el vello
de sus piernas. Por eso a los muchachos de la edad de Darío les decían con
afecto “piernipeludos”. En cuanto llegaban a la mayoría de edad (21 años
cumplidos) y, especialmente el Jueves Santo, podían empezar a usar pantalón
largo, saco y corbata y sombrero, porque ya se consideraban unos “señores”. A este
ritual se le conocía como “alargarse los pantalones”. Igual ocurría con las
niñas: A los dieciocho años podían usar tranquilamente medias veladas y ya se
les podía llamar “señoritas”.
Las cartas y la foto de Darío Vélez fueron
entregadas al abuelo Braulio un viernes por la tarde, cuando el noviazgo entre
su nieta y el futuro hacendado de La María agotó la paciencia de la hermana de
La Presentación.
- ¡No más, muchachita, conque de novia! ¡Esto se
acabó! - sentenciaba su abuelo una y otra vez. Lucila lloraba por el fuerte
regaño y el castigo impuesto. Todo el fin de semana se la pasó encerrada en la
finca sin más consuelo que sus poesías y aquél recorte de periódico que el
domingo pasado había recogido en la calle porque le parecía “muy bonito” y que
ese sábado aprovechó para leerlo, pero que, por lo lírico, no entendió. Nunca
antes se había preocupado por el destino de Rabindranath Tagore. No tenía la
edad ni la madurez literaria para comprender las minuciosas reflexiones que
hacía el escritor. Lucila recogió el pedazo de periódico, leyó el corto texto,
pero no lo entendió; sin embargo, corrió a esconderlo debajo del colchón donde
guardaba sus adorados crucigramas.
En el pedazo de periódico La hora católica, se
leía:
“Madre, ha llegado la hora de que me vaya. Me voy.
Cuando la oscuridad palidezca y dé paso al alba
solitaria, cuando desde tu lecho tiendas los brazos hacia tu hijo, yo te diré:
‘El niño ya no está’.
Me voy, madre.
Me convertiré en un leve soplo de aire y te
acariciaré; cuando te bañes, seré las pequeñas ondas del agua y te cubriré
incesantemente de besos.
Cuando, en las noches de tormenta, la lluvia
susurre sobre las hojas, oirás mis murmullos desde tu lecho, y de pronto, con
el relámpago, mi risa cruzará tu ventana y estallará en tu estancia.
Si no puedes dormirte hasta muy tarde, pensando
siempre en tu niño, te cantaré desde las estrellas: ‘Duerme, madre, duerme’.
(Tagore)
Muchos años más tarde, Lucila se encontró leyendo
este mismo párrafo para sus alumnas de Literatura, en el CEFA, cuando explicaba
las obras de escritores orientales. Ya tenía en los estantes de su biblioteca
un sitio reservado para las obras escogidas de Rabindranath Tagore: El cartero
del rey, Gitanjalí, El jardinero, Recuerdos, El rey y la reina, etc.; los ama
por la forma tan sencilla, lírica y profunda con que el autor concibe el
universo y la cultura, la espiritualidad y la grandeza.
TAN CORTO EL AMOR Y TAN LARGO EL OLVIDO
Un año entero les duró el idilio a Lucila y Darío. Apenas se podían intercambiar carticas y
miradas furtivas de complicidad. Las niñas ya se encontraban a punto de coronar
su último año lectivo en La Presentación, (para ese entonces ya el Colegio no
tenía permiso de dar títulos de maestras como a la mamá de Lucila y sus tías y
a las mujeres que querían estudiar; solo se llegaba un grado: la
complementaria, y nada más).
Era octubre
y dentro de poco debían tener aprendidas de memoria las lecciones de
Contabilidad, Geografía, Francés, Religión, Historia Sagrada, Matemáticas,
Geometría, literatura e Historia, una por una, teniendo en cuenta el sistema de
aprendizaje mil veces aplicado por las monjas en el colegio (Tesis uno, Tesis
dos, Tesis tres, cuatro...). Son las todavía hoy llamadas guías de estudio, consistentes
en hojas escritas a lapicero azul y rojo. En esa misma semana acababa de morir
James Joyce, el autor de Ulises, el escritor del cual ni Lucila ni sus amigas y
compañeras tenían idea.
Era tan compacta la amistad entre Oliva González,
Julia Echeverri y Lucila, que se ayudaban en lo que les daba más dificultad.
Oliva, un as para las matemáticas, les enseñaba las fórmulas más prácticas para
resolver cada ecuación o logaritmo, mientras que Lucila les daba claves para
leer y declamar, para repasar historia y literatura….
El hecho de
preparar las pruebas finales no implicaba ausentarse de las aulas para
dedicarse exclusivamente a estudiar en casa. Su vida transcurría en La
Presentación. Continuaban los regaños de las monjas y los saludos distantes y el
correo amoroso de Darío Vélez. Cualquier
lugar era propicio para leer la correspondencia. Esto ya era un acto mecánico.
Pero una tarde... “después de un año de haberme escrito que me adoraba. “Que no podía vivir sin mí”, lo escribió en
la mañana, y al atardecer me envió una cartica, en la cual me decía que ya no
me quería más, que me había olvidado. Por supuesto, las amargas lágrimas del
desencanto no se hicieron esperar...”, recuerda Lucila con un gesto comprensivo
de la condición de inocencia en que se hallaba entonces, ya que ciegamente
creía en el amor. “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, dice el
poema de Pablo Neruda.
ALCANCE LA ESTRELLA
Solamente siete niñas vestidas con uniforme de gala
culminarían su Preparatoria en La Presentación aquel 9 de noviembre. Las demás,
hacía poco habían ido desertando del colegio por falta de dinero con qué
costearse sus estudios o por poco interés en estudiar. El momento era de
verdadera tensión y al mismo tiempo de esperanza. Toda la plana mayor de Titiribí,
conformada por el alcalde, el cura párroco, el personero, la comunidad entera
de las hermanas de La Presentación y, por supuesto, los papás y acudientes
familiares engalanaban aquella aula espaciosa de madera en que una vez un Padre
Damián representado en las tablas había dicho por equivocación “todo está
consumido” en lugar de consumado.
Todo el día debían permanecer allí, hasta el
resultado final de las pruebas todas orales, todas en presencia del público. En
la plataforma estaba la directora de grupo, la hermana Margarita Rosa, con una
bolsa llena de cartoncitos que contenían pregunta por pregunta. Ese fue el
inicio de la famosa técnica de evaluación oral llamada actualmente Alcance la
estrella, pero aquello era con una alta dosis de rigor. No se trataba de
responder lacónicamente la fecha de nacimiento de Simón Bolívar y el año de su
muerte. El hecho era recitar la tesis por completo todo de memoria, con
detalles precisos. Más que exámenes para medir la memoria de las alumnas, estas
pruebas medían su capacidad de oratoria, sus futuras habilidades para hablar en
público sin pena de nadie.
-Pase al frente la niña Lucila González Restrepo. A
ver... -dijo la Madre Superiora Dolores del Carmen, mientras metía la mano en
la bolsa para sacar un cartoncito a la suerte.
-¡Tesis número cuatro! ¡No!, ésa ya se la sabe...
La Madre Dolores llevaba toda la cuenta de las
pruebas recitadas previamente, ninguna se le escapaba. A su edad todavía le
sobraban memoria e inteligencia. No era ni tonta ni olvidadiza, como cualquiera
podía pensar
-¡Bueno! Va
a relatar la tesis número ocho, correspondiente al Día de la Independencia, la
batalla de Boyacá... En fin. Denos un recuento de todo lo acontecido en ese
capítulo de la Historia Patria.
Lucila pensó para sus adentros “qué bien”, ahora
que recuerdo, esa tesis estaba escrita en un lenguaje literario muy pomposo
(libros texto) y a mí encantaba toda esa retórica... Aplausos iban y venían...
Y una medalla amarilla del aprovechamiento por tan brillante ilustración.
Lucila González Restrepo, Julia Echeverri Pizano y
Oliva González Villegas, al final del acto, se dieron un abrazo de hasta
siempre, para añorar juntas cada momento compartido en las aulas de su colegio.
Hubo un silencioso intercambio de abrazos entre las
preadolescentes, que irían por caminos distintos, pero nunca perderían de vista
esa gran amistad que se prolonga en el tiempo.
DE VUELTA A
MEDELLÍN (CAMINO AL MAGISTERIO)
Lucila viaja a Medellín acompañada de su tía
Maruja, para estudiar en el Instituto Central Femenino, (hoy, CEFA) fundado por
el doctor Joaquín Vallejo Arbeláez. Un colegio “liberal y ateo” según las malas
lenguas de Titiribí. Los primeros días de una forastera en la ciudad donde
nació. Lucila saca tiempo para leer. Una alumna se hace maestra. La luz de los
cuadros sinópticos y el uso práctico de este recurso, para las generaciones
posteriores. El ensayo que más tiene de literatura, que de psicología. Enseñar
por el placer de aprender: la perseverancia con aquellas niñitas en la escuela de
Amagá. Lucila es directora en Rionegro. Crónica de un viaje al Ecuador. El
Nueve de Abril en Rionegro. Destituida, “por el pecado de ser liberal”. La tía
maestra Maruja. Números, encuentro, novela y poesía. Llega un tenor... llega el
amor. El maestro Chaves. Las sorpresas de Leonardo, el violinista. Lucila, el
ama de casa.
-¡Para maestra rural no voy a estudiar!
-¡Pero Lucila, ya está decidido que si su abuelo no
quiere que se vaya para Bogotá porque le parece muy lejos y ya se siente viejo
y sin su compañía, la única opción es enviarla a la escuela Modelo de Medellín!
-¡No, no! ¡Yo quiero ser una maestra de muchas
cosas importantes!
“¿Qué te espera en la vida, a qué estarás
dedicada? (…) ¿Quién sabe, acaso
escribas para educar a los niños, para entretener a los ancianos, para mejorar
a los criminales, para bendecir a Dios?”
Estos cuestionamientos publicados en uno de los ejemplares de El Artista
-una gacetilla de comienzos de siglo- da cuenta de cómo se pensaba el futuro de
la mujer en ese entonces y aún hasta los años sesenta. Una vida para entregarla
a los otros olvidándose de ella misma y sin importar sacrificio alguno porque
finalmente venía la recompensa. Y eso que una de las monjas de La Presentación
se quería llevar de novicia al personaje de nuestra historia, por su dedicación
en los estudios y porque pensaba que la niña tenía muy evidente su vocación de
servicio al prójimo. Pero, todo lo contrario, a Lucila no le atraía en lo más
mínimo la vida religiosa.
Su tía Maruja Restrepo Alzate, maestra de la
escuela en Titiribí y pionera de la enseñanza nocturna para los adultos, sería
quien desde ese momento influiría de manera decisiva en el destino de su
sobrina. Logró conseguirle cupo en el Instituto Central Femenino de Medellín
-más conocido hoy como el Cefa-, fundado en 1935 por el doctor Joaquín Vallejo
Arbeláez, con el propósito de “liberar a la mujer del oscurantismo”, como dice
hoy, no la señorita sino la señora y “Maestra del Idioma”, Lucila González de
Chaves, después de cuarenta y cinco años al servicio de la educación.
Los rumores de la gente del pueblo y las críticas
del alcalde y del párroco de Titiribí porque la niña iba a estudiar en un
colegio “liberal y ateo” no se hicieron esperar. Pero a su abuelo, don Braulio
Lorenzo Restrepo no le importaba, porque sabía perfectamente a dónde la había
llevado y hacía caso omiso de cualquier chisme.
LUCILA Y SU TÍA MARUJA
A las seis de una mañana de enero, salieron las dos
a coger el bus de escalera que las conduciría hasta Amagá por una carretera destapada,
donde era preciso taparse la nariz y tener cubierta la cabeza para protegerse
del polvo. Allí tomarían el tren para llegar a Medellín a eso de las cuatro de
la tarde. Para Maruja, la joven maestra del pueblo, (solo era mayor que su
sobrina Lucila, quince años más) era una empolvada más, aparte del polvo rosa
que se había aplicado con mesura, un poco antes.
El polvo rosa, el mismo que venía en una cajita de
cartón redonda y lo usaban las mujeres cuando pasaban de los veinte, para
hacerse atractivas. El olor a fragancia de alhucema lo mantenía fresca, joven y
bonita durante todo el día, así su viaje a Medellín fuera tan largo y así en el
camión se apiñaran tantos pasajeros. Ese frasco de perfume surtía todos los
efectos esperados. Maruja y todas las jóvenes de Titiribí y de la Colombia de
entonces lo impusieron para exaltar su feminidad. Lucila se quedaba mirándola
con embeleso. Pero ni su tía ni su abuelo le permitían oler a alhucema ni
echarse polvo rosa. Las veladas en el Colegio de La Presentación eran la excusa
perfecta para sentirse toda una diva no sólo con el polvo sino también con el
pintalabios color granate. Apenas llegaba a casa su abuelo le ordenaba lavarse
la cara.
Pararon en Amagá, el pueblo del ex presidente de la
república Belisario Betancur, pueblo nombradísimo por él cada vez que salía a
decir un discurso ante los televidentes o los ministros de su despacho. En la
estación del ferrocarril, en Amagá, tomaron el tren hacia Medellín, que pasaba
a las once de la mañana y llegaba a las cuatro de la tarde. Tantas horas de
recorrido, pero llegó. No como los barcos de La Naviera del Magdalena, repletos
de turistas que acababan de pasar sus vacaciones de diciembre en las playas de
la Costa Atlántica...Desde hacía tres días se encontraban varados entre
Barrancabermeja y Puerto Salgar y no había en aquel entonces poder humano que
los moviera. Entre tanto los alcaldes de esas dos localidades se ponían de
acuerdo para la distribución de una buena cantidad de víveres. Los cientos de
turistas en cubierta se morían del hambre. Tales eran las noticias que se leían
en el periódico.
LOS PRIMEROS DÍAS DE UNA FORASTERA EN SU CIUDAD
NATAL
Por fin llagaron a la segunda ciudad del país,
Medellín; Lucila llegó a hospedarse en la casa un tío suyo, Martín Restrepo,
porque su tía Maruja debía regresarse para Titiribí. Empezó a enfrentar el
mundo, sola, con la enorme confianza que su temperamento independiente y su
recio carácter han podido darle a través de su vida.
Sin embargo, apenas tuvo enfrente a aquéllas mujeres
de tacón alto, vestido de paño estilo sastre, y peinadas con sus bucles
engominados -que dentro de muy poco serían sus profesoras-, tratándola como
recién aparecida, dispuesta a presentar el examen de admisión, Lucila se
ruborizó de los pies a la cabeza. Para
colmo, la jovencita que venía de Titiribí nunca se imaginó que estudiaría en un
edificio tan grande. La invadieron el miedo y la zozobra al mirar aquellos
techos tan altos, aquellos corredores tan largos que daban la impresión de
nunca llegar a la meta; llegó a pensar: “y si me pierdo, qué voy a hacer para
llegar al salón, no conozco a nadie...”
¡Llegó el día del examen de admisión!
-¡Una muchachita de pueblo no se expresa así!
¡Imposible, usted no lo hizo! Le dijeron
con un tono de ironía las elegantes profesoras del Instituto Central Femenino
cuando le anularon la última de las pruebas, la de redacción y lenguaje, porque
el resto de sus respuestas fueron aprobadas. Ese “no se expresa así” aún puede
recordarlo porque cada palabra les salía tan modulada. Y Lucila, todo lo que
escribió en la redacción fue por qué le gustaba ser maestra. Lucila salió con
su cara cubierta de lágrimas por la injusticia que se había cometido contra
ella. Abajo quedaron esa noche, las ilusiones de ser la mejor maestra, y el temor de perderse en aquél edificio donde
nunca más podría volver. Pero las lágrimas del “desencanto” -como ahora
recuerda doña Lucila- tan sólo fueron un
lago que pronto se extinguió porque a la mañana siguiente se armó de valor y
volvió al Colegio con miedo, pero con decisión, a pedir que la admitieran.
-¡Señorita, por favor! Le ruego que me deje entrar
a estudiar aquí. ¡Yo le juro que eso sí lo redacté yo!
-Está bien. Espéreme un momentico yo voy a hablar
con la rectora (señorita Lola González) a ver qué se puede hacer, le contestó
con una leve sonrisa una profesora (la señorita Albertina Moreno) de baja
estatura que aparentaba ser de carácter, por sus modales tan medidos y faltos
de algún gesto de ternura e impulsividad, pero que con el tiempo le demostró
tener un corazón dulce. La Señorita Lola González dirigía el plantel por esa
época y se distinguía por la delicadeza en cada uno de sus movimientos, por la
clase y el respeto que infundía en las profesoras y en las muchachas. A los
tres meses de estar Lucila estudiando allí, Lola González tuvo que retirarse
porque ya se le vencía su tiempo como rectora del Central. Vino en su lugar la
señora Rosa Echeverri de Trujillo, quien se quedó hasta después del año de 1946
en que Lucila y sus compañeras alcanzaron el título de “Maestra Superior”.
Finalmente, los problemas de ingreso tenían que
tener solución:
-Usted se sienta aquí, observa todo lo que hay a su
alrededor y nos da una descripción detallada del colegio. Vamos a estar Amelia
y yo -dos de sus posibles profesoras- vigilándola para que no haga trampa.
Allí estaba sentada en un pupitre universitario, en
uno de aquellos corredores, con la mirada puesta en el patio de recreo de las
alumnas, en los corredores y salones y en cuanta persona pasaba por su lado,
con la esperanza en que un divino milagro del Espíritu Santo la iluminara al
emprender la escritura. No se sabe cómo ni de donde le salió la musa; lo cierto
es que contó, con la sencillez propia de una colegiala, la visión que tuvo de
su segundo hogar y el elegante vestuario de algunas profesoras. La rectora leyó
e inmediatamente le dio el cupo.
¡Y a madrugar se dijo! Bañada y arreglada a las
cinco de la madrugada, medio desayunada, pues no le quedaba tiempo para más,
puesto que debía caminar desde la casa de su tío -el lugar donde residía en
Medellín- tres cuadras arriba de Tejicóndor, por la calle San Juan, para coger
el tranvía de las cinco y media que la dejaba en la estación del parque de
Berrío, a cinco cuadras de las instalaciones del Central Femenino.
A las seis en punto de la mañana comenzaba la
jornada y se prolongaba hasta las doce. Las alumnas externas pasaban muchas
horas sin comer y de alguna forma debían calmar su hambre. Para el descanso
-como ni Lucila ni sus compañeras externas llevaban el algo, a veces sacaban, a
escondidas, alguna fruta de la despensa de las alumnas internas. Nadie se daba
cuenta o ni se daban por aludidas. En el Instituto Central Femenino había
muchachas provenientes del Chocó, Bogotá, Bucaramanga y las costas Atlántica y
Pacífica, pues era el nuevo y único colegio que tenía permiso del Ministerio de
Educación de dar título de “Maestra superior” y además de bachiller para poder
ir a la Universidad, si así lo quería. Las internas, unas sesenta muchachas,
eran las dueñas de la comida a la hora del recreo y no tenían ningún problema
en compartirla. Con honor, doña Lucila menciona a una de sus compañeras
chocoanas, Dorila Perea, que sería abogada y luego la primera mujer gobernadora
del departamento de El Chocó.
En el Central se les trataba a todas por igual.
Ninguna era más que la otra económica o socialmente. Si algo pretendía la
Institución era precisamente la igualdad en todo. Más tarde, no todas serían
rectoras de la Escuela Anexa a la Normal de Señoritas de Rionegro, sino una:
Quien se destacara por su “responsabilidad y alto espíritu de estudio y por su
vocación para enseñar”. Y esa persona fue aquella alumna que no querían aceptar
en un principio: Lucila.
La señorita Lucila González Restrepo vivió la vida
de formación con dificultades y con responsabilidad. Para ponerse a tono con la
moda se peinaba hacia un lado su cabello se ayudaba con una porción de glostora
-hoy gomina- para durar peinada todo el día. Usaba medias veladas, como todas
sus compañeras -así tuviera no más de catorce años-. En el pueblo de Titiribí
era un escándalo, en la ciudad un signo de coquetería. Los anuncios
publicitarios en los periódicos y revistas comenzaban a funcionar para incitar
a las muchachas de ciudad a que conservaran su cutis de porcelana. Ya la firma
Palmolive cantaba en letra imprenta en una de las páginas de la revista Semana:
“Doctores probaron que dos de cada tres mujeres obtienen cutis más lindo en
sólo catorce días...” Y luego en cursiva: “Lávese la cara con jabón Palmolive y
dese un masaje de un minuto con su rica y cremosa espuma...Haga esto por la
mañana, al mediodía y por la noche.”
Otro anuncio de la revista se llevaba toda una página con la foto de la
actriz Joan Bennett y su testimonio sobre las bondades de la crema dental
Kolinos. “Usted también será kolynos-ista”. Y así el anunciante remataba el
mensaje: “Kolynos sabe bien, es deliciosa, lo dicen las estrellas más
famosas...” Pero las alumnas del Central
Femenino, venidas, en su mayoría, de lejanos pueblos y ciudades, no podían
darse ese lujo, andaban escasas de monedas.
El abuelo
de Lucila le mandaba algunos pesos y monedas cada mes, pagar la mensualidad,
costearse los útiles y utensilios básicos, para los pasajes en tranvía que
valía cada viaje cinco centavos. Los sábados al tocar la campana de fin de
clase, a las doce del día, salía para la calle Carabobo y allí compraba los
cuadernos, porque le resultaban más económicos (tenían que tomar nota todo el día
de todas las materias porque o no había o no les pedían textos, no se usaba ese
estilo de enseñanza).
Los primeros libros que formaron su biblioteca
personal eran conseguidos en las temporadas de feria, en una casona de La
Playa. Un ejemplar de las poesías del español Garcilaso de La Vega, que
conserva como una reliquia, le costó seis centavos. No se privaba de los
conciertos de la Sinfónica de Antioquia y sólo una vez, cuando le faltaban
pocos días para graduarse, invirtió diez pesos -todo el dinero de la
mensualidad- en el concierto del violinista gringo-judío Jehudi Menuhin, el
cual tuvo lugar en el Teatro Bolívar; el
instrumento preferido de Lucila era
- y es -el violín y quería estar en luneta para apreciarlo como nunca
antes, interpretado por un “niño prodigio”, tal como se le consideraba a Jehudi
en el ámbito musical, tras dar a conocer al público su primera gran composición
a los quince años de edad.
Lucila era una jovencita de gustos refinados y
discretos. No concebía para nada el calor de la guaracha o los atropellos de un
tema de carrilera y parece que todos los caminos la conducirían hacia un punto
relacionado con la música clásica, de orquesta. O más exactamente, de ópera. El
tiempo lo diría en julio de 1951, cuando tuviera veinticuatro años.
LUCILA SACABA TIEMPO PARA LEER
En ése su primer año de estudios en el Central
Femenino, hoy conocido como el CEFA, los cafeteros de su Titiribí, entre ellos
su señor abuelo, también caficultor, no podrían estar más contentos al saber
que pronto serían exportados más de treinta mil sacos de café y que de acuerdo
con un exportador experto en el asunto, en ninguna época de la historia la
industria cafetera había estado tan bien como entonces. Por otro lado, en el
mundo de las letras fue noticia el último libro de Albert Camus, El Extranjero
-una obra de carácter existencialista que narra la angustia y el sinsentido de
las personas durante la posguerra-. Mucho más cerca, aquí en Colombia había
sido elegido nuevo presidente de la república Alfonso López. Tres años después
murió una niña prodigio en el campo de concentración de Bergen Belsen. Era
nadie menos que la quinceañera Anna Frank, la misma que un año antes dejó un
diario como legado para la juventud en su refugio de Ámsterdam, en donde se
escondía con su familia de la persecución de los agentes de las S.S. por el
pecado de ser judíos. Todos esos libros eran los que comprabas Lucila con sus
ahorros y los leía con entusiasmo, amor y dedicación.
DE ALUMNA A MAESTRA
Transcurrían las semanas, los meses y los años
entre el pensum de ciencias sociales, filosofía de la educación, psicología,
matemática, geometría física, química, literatura, castellano, ortografía,
escritura y redacción, gimnasia, canto y costura, y dibujo; además de las
clases teórico prácticas de metodología y pedagogía. Todas tenían igual
validez, a ninguna -como sucede ahora con las matemáticas por encima de las
humanidades- se le concedía más
importancia que a la otra. De seis a doce del día y de dos a seis de la tarde.
¿Y a qué horas hacían las tareas, si esas muchachas
debían de llegar agotadas y sin deseos de abrir un cuaderno hasta el día
siguiente? Por la tarde, como a eso de las cuatro y media, en sus dos horas de
estudio y en completo silencio, sin ayudarse la una a la otra porque todavía no
entraba la moda de los trabajos en equipo, y bajo la supervisión de la
directora de grupo, se realizaban las tareas; aplicaban las inolvidables
pruebas y ejercicios de Diógenes Gil que era el profesor de física. Fórmulas de poleas y polipastos copiadas con
tiza blanca y amarilla en el tablero, para borrarlas al instante y preguntarles
a las alumnas: “¿entendieron?”
Los últimos años en el Central Femenino
significaron para Lucila su reto en el magisterio: Además de estudiar para las
materias básicas del bachillerato, debía ser maestra en cada uno de los niveles
asignados de primero a quinto de primaria de la Escuela Anexa al Central. La llenaba de nervios el solo hecho de
preparar las clases de cada una de las materias por dictar, de redactarlas,
pasarlas en limpio, para someterlas a revisión de la directora de la Anexa y de
la profesora del grupo de niñas con quienes haría la práctica, de su profesora
de pedagogía y metodología y obtener su
visto bueno como maestra idónea que estaba lista para comenzar a practicar.
Año tras año, recibía la evaluación de “aceptable”,
“bueno”, “muy bueno” hasta lograr la excelencia que sólo alcanzaría con la
experiencia. Sin ayudas, le tocó en la Anexa, además de dar clases todos los
días de las semanas asignadas, hacerse cargo de la disciplina, del aseo de las
aulas, del comportamiento de las alumnas, de las ventas de mango biche y cofio
que las niñas realizaban en los recreos. “De todo esto, las calificaciones
apenas nos alcanzaban para ganar el año, pues los testigos presenciales
calificadores eran muy exigentes: había delegado del Ministerio, delegado de la
Secretaría de Educación, delegada del Central Femenino, más la directora de
grupo de la Anexa”, recuerda doña Lucila.
LA LUZ DE LOS CUADROS SINÓPTICOS
Para la práctica, las iban rotando por grados en la
misma Anexa al Central Femenino, y como no tenían prelación por encima de las
compañeras que se quedaban en el Central, tenían que presentar también todos
los exámenes reglamentarios de cada asignatura.
El mayor desafío fue aquel ensayo-examen de:
“Cuatro siglos de producción literaria en Colombia”, en el que, en una hora y
por escrito, debían exponer lo estudiado durante todo el año, Su profesor de
Literatura -un reconocido periodista de la ciudad- les pedía dejar constancia
de todos los autores y obras sobresalientes en los períodos de la Conquista, la
Colonia, la Independencia y la República.
-¡Ah, no! Pero, ¡cómo así! ¡Usted no puede hacernos
eso! En una hora no somos capaces de escribir todos esos contenidos,
protestaron las graduandas indignadas. Acudieron a la rectora, doña Rosa
Echeverri de Trujillo, a la directora del grupo, Marina Jiménez, a los jurados
y representantes de las instituciones gubernamentales, y no obtuvieron ningún
beneficio; oyeron si, que “el profesor era dueño de su metodología y de sus
evaluaciones y sobre todo de esta, tan definitiva.
En medio del desconsuelo y el medio, un foco de luz
iluminó a Lucila en cuanto recordó aquellas palabras de su profesora de
Historia Universal del año anterior, cuando ésta le preguntaba cada mañana si
ya había hecho el resumen de la historia de los Luises de Francia en forma de
cuadro sinóptico, y Lucila le contestaba que no, porque no se creía capaz de
hacerlo, hasta que en una de sus clases ella le dijo al oído: “No se le olvide
que lo que un hombre hizo, otro hombre lo puede hacer”. A los dos días de esta
desafiante frase, Lucila entregó a la profesora el cuadro sinóptico completo,
sobre la historia de los Luises en Francia.
Aquel día de sus últimos exámenes que le daban el
pase para vivir y ser profesional, sobre todo, en ese momento de resumir un
historial humanístico y literario estudiado durante todo el año de 1946,
Lucila, después de muchos minutos de meditar en cada palabra de aquella frase,
que le sonaba repetidamente como un eco, se decidió a abrir llaves a cada uno
de los autores colombianos sobresalientes en cada una de las etapas de
desarrollo de las letras en Colombia, con sus obras respectivas al frente. El
cuadro sinóptico de las cuatro épocas, de ensayo, poesía, novela y teatro de
cada una y luego los autores y sus obras, se fue ampliando cada vez más, a
medida que su inspiración y entusiasmo del “soy capaz” le aumentaban. El
profesor la felicitó por la manera tan didáctica de referirse a los cuatro
siglos de producción literaria en Colombia y obviamente por lo completo del
cuadro.
De ahí en adelante consideró los cuadros sinópticos
como herramientas indispensables para sacar al alumno de todo ese laberinto de
fechas y nombres, acontecimientos y producciones, memorizándolas, hasta
rendirse. Jamás los olvidaría. A ella misma los cuadros sinópticos le aclararon
la mente, ya en pleno ejercicio profesional, cuando necesitaba resumir toda la
unidad sobre los géneros dramático, lírico, épico; sobre el ensayo y la
crítica, sobre el periodismo, la fábula etc., y sus principales exponentes.
Por eso, a todas las promociones que cursaban su
último año en el CEFA (antes Instituto Central Femenino) y se aprestaban a
recibir el grado de bachilleres, hasta 1991, año en que se jubiló, Lucila les
hizo el camino del aprendizaje más sencillo, al simplificarles en el tablero
toda aquélla teoría, en forma de cuadro sinóptico y después pasar a la
explicación correspondiente. Si alguna alumna quería ampliar la información,
tomaba nota de cuanto Lucila iba explicando. No había coacción, ninguna se
sentía en una competición entre profesora y alumna. El primer cuadro sinóptico
sintetizaba el género dramático, su origen en los griegos y los aportes de
Esquilo, Sófocles y Eurípides, los grandes trágicos, como ella lo había anotado
en el tablero en la letra cursiva y legible que la identificaba inmediatamente
como “letra de profesora”.
Igual ocurrió con la segunda, tercera y cuarta
partes. Todos estos ensayos sinópticos y evaluaciones por apreciación,
comparación y resumen, se convirtieron, años después en sus libros de texto:
“Serie Español y Literatura para todo el bachillerato”.
Por esa época habría sido imposible mirar su
cuaderno de notas, dado el carácter enigmático y respetuoso que posee todo el
material didáctico del maestro y por lo tanto, su figura entera. Hoy, vemos los
capítulos dedicados al tema que incluye: el teatro en la Edad Media, dividido
según el lugar y el momento de representación en lo religioso (el que se hacía
en el atrio de la iglesia y en vísperas de la Nochebuena) y el burlesco o el
propio de los bufones del rey, hecho en las fiestas de la corte. Más adelante, en ese cuaderno de notas
encontramos también datos esenciales sobre Víctor Hugo, José Zorrilla y Goethe,
clasificados dentro de la dramaturgia del Romanticismo y Jean Paul Sartre,
Albert Camus, Paul Claudel, Eugenio O´Neill y Tennessee Williams dentro del
período de la posguerra.
¿PSICOLOGÍA O LITERATURA?
-Señoritas, buenos días. Venimos de la facultad de
Letras de la Universidad de Antioquia y nos gustaría contar con su colaboración
para nuestro periódico-. Dos muchachos,
probablemente novios o amigos de alguna de las compañeras de Lucila, con el
caminar erguido de quien desea conquistar, el cabello peinado hacia atrás con
la misma qlostora de las muchachas y el halo de la Jean Marie Farina expandido
por cada poro de su cuerpo para dejar algún indicio de presencia masculina en
las aulas del Central Femenino. Hablaban con la voz firme, pero con la
inevitable timidez de quienes han sido benditos entre las mujeres por cinco
minutos. Miraban de un lado a otro, atentos a la primera que alzara la mano
para medírsele a escribir un artículo en su revista universitaria. Y solamente
una de ellas la alzó, la señorita Lucila González Restrepo.
-Yo les colaboro.
Esa noche se desveló dejándose guiar por las luces
de la psicología y la literatura, dos materias que le llenaban el alma. Lo que
en el periódico querían era un artículo de psicología escrito con la
sensibilidad de una de las adolescentes que estudiaba cerca de su edificio (San
Ignacio). Al día siguiente, Lucila le mostró su escrito al doctor Miguel
Roberto Téllez -su profesor de psicología, alumno en Francia de Piaget- y éste
le contestó:
-Esto tiene
más de literatura que de psicología. Le dio vergüenza. Se puso pálida, pero al
instante se reanimó. Lucila no perdió las esperanzas, y a los muchachos les
encantó el escrito. Le siguieron publicando uno a uno sus artículos y esto le
valió ese mismo día un algo en casa de una de sus compañeras. Luego de
compartir el triunfo con una taza de café con leche y galleticas de mantequilla
se sentaron frente a la radiola para escuchar dos y tres veces el bolero:
“Nosotros, que nos queremos tanto, que fuimos tan sinceros...”, ¡estaban de
moda los boleros que Lucila cantaba y sentía! Acto seguido sintonizaban la
emisora cultural de la Universidad de Antioquia para escuchar la hermosa voz
del presentador de programas culturales, Rafael López. Cualquier complacencia
musical les servía de pretexto para deleitarse oyéndolo...
ENSEÑAR POR EL PLACER DE APRENDER
Jornadas de Pedagogía mañana y tarde pulieron tanto
a la joven Lucila, que la llevarían, años después. a ser directora de la
Escuela Anexa de la Normal de Señoritas de Rionegro, un año después de haber
lidiado en Amagá y en Titiribí con un grupo de ochenta muchachitas.
-¡Niñas, atención! Este es el número tres. Uno más
uno, dos; y uno, ¡tres!
El número tres estaba aplicado de varias maneras en
una cartulina verde muy vistosa, pero fue imposible que fijaran la vista y
estuvieran atentas a la explicación de su joven maestra, acabada de graduar en
Medellín en el Instituto Central Femenino. Las niñas parecían embobadas con las
tórtolas que volaban detrás de su ventana. Lucila no sabía qué hacer para que
entendieran, y sintió por unos momentos como si hubieran sido en vano sus
estudios de pedagogía, metodología, aplicación de material didáctico,
psicología, etc. en el Central Femenino...Era su primera experiencia de
graduada con honores, como “Maestra Superior”. En el momento de su fracaso en
la motivación, reflexionó un momento. Dejó que las niñas disfrutaran su goce y,
ya más calmadas les preguntó:
¿Cuántos
pajaritos vieron volar allá afuera?
-¡Cinco! no, dos! ¡Mentiras no, tres! Una algarabía
frente al asunto de su distracción se formó durante la última media hora de
clase de matemáticas. Asunto suficiente para probar a Lucila en lo que apenas
era una experiencia nueva para ella. Puso a prueba su vocación por el placer de
aprender a enseñar y desde esa experiencia supo con certeza que llevar material
de enseñanza concebido desde la imaginación del maestro, como le habían
enseñado según los principios de los grandes como Ovidio Decroly, Pestalozzi,
Ferrière, María Montesori, etc., era inútil. Dedujo y aún hoy lo sostiene, que
el maestro, lo primero que tiene que ser es recursivo, imaginativo, creativo.
DIRECTORA EN RIONEGRO
De la Secretaría de educación le llegó a Titiribí,
el nombramiento para Rionegro, como la nueva Rectora de la Anexa y profesora de
pedagogía, psicología, metodología, historia y filosofía de la educación, de
las alumnas de último año de bachillerato normalista de la Normal de Señoritas.
Al llegar, la recibió su compañera y amiga del Instituto Central Femenino, Emma
Valencia, quien desde el año en que se graduó -uno antes que su colega Lucila-
ya dictaba Geografía y Biología a las de Séptimo, a esas cuarenta muchachas que
casi le igualaban en edad.
“Destaco en Lucila la nobleza de su compañerismo,
la sinceridad. Ella no tiene dobleces. Tiene una personalidad muy definida”, le
dijo Emma a la periodista, al cabo de cincuenta años de haberla conocido y de
hacerse maestras enseñando. Iguales conceptos sostenían sus otras compañeras de
la Normal: Pubenza Escobar, Gilma Marulanda, Fanny Upegui y otras...,
Como eran profesoras internas, hacían fila a las
seis de la mañana para bañarse con agua fría en las duchas del plantel. En esos
años, 1948 y 1949, no se tenían noticias de agua caliente en las duchas ni en
los lavamanos. Ya listas, alumnas y profesoras salían para la misa en el templo
parroquial, a dos cuadras de distancia.
Durante la homilía, dos caballeros las miraban con
intensidad…
-¿Quiénes serán?
-A la salida nos damos cuenta.
Ambos eran de apellido Arbeláez, familias muy
destacadas en Rionegro. Pasadas las semanas, ellos, el tío y el sobrino, se
convirtieron en los novios de Emma y Lucila.
El sobrino estaba feliz por haber sido aceptado por la joven directora
de la Anexa que ya escribía para el periódico La Mañana de Rionegro y orientó y
dirigió la aparición del primer número de la revista de la Normal de Señoritas
y la Escuela Anexa.
Las maestras de la Normal, ninguna pasaba de los 26
años, excepto la directora María Teresa Gómez que tenía treinta y cinco;
escribían en sus ratos de estudio, de siete y media a nueve de la noche -hora
en la que se acostaban-, después de jornadas dobles de ocho a doce del día y de
dos a seis de la tarde; escribían y preparaban sus clases a la luz de una
velita que cada una encendía en su mesita de noche, porque la electricidad
todavía no cubría los dormitorios ni las oficinas, era solamente para los
corredores.
-¿Qué reformas crees que necesita Rionegro?
¿Cuál es tu lectura preferida?
¿Qué opinas de la higiene municipal? -
Con estas preguntas se dirigió la señorita Lucila
González Restrepo a Maruja Arbeláez, Lucrecia Toro, Pepita y Berta Tobón, las
“damas ilustres” de Rionegro en aquél entonces, un sábado a las cuatro de la
tarde justo a la hora de tomar el algo. La recibieron con una taza de chocolate
caliente, pues la profesora Lucila las venía a encuestar sobre su estatus y las
soluciones que ellas proponían en pro del mejoramiento del pueblo, publicadas
luego en el periódico “La Mañana”, el 30 de octubre de 1948, destacada en la
página de Femeninas, con el título de Nueva encuesta a las damas de Rionegro,
por Lucila. No había necesidad de colocarle apellidos, pues todos conocían a la
Lucila que hacía entrevistas, escribía para la revista del periódico y era
profesora de la Normal, a sus veintiún años.
CRÓNICA DE UN VIAJE AL ECUADOR
Luego de ocho trimestres de adiestrarse en lo
académico para ser más adelante unas buenas maestras, las alumnas de la Normal
Superior de Rionegro tuvieron la oportunidad de pasar sus vacaciones de julio
como nunca lo habían hecho en toda su vida y como nunca lo olvidarían: Junto a
sus compañeras y profesoras hicieron una excursión por el Ecuador. Los detalles
del paseo quedaron impresos para siempre en un relato publicado por Lucila
González Restrepo un mes después de su llegada, en el periódico La Mañana de
Rionegro, dirigido por Julio Sanín, el diecisiete de septiembre de 1949. Y,
además, quedan las muchas vistas tomadas en cada lugar con “máquinas de
retratar”. “Vistas”, así se llamaban entonces las hoy conocidas como “fotos”.
Partieron de madrugada porque el camino era largo.
De Rionegro a Medellín, de Medellín a Pereira y Armenia; de Cali a Popayán,
después a Pasto. Luego, rumbo a Ipiales para conocer el santuario de Nuestra
Señora de Las Lajas; de quien dijo el escritor Primitivo Crespo: “Este
santuario es un milagro de Dios en el abismo” (profundidades del río Guaítara).
Y, por fin, el paso a la frontera con Ecuador:
un letrero inmenso en la carretera, que decía “Bienvenidos al Ecuador”.
Según consta en aquella crónica de viaje de Lucila:
“Sólo se
oyen frases cortadas, conversaciones mal hilvanadas, gritos de entusiasmo,
coros que entonan casi al unísono los himnos nacionales de los países hermanos,
se ven gestos alegres, ojos inquietos, rostros festivos... País en donde hay
contrastes que embellecen la vida: Montañas ausentes de vegetación, ciudadanos
de grandes merecimientos; suelos ondulados, pensamientos rectos de sus gentes.
Ecuador, país hermoso con ciudades caprichosamente construidas como Quito, su
capital, que entrega al viajero el recuerdo de tiempos idos traducido en viejas
construcciones, y el pensamiento vivo y moderno de sus actuales hombres de
ciencia en magníficos edificios, quintas y avenidas...”
Así escribía, entonces, Lucila.
Fue obviamente, y así estaba previsto, una
excursión turística por todo el país, que incluía, si se les presentaba la
oportunidad y lo deseaban, intercambio amistoso. Sin embargo, así fuera de
vacaciones, maestras y alumnas casi de la misma edad, debían ceñirse a un
reglamento no especificado claramente antes de viajar: Del hotel a los sitios
de interés histórico y de ahí, de nuevo al hotel. No separarse del grupo, casi
que tomadas de las manos para que se distinguieran como provenientes de una
institución educativa respetable y jamás salir a los parques públicos a citarse
con desconocidos. Cumplieron la primera parte al pie de la letra, tal como lo
deja ver la crónica de viaje de Lucila al describir con belleza las demás ciudades
y provincias del Ecuador.
Justo en una calle quiteña fue donde la profesora
Lucila se robó el corazón de Miguel Ángel Albornoz, aquél apuesto estudiante de
Derecho que para no perderla como una corta y luminosa aparición, decidió enamorarla
con el verso de sus cartas desde la noche antes en que se despidieron, con una
promesa de volverse a ver muy pronto, porque ella debía inevitablemente
regresar a Colombia y continuar con su vida de maestra.
A la semana de haber regresado a Rionegro, un sobre
largo de papel mantequilla con una estampa del presidente del Ecuador, pegada
en la tapa del remite, la sorprendió. Lucila recuerda cómo durante un año
(fuera en la Normal de Rionegro primero, y después en la finca de su abuelo en
su Titiribí del alma, a la que debió regresar por motivos que en lo corrido de
esta historia explicaré después) presionó contra su pecho aquella carta y las
siguientes en cuanto las terminaba de leer, entre suspiros.
Todo iba muy bien hasta la vez en que recibió un
sobre más largo y grueso que los anteriores. ¿Qué podría contener? Mil flores
que halagaban su belleza y su donaire, y mil rodeos convertidos en razones para
hacerse digno de convertirse en su fiel y amado esposo. En la última página le
dijo por fin que el mes próximo vendría a casarse con ella. Miguel Ángel
Albornoz (hoy, abogado y miembro de la Academia de Historia de Ecuador) no
soportaba la distancia. Pero estas palabras en lugar de atraer a Lucila, la
hicieron enmudecer. Lucila nunca más le volvió a responder una carta. La sola
idea del matrimonio la llenaba de zozobra. Cincuenta años después confiesa
haber estado enamorada “del encanto de las palabras, casi poéticas” que
utilizaba el ecuatoriano para dirigirse a ella y que en la actualidad emplea en
su trabajo como reconocido historiador.
EL NUEVE DE ABRIL EN RIONEGRO
El tiempo en la Normal Superior de Rionegro fue muy
corto... Raros acontecimientos... Nadie, francamente, lo esperaba... Sucedió en
diciembre, dos meses después del viaje al Ecuador. Claro que las cosas ya se
veían venir (desde hacía tres años 1946), cuando la violencia en Colombia se
había desatado con la subida al poder del presidente conservador, Mariano
Ospina Pérez, después de muchos años de gobernar el país presidentes liberales.
Se atacaba a los liberales por el simple hecho de ser liberales y a los
conservadores por ser conservadores, como en la época en que le tocó vivir a
don Braulio Lorenzo Restrepo, el abuelo de Lucila. Pero resulta que esta vez
los bandoleros eran todavía más peligrosos y se les llamaba “chusmeros”, por
asesinos e incendiarios.
Y aunque a Rionegro apenas llegó la noticia, por
radio, del nueve de abril (año 1948) el pueblo no se salvó de un incendio a los
pocos días del “Gaitanazo” (nombre dado a la revolución y destrucción ocurrida
en Bogotá por causa del asesinato del líder Jorge Eliécer Gaitán). A la una de
la tarde profesoras y alumnas de la Normal y la Escuela Anexa, en su hora de
descanso, tenían prendido el radio. Pese a estar a casi a dos horas de Medellín,
la señal se oía perfectamente. Esa tarde fue imposible dictar una sola clase.
¡Ya era inevitable!, los chusmeros se apoderarían en cualquier momento de todo
lo que no les gustaba de aquella población liberal del oriente antioqueño.
-¡Alerta! ¡Los bandidos ya vienen!
-¡Ya viene la chusma, ya viene la chusma! Se oía a
las once de la noche por todo el pueblo y en los corredores del colegio, en las
escalas del atrio de la iglesia, en las heladerías, en la plaza y en la casa
del que entonces fuera considerado el más importante periodista y representante
de las letras en Rionegro, el conservador Miguel Arbeláez Sarmiento. Y por su
casa, en la esquina de la plaza, comenzó el incendio...Las alumnas y profesoras
de la Normal Superior, entre ellas, Lucila, estuvieron toda la noche ayudando a
los vecinos a trastear sus enseres para librarlos del fuego. A la media noche
el sacerdote Mejía salió furtivamente, burlando la vigilancia de los chusmeros,
hacia Medellín a pedir ayuda al Cuerpo de Bomberos. Al amanecer, cuando llegaron,
ya toda la cuadra estaba destruida.
POR EL PECADO DE SER LIBERAL
La crisis aún no afectaba a las maestras y ellas
reanudaron sus clases dos días después, conscientes de la problemática de
violencia por la que atravesaba el país en esos momentos, y explicándoles a sus
alumnas lo sucedido detalladamente, pero ajenas a lo que en el instante menos
esperado pudiera pasarles al respecto. No se imaginaban en el pellejo del
alcalde, ni en el de otro funcionario público susceptible de ser asesinado o despedido
de su puesto de trabajo por sus ideas políticas.
Un día, Lucila González, Emma Valencia y las demás
profesoras, entre liberales y conservadoras fueron invitadas al coctel de
bienvenida ofrecido en la Casa de la Convención de Rionegro al doctor Carlos
Lleras Restrepo y a un grupo de dirigentes liberales que lo acompañaban desde
Bogotá. Conversaron con ellos y no se fueron sin antes pedirles que les
firmaran un autógrafo en sus libretas de apuntes. Por aquella noche todas
tuvieron el privilegio de ser “bellas e inteligentes” para estos reconocidos
personajes del gobierno nacional.
Lucila…una tarde, cuando menos lo pensó, vio
sentada en uno de los puestos de atrás de la sala de la Normal Superior a una
señorita nueva para ella. Tomaba nota de cuanto hablaba Lucila y no se metía
con ninguna de las alumnas. Lucila comenzó a sospechar del porqué de su
actitud, le preguntó quién era y qué estaba haciendo allí. Sin rodeos le
contestó que era la nueva profesora.
-¿Cómo así?-
-Así como lo oye, señorita Lucila. Yo soy quien la
va a reemplazar de hoy en adelante, por decreto de la Secretaría de Educación;
dos días después le llegó a Lucila el telegrama del gobierno que la declaraba
insubsistente. La Junta directiva de la Normal se reunió de inmediato y para no
perder a la joven maestra, la nombró en la Tesorería de la Normal, pero dicho
nombramiento tampoco recibió el visto bueno de los señores de la educación en
Antioquia. Era liberal y los puestos eran para los conservadores.
. Se le acusaba de haber estado en reuniones y
cocteles con los liberales. Sin embargo, y a pesar de haber estado ellas
también, a las conservadoras no las destituyeron de su cargo.
LA TÍA Y MAESTRA, MARUJA
-Usted, niño, que vive cerca, dígale a la mamá de
este muchachito que hoy llega un poquito más tarde. Nos vamos a quedar
estudiando lectura hasta que aprenda. Le
dijo Maruja Restrepo, la tía de Lucila y maestra del pueblo de Titiribí, a un
niño de una de las veredas, que aún no era capaz de leer la frase completa de
mi mamá me mima ni muchas otras frases de la cartilla La Alegría de leer, la
cartilla guía en la que todos los niños de la época y de épocas anteriores,
aprendían a identificar las primeras palabras y frases.
La clase de lectura fue interrumpida por una visita
inesperada.
-Maruja, ¿cómo está?
-¡Lucila, usted tan pronto por aquí!
-Estoy de vuelta. Usted sabe que no es por culpa
mía sino por la situación del país, tan complicada por los azules y los rojos
(así se reconocían los partidos: rojo, liberal; azul, conservador)
-¿Y Emma Valencia, su amiga y compañera?
-Le pasó lo mismo. La destituyeron. Pero ella se
fue para Medellín a estudiar mecanografía, taquigrafía y contabilidad. Las
otras tres se fueron para sus casas.
Emma no hizo sus estudios técnicos en vano. A su
profesor le gustó tanto su desempeño práctico en un negocio de Guayaquil, que
en menos de lo pensado se la llevó a trabajar a una fábrica de gaseosas, como
cajera. Demostró ser infalible en las cuestiones de los números. A los dos
meses la llamaron de la escuela Modelo, para dictar clases de Lenguaje. También
había sido diestra en estas lides del saber. Estuvo en la Escuela Modelo diez
años.
Los dos siguientes y últimos de su magisterio los
pasó donde inevitablemente el destino la llevó: al Cefa. Pudo desenvolverse nuevamente
en las áreas de Historia y Geografía, como en su primera experiencia
magisterial en la Normal Superior de Rionegro. Tuvo la fortuna de aprovechar
esos fugaces dos años de la mejor manera posible. Sabía que más tarde su lugar
ya no estaría en los tableros de las aulas sino en el trajín diario de toda un
ama de casa. Y así fue. Se salió del Cefa para poder casarse, y sus alumnas
nunca más la volvieron a ver. De ahí en adelante se dedicó de cuerpo y alma a
su marido y a los deberes domésticos. Lucila fue a visitarla entonces, a su
nueva casa ubicada en El Palo con Ayacucho, recién contraídas las nupcias,
trece años después de haberse despedido en el internado de la Normal de
Señoritas de Rionegro.
Maruja recibió a su sobrina Lucila con amor, pues
volvía a la casa de sus abuelos y sus tres tías que la habían criado y educado.
Le ayudaba a la tía a preparar las clases y hasta les dabas clase a los
alumnos. La jornada de la tía Maruja aún no terminaba. Salía a las cinco de la
tarde, y luego, de ocho a diez de la noche otra vez en la escuela. Más
paciencia y cordura para enseñarles de manera gratuita, a leer y escribir a los
trabajadores de las fincas vecinas y a sus esposas en el programa que ella
misma había ideado como La escuela nocturna. Y sin ninguna remuneración.
Fredonia y Titiribí serían los primeros municipios
del departamento en que la maestra Maruja (de veinte años) pondría en práctica
este singular tipo de enseñanza gratuita. El objetivo fijado desde un principio
no se dirigía a proporcionar unos resultados cuantitativos. No se trataba de
quedarse habilitando porque el promedio no les daba para pasar el año derecho,
o resignarse a repetirlo, porque se habían perdido tres o cuatro materias. A
Maruja le interesaba más el alumno como tal. Su objetivo era que finalmente
culminara con exactitud los conocimientos impartidos.
“Era la vocación de servicio”, dice doña Lucila con
un nudo en la garganta al acordarse de lo que Maruja representó para ella. Pues
cada vez que hace bien las cosas, se siente como haciéndolas en su nombre.
“Maruja (quince años mayor que su sobrina), murió a los cuarenta y ocho años de
edad y treinta de servicio en el magisterio. Yo ahora cuando escribo o doy una
clase o una conferencia, pienso en ella. Maruja es un paradigma de la educación,
paradigma de tía-mamá y paradigma del servicio a todos...”
-Lucila: Mientras califico estos exámenes, dales
clase de canto a estas muchachitas
Lucila no se
atrevía a preguntarle cómo lo hacía ni por dónde empezar, ni Maruja la
asesoraba en nada. Sencillamente la señorita Lucila les enseñó a entonar cada
una de las notas de la escala musical- como lo había aprendido en el Central
Femenino con los maestros Carlos Vieco y Jaime Santamaría - en el orden de
siempre DO, RE, MI, FA, SOL, LA, SI, DO; luego, una cancioncita de esas que
ella había aprendido en su colegio: “Fray Santiago, fray Santiago, ¿duerme
usted? ....”
Maruja Restrepo confiaba plenamente en las
capacidades de su sobrina y por eso nunca vio la necesidad de indicarle el
camino.
-Lucila ¡Tanto tiempo sin verte!...
-Hola, Elí.
Respondió Lucila a Elí Posada Vélez, su más sincero amigo desde la
infancia. Aún son entrañables amigos.
El estar de vuelta en Titiribí, le había
significado también un reencontrarse con sus viejas amistades en el parque y en
los cafés de la plaza. Supo que Oliva, su amiga en los tiempos de estudio en la
Presentación de Titiribí, estaba en el colegio del Sagrado Corazón de Medellín
estudiando Arte y decorado, y que Darío Vélez, “el piernipeludo” vivía en
Medellín.
NÚMEROS, ENCUENTRO, NOVELA Y POESÍA
El doctor José Manuel Mora Vásquez y doña Jesusita
Vallejo, su esposa, eran buenos amigos de la Normal de Rionegro a donde iban de
paseo desde Medellín. Pasados los años, después de ser despedida de su trabajo
por el gobierno conservador, él le entregó a Lucila una bella carta de
recomendación para que le dieran trabajo en la Empresa Everfit, en la oficina
de Contabilidad, cuya labor consistía en registrar los códigos de los
diferentes tipos de paño, revisar cheques y atender a los pedidos. Lucila
empezó a trabajar con empeño, pero la rutina y la monotonía la llevaron al
aburrimiento. “Hacer facturas y cosas de ésas... Todo el día uno sentado en un
escritorio…” Dice doña Lucila. Su rendimiento era la décima parte de lo que
todo el mundo podía rendir. A los tres meses el gerente, doctor Ángel, la
despidió con el sensato y suave argumento de “usted no sirve sino para ser maestra
y escribir. Aquí está su liquidación”.
Salió de Everfit como si le hubieran quitado un
peso de encima. Caminó desde Ayacucho con Palacé, donde quedaban las oficinas
de la Gerencia, hasta llegar al atrio de la iglesia de La Candelaria, el templo
que siempre ha amado, a oír misa. Ya, sin trabajo, se fue a la casa de sus
abuelos.
Pasó casi todo el año, pues la habían despedido en
Semana Santa de 1950, año en que murió su abuelo don Braulio, y un día, en un
viaje de Titiribí a Medellín, en el atrio de La Candelaria se encontró con el
doctor José Manuel Botero, conservador, su profesor de Geografía en el Central
Femenino, y luego Secretario de Educación del Departamento, y quien les
obsequió de regalo de grados a sus alumnas el nombramiento como maestras en donde
se sintieran mejor.
Aquel saludo ocurrió a los pocos días de haber
llegado de Europa el doctor Botero. Lucila le contó, en el atrio de la iglesia,
todo lo que le había pasado. Lo de Rionegro, sus ocios y sus actividades en
Titiribí, su rutinario trabajo en Everfit.
-¡Me echaron, doctor!
-No puede ser.
De inmediato se fue con ella hasta el despacho del
señor Secretario de Educación del Departamento muchísimo más conservador que él
y le dijo:
-A esta muchacha la echaron por liberal. Ella es
muy buena maestra, lo sé yo, que la conozco muy bien. ¡Me la nombra ya!
A los tres días, Lucila era maestra en la escuela
Caracas de Medellín, y en las horas de la tarde subía las escalas del edificio
del Paraninfo de la Universidad de Antioquia para recibir su primera clase de
especialización en Letras. En el aula contigua al Paraninfo, segundo piso,
había diez muchachos y dos mujeres. Ese era el grupo que iba a especializarse
con profesores de la talla del doctor Juan de Garganta, español.
En aquel tiempo, la mayoría de las jóvenes se
conformaban con obtener el título de normalistas. Ejercer el magisterio le daba
estatus social a la mujer en aquella época y con ello le bastaba.
Pero Lucila amaba el conocimiento y se propuso
aprender lo que de pequeña la había fascinado en los atardeceres de Campoalegre
y en las clases de costura de sus años en La Presentación.
-“Antes de haberme apasionado por mujer alguna,
jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios
embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las
miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios
no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal,
que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo
como la llama sobre el leño que la alimenta”.
“Cuando los ojos de Alicia me trajeron la
desventura, había renunciado ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En
vano mis brazos -tediosos de libertad- se tendieron ante muchas mujeres implorando
para ellos una cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi
corazón”.
“Alicia fue un amorío fácil; se me entregó sin
vacilaciones, esperanzada en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó en
casarse conmigo en aquéllos días en que sus parientes fraguaron la conspiración
de su matrimonio, patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la
fuerza. Ella me denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi
desgracia se opone a tu porvenir”.
“Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia
y el juez le declaró a mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una
noche, en su escondite, resueltamente: ¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos!
Toma mi suerte, pero dame el amor.
¡Y huimos!
Aquella noche, la primera de Casanare, tuve por
confidente al insomnio”
(Apartes de la obra La Vorágine”.
Rubén
Arango, el profesor de Literatura Colombiana, había terminado de leer esta
primera página de La Vorágine, en su primera clase y en el tono de voz
apasionado que lo hubiera hecho el autor José Eustasio Rivera, transportado por
las frases alusivas a la huida de Alicia y Arturo y por el paisaje de Los
Llanos, se disponía a pasar a la segunda página, cuando una de las voces
femeninas le preguntó:
-Profesor, ¿Quiénes son los protagonistas?, ¿qué
les pasó?
Y “Azor”, como lo conocían más comúnmente sus
lectores en la columna que escribía para El Colombiano, le respondió:
-Señorita Lucila: Sólo quiero que ustedes, como yo,
también se dejen llevar por el contenido y estilo narrativo de nuestros
autores. En cuanto leamos por completo la historia de La Vorágine, será cuando
nos daremos cuenta del final. Por ahora, pasemos a la segunda página.
La clase de Literatura Colombiana, Literatura
Española y Literatura Universal se les iban en un soplo; los profesores
Marceliano Posada y Juan De Garganta, han sido inolvidables para doña Lucila.
Para ser estudiante de Letras se necesitaba tener sensibilidad, amar la
literatura y compartirla oralmente (ya fuera en el aula de clase o en la cabina
de la Emisora Cultural de la Universidad de Antioquia, donde en más de una
ocasión solicitaron por medio de la
profesora de ortografía Bernarda Arredondo de Uribe que Lucila
leyera algunos poemas en el programa de los estudiantes), sin previos
análisis de la corriente a la que pertenecía el autor ni de la forma como
estaban estructurados los párrafos, ni de las figuras literarias presentes de
principio a fin. Cada sesión consistía en una lectura en voz alta de la obra
correspondiente a poesía o novela, por parte del profesor y en otras ocasiones
de algún alumno, conversar sobre el argumento y luego concentrarse en escribir
-eso sí con mucho estilo- un análisis sobre lo leído. El naturalismo,
romanticismo y existencialismo vendrían posteriormente, tras haber leído, después
de adentrarse en profundidad en las vidas y obras completas de Jorge Isaac,
H.G. Wells, Balzac, Marcel Proust Vicente Aleixandre y Albert Camus. Doña
Lucila lo dice ahora, sin remordimiento de conciencia, que en la universidad
fue cuando empezó a leer en profundad, aunque ya llevaba las bases de
asimilación y comprensión, ejercitadas durante el tiempo estudiantil en su
amado Central Femenino. En los rincones del laboratorio de química, leía con
delicia y casi al escondido los libros que le prestaban en la biblioteca. Pero
las profesoras aprendieron el escondite y de allá la llevaban a clase al salón.
Estoy de acuerdo con todo lo mejor de las teorías
literarias porque soy ecléctica, abierta a todo lo que pueda enriquecer la
inteligencia y fortalecer el carácter. Pero sabiamente dosificadas. Una persona
de mente cerrada, que generalmente son los tercos, que sólo se ciñe a lo
teórico o a lo práctico nada más, o a un solo tema, o a una sola corriente
literaria, o a un solo estilo, a un sólo escritor-, tendrá un abanico muy
pobremente abierto para comparar, juzgar y seleccionar, y no tendrá los
suficientes parámetros para fortificar su criterio, su selección de estilo.
LLEGA UN TENOR... LLEGA EL AMOR
Era febrero
de 1951, Leonardo García, un joven violinista de la Orquesta Sinfónica de
Antioquia, OSDA, a quien Lucila había conocido en uno de tantos conciertos a
los que asistía cada fin de mes y cuya relación de amistad se fue
intensificando con el tiempo hasta volverse novios, siempre la invitaba a cada uno de sus
ensayos con la Orquesta dirigida por el
maestro austriaco Josef Matza en el Instituto de Bellas Artes; otras, la
recogía, al atardecer, a la salida de clases, en el Paraninfo de la universidad.
Se querían sin afanes y se tenían toda la fe del mundo, como los amigos que
siempre habían sido desde 1946. Esa tarde del doce de febrero de mil
novecientos cincuenta y uno, Leonardo seguía en sus ensayos en el Palacio de
Bellas Artes propiedad de la Sociedad de Mejoras Públicas, situado en La Playa
Mientras Lucila lo esperaba, le llamó la atención un señor elegante, bien
vestido y de ademanes caballescos, que entraba a Bellas Artes: era el maestro
Luis Eduardo Chaves Becerra, un tenor lírico operático bogotano que venía de
México, donde permaneció seis años becado por el Gobierno Nacional para que
estudiara canto, dirección coros y dirección de ópera en la Escuela de Bellas
Artes de ciudad de México, y ahora estaba en Medellín, invitado a una gira de recitales
por todo el país. Conoció a Lucila, la invitó a sus recitales y tomó la
decisión de casarse con ella.
EL MAESTRO LUIS EDUARDO CHAVES
Ahora, , Lucila siente la nostalgia de aquéllos
tiempos musicales; agrega que el maestro Chaves decía: “tenemos muy olvidados a
los niños”, mientras que en otras partes del mundo su talento artístico se les
explota casi desde que nacen. Alguna vez, el maestro trató de impulsar esa
idea, pero no lo entendieron porque no se trataba de política y él no era un
político. Él ve los esfuerzos del nuevo Ministerio de Cultura, pero sigue
ratificando que mientras no se piense en los niños, todo será muy difícil. Está
bien que los adultos vayan a conciertos, pero… si no van los niños... De ahí
nace el creador, la persona amante de la cultura”. Cuando estudiaba en el liceo
La Salle de Bogotá, la situación era distinta. Recuerda que salían al escenario
todos a cantar cada domingo en la misa matinal, no solamente en giras
especiales. Sus profesores franceses le infundieron al maestro Chaves ese amor
por la música.
Su experiencia musical y didáctica en México y años
después en Europa le sirvió para darse cuenta, además, de lo poco que valoramos
lo nuestro y de lo mucho que los mexicanos destacan a los de su propia tierra.
Por eso los admira. “Ellos se preocupan más por ellos que por los de afuera.
Son muy educados. Defienden mucho sus ideas y composiciones. Aquí somos
envidiosos, egoístas”. Cuando viajó a
Viena a un congreso de cultura, dice que todas las naciones enviaron un solo
representante. “Nosotros enviamos siete. Los demás países, únicamente al
embajador”.
Se siente profundamente indignado por la falta de
apoyo musical en la actualidad, por la degradación de la música moderna y por
la condición de los maestros. “Algunos maestros no se preocupan por enseñar y
mostrar cultura, y menos aún, cultura musical... Los profesores eran gente muy
importante. Por eso les teníamos un sitio muy especial. El maestro era muy
respetado en los pueblos y ciudades porque eran modelo de sabiduría, cultura,
buenos modales…. La gente los quería mucho; dice el maestro Chaves, como lo han
conocido cientos de sus alumnos en el Instituto de Bellas Artes, en la Academia
Mozart, fundada y sostenida por él al regreso de Europa, como centro musical y
artístico, sin auxilios de ninguna parte. Lo mismo que en las Casas de la
Cultura que él fundó en algunos pueblos de Antioquia como Rionegro, Marinilla,
Sonsón, Yarumal. Su músico clásico preferido es Mozart, pero ha interpretado
arias de óperas de muchísimos otros autores españoles, alemanes, italianos,
etc.
Después de su larga y rica existencia, hoy el
maestro Chaves disfruta con sabiduría cada minuto de su jubilación. Sale con
Lucila a las nueve de la mañana, para ir la misa en el Templo de la Candelaria,
luego van a tomarse el primer tinto antes del mediodía y bien cargado, en El
Astor. El resto de la tarde, el maestro Chaves se lo dedica al piano y a su
familia, y por supuesto, a repasar las partituras, y Lucila a investigar sobre
el idioma español que tanto ama y que tanto ha escrito sobre él en columnas y
artículos de periódicos y revistas.
LAS SORPRESAS DE LEONARDO
A Leonardo, el violinista de la Sinfónica, nunca se
le pasó por la mente lo que podría ocurrir si algún día Lucila y el maestro
Luis Eduardo se conocían a fondo. Se sentía seguro.
Lucila, en el momento en que lo vio entrar a Bellas
Artes, al preguntar quién era, le dijeron que cantaba y que acababa de llegar
de México; se lo imaginó uno de Los Panchos. Lo sentía petulante y lejano, con
esa pose de superioridad que se dice, caracterizaba a todo cantante
famoso. A partir de ese día le molestaba
tenérselo que encontrar, cuando arrimaba por su novio Leonardo. Pero días
después, Lucila, invitada por el maestro, decidió ir al primero de los
recitales del tenor lírico Luis Eduardo Chaves, en el Teatro Bolívar. Y qué sorpresa cuando Lucila escuchó su voz
lírica al compás del tecleo de Oh Cara Imagine (un fragmento de la ópera La
flauta mágica) en aquel piano de cola, acompañado por la gran pianista alemana
Hilde Adler.
Lucila no pudo negar que le encantó la elegancia
del maestro Chaves, y más con traje de gala, en el escenario del Bolívar.
Pasada su presentación, ambos tuvieron la oportunidad de conversar un rato
sobre la relación de los mejicanos con la música, las diferentes
manifestaciones artísticas y literarias de la época y la arquitectura que había
visto en Medellín, ciudad a la cual no conocía. Luis Eduardo Chaves Becerra,
era un tenor lírico egresado de la Universidad Nacional de Bogotá, con un bagaje
intelectual producto de seis años de estudios de dirección de canto y coros y
dirección de orquesta y ópera en ciudad de México, de sus lecturas y de sus
posteriores especializaciones en Viena, Berlín, Italia, España. Detrás de la
historia de Beethoven, Mozart y Bach y de su experiencia como concertista de
música clásica por Centroamérica, cada tarde, luego de aquél recital y una hora
antes de que Leonardo concluyera con su violín, la deslumbraba más el tenor.
Luis Eduardo ya la empezaba a tratar con deferencia, ya se mostraba galante,
mas no le decía al oído nada comprometedor. Un poco después, el maestro confesó
que se había sentido atraído hacia ella principalmente por su inteligencia,
cosa que le parecía rara de encontrar en la mayoría de las mujeres bonitas de
entonces. El quedarse conversando un rato con el maestro Chaves en la espera de
cada ensayo se volvió costumbre. Leonardo, el violinista, no sospechaba nada,
seguía queriéndola como nunca.
Con el
maestro Luis Eduardo, Lucila no supo nunca lo que era una serenata de balcón ni
una noche dedicada exclusivamente a bailar chachachá en alguno de los griles
del centro de Medellín. Sus salidas, como su relación, se centraron básicamente
en sus afinidades artísticas y literarias y en el gusto por lo sobrio, lo
tranquilo.
La empatía entre el Maestro y Lucila se hizo tan
fuerte, que una noche, en cuanto Leonardo García hubo terminado de tocar los
últimos acordes del violín, Lucila se le acercó para decirle algo que quizás no
entendería en un comienzo y de lo cual se recuperaría al cabo de los años.
“Cómo decirle que ya no era la misma”.
En segundos, casi sin darse cuenta, ella le dijo:
-Leonardo, debemos terminar. Me enamoré de Luis
Eduardo y en unos meses nos vamos a casar.
No hubo vestido nuevo, ni hora, ni día fijo hasta
la víspera de aquel veintidós de julio de mil novecientos cincuenta y uno...
Hacía ocho días había llegado a presentarse en exclusiva el gran pianista
caleño formado en Francia, maestro Antonio María Valencia y, lógicamente, al
maestro Chaves le tocaba atenderlo porque era su gran amigo. Así que, en la
tarde de aquel matrimonio realizado a las seis de la mañana, el maestro Chaves
se fue al Aeropuerto “de las Playas”, como se llamaba antes el viejo campo de
aterrizaje.
No habían comprado casa ni apartamento y no tenían
hotel para la noche de bodas. Aún no tenían la certeza del sacerdote que los
pudiera casar; tocaron las puertas del Despacho Parroquial del Templo de La
Candelaria, en el Parque Berrío. El maestro Chaves entró y dijo:
-¿Padre, puede casarnos mañana temprano?
El maestro Chaves le explicó al sacerdote quiénes
eran, qué hacían, por qué no se casaban según las normas sociales, etc. Le
aseguró que no había pasado nada raro, que quien iba a ser su mujer era virgen
y que el matrimonio era por amor y no por obligación; el sacerdote le explicó
el atropello moral y sus consecuencias, si todo lo que le había contado no era
verdad. El mostró Chaves juró. En la primera eucaristía del día, a las seis de
la mañana de un domingo, se realizó la ceremonia.
Únicamente les quedaba por arreglar el asunto de
los padrinos. Pero esto si fue todavía más fácil, puesto que al maestro Chaves
le bastó con darle una llamada al violinista de la Sinfónica de Colombia,
Antonio Arauz, su amigo, de paseo en Medellín, y de inmediato les dijo que sí,
que no había ningún problema y Lucila le pidió el favor a su compañera de
trabajo, Isabel Céspedes, quien lo hizo con mucho gusto.
Esa noche
les tocó dormir separados. A Lucila en casa de su amiga Isabel, porque ya había
entregado las llaves del apartamento donde vivía en Bolivia con Sucre, en la
“Casa de la Empleada”), y al maestro Luis Eduardo en el hotel del centro
(carrera El Palo con calle Colombia) en la que vivía desde que llegó a
Medellín. A partir del día siguiente, lunes, las cosas darían otro rumbo,
cuando a primera hora de la mañana pasaran a abordar el vuelo para Bogotá.
Los motores del bimotor con destino a la capital
comenzaban a dar la sensación de vértigo en los oídos de los pasajeros, por lo
cual cada uno debía equiparse oportunamente de un par de algodoncitos, mientras
el avión despegaba de la pista del Olaya Herrera, (antes Aeropuerto Las
Playas), el único aeropuerto existente en aquél entonces en Medellín. Para los
acostumbrados a viajar, como el maestro Chaves, volar en avión era todo un
placer. Ese sube y baja constantes, ese panorama entapetado por diferentes
colores que da al pasajero el privilegio de sentirse omnipotente en las alturas
apreciando el paisaje de montañas, casas, carros, tranvía y personas como si
fueran piezas de un juego, como tierno hormiguero, y luego, las nubes…. Para
Lucila en cambio, significó el comienzo de una pesadilla sin fin. Era la
primera vez en su vida que se subía a un avión, no los conocía, y le daba temblor
cuando el maestro Chaves trataba de calmarla hablándole suavemente y dándole
ternura.
Doña Lucila aún recuerda aquellos quince días de
luna de miel en Bogotá, como un verdadero desafío a sus costumbres antioqueñas
adoptadas desde la cuna. No era lo mismo el tradicionalismo vivido en Medellín,
que el recetario de formalismos aprendido de memoria por los habituados al frío
de la sociedad capitalina. Permanecieron toda la temporada de vacaciones en la
casa-quinta de la mamá del maestro. Allá vivió siempre con su par de hijos que
veían por ella. Uno de ellos ejercía la ingeniería y el otro, un artista de
fama. El padre había fallecido cuando Luis Eduardo aún no cumplía los quince
años.
LUCILA, EL AMA DE CASA
Al mes de casados, la firma alemana de Electrónica Deutsche
Gramophon presentaba para la Feria alemana de la música, que tenía lugar en la
ciudad de Dusseldorf, el primer disco de larga duración (long play) que giraría
a una velocidad de treinta y tres revoluciones por minuto. En los años
siguientes el maestro Chaves ya podía darse el lujo de escuchar sus óperas
favoritas en uno de estos discos de larga duración.
Como Lucila tuvo que dejar de ser profesora, porque
era un escándalo que las señoras casadas trabajaran, se dedicó a ser ama de casa. – Estudiaba y deducía cuáles
eran los métodos correctos de preparación de las comidas, de acuerdo con lo que
había visto en la finca de sus abuelos y una cartilla de recetas que le
regalaron
Como ama de casa doña Lucila González de Chaves
aprendió a servirle los frisoles con carne de res, arroz, chicharrón, tajadas
de maduro y jugo de lulo. Todo ello, hasta lo más sencillo, siguiendo un
recetario de cocina. Le dolió en lo
hondo de su corazón tener que dejar su trabajo de maestra para cumplir con la
misión de atender a su esposo y dedicarse a las labores domésticas.
El maestro Luis Eduardo Chaves Becerra sólo le
permitiría volver al magisterio al cabo de un tiempo, cuando sus cuatro hijos
ya hubieran recibido la crianza suficiente. Doce años después del matrimonio.
“Aún en 1951
era escandaloso que una mujer casada trabajara o estudiara. Pero era tal mi
enamoramiento y deslumbramiento, que no me importó. Asumí de un momento a otro
el rol de señora casada sin tener ningún entrenamiento y sin saber nada de
cocina, ni de casa, ni de mercar... Él aportó al matrimonio un piano marca
alemán y toneladas de partituras, yo... ingenuidad e inocencia”.
“Llegaron nuestros cuatro hijos: Marcelo, Carlos
Eduardo, Juan David y Ana Cecilia y como fueron tan seguidos, la crianza se me
hizo muy difícil. Eran los tiempos del machismo en que los hombres no sabían
dónde quedaba la cocina y las mujeres, entrenadas para atender y respetar a los
hombres, reforzábamos ese machismo. No había pañales desechables, los teteros
eran de vidrio y se quebraban cada tanto. A los niños había que ponerles un
poco de trapitos como parte de su vestimenta. No se era buena madre si se
permitía que la trabajadora -en esa época se llamaba “sirvienta” sin ningún
detrimento, pues la palabra viene del honorable verbo “servir”- bañara los
niños, o los vistiera o los acostara”.
Y mientras doña Lucila se encargaba de criarlos, su
esposo se desempeñaba como director de Bellas Artes y ponía los primeros
cimientos en la Escuela de Canto. Alcanzó a montar tres óperas que fueron
presentadas en Medellín, Bogotá y Cali por los años de 1956, 57 y 58. Creó el
Coro de Bellas Artes, que dio conciertos en el Teatro Colón de Bogotá y en
Medellín. Inmediatamente regresaba de sus giras, el maestro Chaves ejercía de
profesor de piano y cato de ópera en el salón de música de la casa, con sus
cuatro hijos, cuando no estaba el profesor ecuatoriano de piano, que venía dos
veces a la semana.
Lucila recuerda cómo llegaron a familiarizarse de
tal modo con la ópera que los cantaban tan rápido como la tierna cancioncita de
Los Pollitos. A los siete años ya eran capaces de dar conciertos con el Pequeño
álbum de Ana Magdalena Bach, lo que mejor aprendieron a tocar. Más que los escondidijos, la chucha
paralizada y las muñecas, los niños aprendieron a manejar su tiempo libre de
manera más constructiva. Le dedicaban una hora diaria a la música y la otra
hora se les iba en la lectura de cuentos y en colorear y agregar lo que
estuvieran pensando en el momento en que tenían contacto con los cuentitos. que
su mamá les compraba cada vez que iba con ellos al Centro de Medellín. Incluso
desde muy pequeños, cuando apenas comenzaban a adquirir uso de razón, Lucila
comenzó a leerles para que aprendieran a amar los libros como sus mejores
amigos, tal como su abuelo lo había hecho con ella, durante los atardeceres
titiribiseños. Fue también un acto de
amor a los libros el haberles comprado a sus hijos la Enciclopedia “El Mundo de
los Niños”, que aún conservan en su biblioteca el maestro Luis Eduardo y doña
Lucila
No obstante, jamás convino ni ha convenido con
empujar el conocimiento. Doña Lucila cree que cada cosa en la vida tiene su
momento y por eso nunca se enojaba cuando a alguno de sus hijos se le hacía más
difícil aprender a leer que a los otros. ¡Había que aprender a ser una maestra
de corazón hasta con sus cuatro retoños!
-Ángel de mi guarda, mi dulce compañía: No me
desampares ni de noche ni de día, hasta que me pongas en paz y alegría, con
todos los santos, Jesús, José y María. Recitaban los niños en coro, minutos
antes de acostarse, a las ocho de la noche. A esa hora doña Lucila se acomodaba
por fin en su escritorio personal, a leer y estudiar por su cuenta, cuanto se
le atravesaba. Y de todo hacía apuntes en pequeñas fichas bibliográficas que
fue guardando poco a poco en el archivero de su biblioteca personal. Su afición
por las fichitas se convirtió tiempo después en lo que determinaría su éxito
como la clásica maestra de la “Serie Español y Literatura para todos los años
del bachillerato”, la más leída y tenida en cuenta por las generaciones de
maestros de la materia que le sucedieron en los colegios y escuelas de todo el
país. La guarda como los pilares que algún día la hicieron alcanzar el nombre
de “La Maestra del Idioma” declarada oficialmente por la Secretaría de
Educación de Luis Pérez en el Gobierno de Sergio Naranjo, al condecorarla con
la Cruz de Oro “Porfirio Barba-Jacob”
Fue invitada a la Semana de las Vocaciones
Religiosas y de las diferentes congregaciones de madres y hermanas de La
Presentación, Las Hermanitas de los pobres y las Esclavas del Corazón de Jesús.
Aquello que comenzó por invitación de cortesía, por parte de quienes en un
pasado fueran sus educadoras de infancia. El ser seleccionadora de los textos
de las diferentes comunidades, dio pie para escribir sobre la crisis de la
vocación para el servicio a Dios, cada vez más escasa en las jóvenes y por
ende, sobre su labor apostólica y santificadora.
En aquél artículo titulado Apóstoles de hoy y
santas del mañana que se le llevó seis párrafos, dejó clara -como siempre- su
actitud sincera y amable ante el ser humano. Lo daban a entender estas frases,
que forman parte de la entrada... “Heroínas anónimas en la ruda batalla por
conseguir el imperio total de Cristo sobre los corazones, batalla que cada día
se va haciendo más difícil por cuanto que el modernismo va infiltrando cada vez
más la incredulidad y la pérdida de la confianza en Dios...”
De algún modo quería continuar su labor pedagógica
a través de los periódicos regionales, y la crianza de sus hijos no se lo
impidió. Se dedicó a escribir ensayos sobre el acontecer cultural en Antioquia
y Latinoamérica. Era que ella no descansaba en sus análisis literarios. Cuando
se llevó a cabo la Primera Semana Cultural Mexicana estudió por completo la
poesía de aquél “ser pequeñito en quien pasando el tiempo se revelarían
cualidades de escritora, más propiamente de poetisa descriptiva”, llamada
Refugio Barragán de Toscano. Por fortuna, más que algo tuvo qué decir sobre la
autora de Invocación al Todopoderoso y Ave María. Más que limitarse a brindar
al público lector una simple reseña, destacó en Refugio la influencia de Sor
Juana Inés de la Cruz en lo castizo de sus poemas y en la profundidad que ésta
les supo imprimir.
MAESTRA DE
MAESTRAS-
En El Mundo al Vuelo de Avianca el presentador
Julio Eduardo Pinzón empezó anunciando la noticia: “Priscilla tiene 24 años, es
bella y sexy; es hoy, primero de mayo de 1967, una de las mujeres más
envidiadas de Estados Unidos, porque contraerá matrimonio con Elvis Presley, el
rey del rock and roll. La noticia del matrimonio de Presley -un ex chófer
convertido desde hace diez años en el mayor ídolo de la canción popular
norteamericana- ha provocado una gran expectación. Todavía nadie sabe dónde se
celebrará la boda ni dónde se instalará la pareja.”
Hasta tarde de la noche se quedaba doña Lucila
preparando las lecciones para sus alumnas.
Mientras las muchachas de entonces vivían -como cualquier adolescente-
en son del estudio y el amor platónico y que apenas podía cristalizarse si
soñaban con los Beatles, Leo Dan, Alfredo Sadel y Elvis ( quien se acababa de robar la atención
de todos los medios de comunicación por su matrimonio con Priscilla, y su baile
gogó y su versión en inglés de Somos novios),
doña Lucila se concentraba en ellas y en imaginar métodos más eficaces
de entender la materia de Español y Literatura.
Cada prueba de redacción y los temas para el foro
sobre determinada obra literaria estaban escritos a lápiz y en su letra cursiva
que no cambia con el tiempo, en su cuaderno de notas de clase, como a manera de
libro y no como un cuaderno cualquiera. Este y todos los que fue escribiendo
noche por noche no pasarían luego de terminar el año lectivo al cuarto de
rebujo. Tenían, gran valor y así continuarían, para ser editados años después
como textos didácticos de español.
Preguntas para ser conversadas y discutidas en la
mesa redonda sobre literatura:
¿En qué se
diferencia la novela del cuento?
Explicar los conceptos de: tensión, extensión y
significación...,
¿En qué consiste lo absurdo del cuento?
Relación entre el cuento y el cine...,
¿Qué importancia tiene el clímax en el cuento?
Aproximación de la obra literaria a la realidad.
Juzguemos el estilo.
Ella nunca se quedó rígida en la plataforma para
los profesores cuando quería observarlas. Quienes han sido sus alumnas la
recuerdan por desplazarse por todo el salón y detenerse frente cada alumno,
motivarlos y poder captar el retroceso o los aciertos de sus alumnos.
¿Qué había y hay todavía al principio y al final de
sus libros como luz guiadora de su trabajo?
En el de 1981, correspondiente a los sextos
(undécimos) de bachillerato - Instituto Central Femenino, donde trabajó hasta
1991 año de su jubilación- leímos la oración del educador pegada con dos cintas
diagonalmente para no dejarla escapar (las cintas la han adherido aún más y
también se han amarillado por los años).
En las dos últimas páginas, una reflexión: “Como
maestros debemos recordar que gracias a nuestros alumnos aumenta nuestro
saber...El maestro es portador de una lámpara cuyo combustible es el saber de
la experiencia con sus alumnos y la luz de esa lámpara será cada vez más clara
e intensa cuanto mayor sea la vocación, la práctica y la aceptación.” Terminaba
su diálogo mental con esta motivación para ella misma: “En cada jornada de mi
vida debe haber fe, alegría y entrega a pesar del cansancio, la zozobra, el
desaliento y la frustración”.
Del CEFA
(antes Instituto Central Femenino) y de La Enseñanza la llamaron inicialmente
por horas; en el primero, que por esa época había adquirido el nombre de Centro
Educacional Femenino de Antioquia, tras llamarse Isabel La Católica durante el
gobierno conservador y Central Femenino cuando recién lo habían fundado. En
1981 volvió a su antiguo nombre de Instituto Central Femenino. Pero más tarde,
cuando se empezaron a crear las carreras tecnológicas, bajo la sabia dirección
de la rectora, doctora Olga Osorio de Cuervo, y se permitió el acceso de los
hombres al plantel, ellos mismos se encargaron de cambiarlo, al ver en su
diploma la palabrita: “femenino”. Por orden del Ministerio de educación
debieron funcionar en edificio aparte las dos orientaciones. Hoy, el nivel
medio y la enseñanza básica (el bachillerato) funcionan en el viejo local de la
calle Colombia con carrera 42 y se llama Centro Formativo de Antioquia (Cefa);
el nivel técnico se llama Tecnológico de Antioquia. Doña Lucila fue una de las creadoras y
primeras profesoras del TdeA (el “Tedeíto”, como amorosamente lo llamábamos),
institución que asumió la jubilación oficial de doña Lucila, según el documento
de 1991, y la de otras pocas profesoras.
ELVIRA, UNA DISCÍPULA MODELO
Elvira fue una de sus primeras alumnas en 1962 en
el colegio de Las Betlemitas. Una vez no pudo contener la nostalgia que le producía
el hecho de estar en último año de bachillerato y cantó “Adiós muchachos
compañeros de mi vida...” La hermana Beatriz le llamó la atención y ella sólo
dijo, “hermana, me estaba despidiendo de mis compañeras”. Ellas se preguntaban
si algún día tendrían un poco de libertad en medio del orden, por eso
aprovechaban esos quince minutos.
El nueve de octubre de aquel año, cuando se
preparaban para ver los últimos contenidos del pensum académico y estaban en
uno de esos cuartos de hora poniendo todo en común, en otro lugar, el Papa y
los demás jerarcas de la iglesia, estaban reunidos en concilio, aprobando el
uso de la lengua patria en la celebración de la misa, como lo había sugerido el
santo padre Juan XXIII modificando de esta manera la costumbre de recitarla en
latín, como le tocó a Lucila cuando vivió en Titiribí. Apenas llegaba doña Lucila González de Chaves
-la nueva profe de español y comentarista de novela y poesía en El Colombiano
Literario y esposa de un “músico muy importante”- todas se quedaban como
estatuas e inmediatamente sacaban el cuaderno, para realizar las ejercitaciones
preparadas por doña Lucila.
¡Vaya estrategia la de doña Lucila para llegarles a
las jóvenes de quinto y sexto de bachillerato (décimo y undécimo) de una de las
primeras promociones! ¡Estrategia que todavía la aplica Elvira! con sus alumnas
de primero de secundaria del colegio de La Inmaculada. Doña Lucila González de
Chaves ya era famosa además por haber sido la primera del país -docta en los
asuntos de la lengua- en analizar a Cien años de soledad, al mes de haberse
publicado (1967). Todas habían leído su artículo sobre la novela de Gabriel
García Márquez, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982, e incluso el
nombre de Lucila se les hizo inmediatamente familiar.
Doña Lucila le habló a Elvira de las fichas
bibliográficas que ella iba metiendo en su fichero de estudio y de enseñanza, y
de cómo gracias a ellas, su sentir sobre lo leído y lo prendido se le hacía más
claro, espontáneo, conciso, breve y detallado. Le dijo a su alumna que así
también podían hacerlo los maestros si al leer necesitaban sintetizar al máximo
las ideas más importantes, para no perder el hilo y tener argumentos válidos
con qué exponer sus puntos de vista.
Elvira se dio a la tarea de experimentar en carne
propia lo que sería el trabajar como maestra y comenzó -así como doña Lucila- a
dictar cátedra de Español en el Santa Clara de Asís. Ella dice que durante el
bachillerato no fue buena estudiante, pero su hoja de calificaciones recibida
el veinticinco de noviembre de 1961 en el colegio de Las Betlemitas demuestra
que fue una de las mejores del salón hasta el día de su graduación, al año
siguiente, durante el mes de diciembre.
Elvira ha adoptado la misma actitud modesta y
descomplicada de sus tiempos de juventud, en su labor de maestra y en las
conversaciones informales. Prefiere hablar de sus compañeras, profesoras y
alumnas, que de ella misma. Es reservada, y utiliza las palabras suficientes.
En el Santa Clara de Asís únicamente estuvo tres años, al término de los cuales
buscó puesto en el CEFA
Le dio la bienvenida Lucila González de Chaves, su
antigua profesora de Español en Las
Betlemitas.
-Traigo mis diplomas y mis credenciales porque
quiero trabajar aquí. –Dijo Elvira, decidida, como quien tiene aprendidas las
frases del libreto desde la noche anterior.
Elvira Montoya logró colocarse en abril de mil
novecientos sesenta y cinco en la jornada de la tarde en el CEFA. Veintidós
años y medio permaneció allí. Con su ex maestra Lucila se veía a ratos, porque
ésta dictaba sus clases en la jornada de la mañana. En febrero de 1987, Elvira
tocó a las puertas del colegio de La Inmaculada de las Hermanas Terciarias
Capuchinas, para quedarse, y también en la jornada de la tarde.
-Doña Lucila: ¿Qué significa para usted haber
tenido una alumna que, además, es discípula suya en el sentido pleno del
término?
-Puedo decir que sobresale en todo. En el de la
profesión, que es la misma mía, pero que ella desempeña con excelencia. Estas
razones son suficientes para que un maestro se sienta plenamente superado y
complacido de ver a los alumnos realizándose de manera plena.
También en La Enseñanza Lucila hizo fama de buena
profesora y amiga y si fuera por Merceditas Londoño, María Victoria Cadavid
(CEFA) y Margarita Inés Restrepo –entre otras de sus más destacadas exalumnas-,
la habrían tenido hasta en sus casas como la mejor de las confidentes. Las dos
primeras son actualmente doctoras que pertenecieron a una generación respetuosa
en grado sumo de la autoridad y que estuvo más pendiente del contenido que de
la forma. Y Margarita Inés Restrepo Santamaría fue la ex alumna periodista, que
trabaja en El Colombiano desde hace casi veintidós años. Al igual que
Merceditas Londoño hizo sus estudios de primaria y secundaria en La Enseñanza.
María Victoria estuvo en el Cefa, el mismo plantel femenino en que su querida
profesora de español había realizado los estudios.
De sus años al servicio de la educación, doña
Lucila no puede negar que en todos los colegios se sintió apoyada y ejerció una
gran labor con las jóvenes, pero confiesa con toda sinceridad que fue en La
Enseñanza en donde vivió sus momentos más gratos. Además del placer de enseñar,
las monjas -entre ellas la hermana María Agudelo, filósofa y escritora, decana
del colegio- se convirtieron en sus mejores amigas porque le ayudaron a
afianzar su reciedumbre de carácter, el ecumenismo y la claridad de ideas en la
parte espiritual. Cuando la llamaron del CEFA fue una dualidad en el sentir, de
un lado la inmensa tristeza de dejar a “sus muchachas” de la Enseñanza y, por
otro, la alegría de regresar a su colegio, el lugar de sus primeros sueños y
del primer sentir amoroso de una colegiala.
LA MISMA DE TODA LA VIDA
A la doctora María Victoria Cadavid, veinticinco
años después, detrás de su escritorio de consultas oftalmológicas en la Clínica
de Laureles, todavía le parece ver a una doña Lucila (hoy, es su oftalmóloga)
de cabello corto y gafas con lentes bifocales, con apenas un par de capas de
polvo en el rostro, un poco de labial nacarado en la boca y un vestido azul
claro, desplazándose por cada una de las hileras del salón, pendiente de la
forma como sus alumnas se adiestraban en comentar el libro El Mundo Feliz. “Ella sigue siendo la misma de toda la vida.
¿No te das cuenta de que las personas intelectualmente activas cambian muy poco
su apariencia física?”
-Primero: Enunciemos el tema de la obra y lo vamos
explicando. Segundo: Ampliemos el mensaje que nos deja. Destaquemos tres hechos
de la biografía del autor. Cuarto: Vamos a ampliar el utilitarismo de la obra
(cada uno vale en la medida en que sea útil). Quinto: Vamos a conceptualizar
sobre la libertad con base en lo leído en la obra... Octavo: Démosles un
vistazo a los personajes de acuerdo con lo concebido por cada una de ustedes,
en la lectura. Así eran las ejercitaciones de doña Lucila cada vez que debían
leer una obra literaria. Casi siempre en forma oral, a manera de foro, “para
enriquecer conceptos y apreciaciones y valorar la riqueza de pensamiento de las
demás compañeras”. Dice doña Lucila.
La doctora María Victoria Cadavid de todos los
cuadernos que tuvo en su vida, sólo conserva uno, el de su admirada maestra
Lucila. Lo mantiene bajo llave en un cofre. Allí se ha mantenido desde hace
treinta años, cuando recibió el título de bachiller académica en el Cefa. “Es
que a mí me gustaba mucho la literatura y como soy una persona de pocos amigos,
me acuerdo de la sensibilidad de las personas, entre ellas de doña Lucila. Ella
era una persona equilibrada en sus cosas. La edad no la ha endurecido, no la ha
amargado.” Pese a sus inclinaciones literarias, María Victoria se dedicó a la
Medicina porque desde chiquita ya manifestaba una clara vocación hacia el
servicio a los enfermos. Pero nunca descuida su ortografía. “Anteriormente era
una vergüenza cometer un error de ortografía. Dicen que con los años uno la va
perdiendo, pero creo que mi generación la tuvo muy buena”. Y más tratándose de
un médico. Cada vez que tiene oportunidad menciona la cita del popular escritor
español Antonio Gala, en la cual afirma que no le creería a un médico que tenga
mala ortografía
A su par de hijas las ve respondiéndole a veinte
asuntos distintos, mientras que en aquél sesenta y cinco -cuando aún no cumplía
los diecisiete- sólo tenían los libros para estudiar y entretenerse. Apenas era
partícipe del Telecirco Colombina si en su casa ya contaban con el lujo de
haber conseguido un televisor a blanco y negro. “Esta no es una época del
humanismo sino de la tecnología. Me pongo a conversar con la gente y me dicen
que se duermen leyendo un libro. De ahí lo de los cursos de lectura rápida.
Todo se lee rápido, en un ya”, explica María Victoria con nostalgia
Lucila González de Chaves fue quizás la única
profesora que les marcó su vida definitivamente.
CÁTEDRA DE ESPAÑOL EN EL PALACIO DE JUSTICIA
-No es más que un hasta luego...No es más que un
breve adiós/ Muy pronto nos veremos... Le cantaron Merceditas y sus compañeras
a doña Lucila, aquella inolvidable mañana de noviembre en que terminaban sus
estudios de bachillerato en el Colegio La Enseñanza. Fue la única vez en que
vio patentes la emoción y nostalgia de su profesora y amiga dentro y fuera de
las aulas. Cuántos algos compartidos para iniciar conversaciones sobre Antoine
de Saint Exupèry y la obra de éste, que más ama doña Lucila: El Principito, o
sobre Juan Ramón Jiménez, el autor de Platero y yo. Cuántas disertaciones
filosóficas sobre la naturaleza de Dios en relación con la humana,
desarrolladas en momentos diferentes con su gran amiga la Madre María Agudelo.
Y qué afecto y cordialidad nació y creció entre la Madre Agudelo como decana de
la Enseñanza y doña Lucila como profesora de Español y Literatura.
Lucila veía en los ojos de sus alumnas no sólo el
interés por conocer a fondo la vida de los grandes autores, sino también la
necesidad de un consejo oportuno sobre alguna decisión que debieran tomar con
respecto a un amor que les llenaba la mente de incertidumbres. Los consejos de
doña Lucila trascendieron los corredores del colegio y siguieron en la biblioteca,
por teléfono... Así le ocurrió con una del CEFA, a quien al final debió decirle
“debes encontrar la verdad y el camino en ti misma, para saber manejar el
existir. Debes experimentar y escuchar atentamente a tu corazón”
La canción de despedida, de las alumnas de La
Enseñanza, acompañada de torta, Freskola, bombas rojas y blancas, palabras en
voz alta y por escrito, agradeciéndole a doña Lucila el haberlas valorado como
eran, sin importar si ocupaban el primero o el vigésimo puesto. Merceditas Londoño,
jueza 32 en el Palacio de Justicia de Medellín, treinta años después, como
Presidenta del Colegio de Jueces y Fiscales de Antioquia, llamó a doña Lucila
para que les dictara unos seminarios de ortografía, manejo del idioma y
redacción a todo el personal que trabajaba en el Palacio de Justicia, en
auditorio piso 18. Desde entonces, los acusados pudieron entender con claridad
por qué los juzgaban, si eran o no inocentes y cuánto tiempo estarían tras las
rejas. “Doña Lucila nos enseñó la sencillez. Una buena redacción no está en
rebuscar palabras sino en saberlas, en conocer su significado. Tengo que buscar
la terminología necesaria para el procesado. Uno tiene que educar, el detenido
tiene que saber por qué lo estoy castigando”. Dice la doctora Merceditas.
-¡Aaaaveee... Maríiiiiia...
Cantaba la doctora Merceditas una noche, con su voz
de soprano educada en la Coral Tomás Luis de Victoria, para uno de los
recitales más importantes de su vida artística, de su otra faceta relajada y
lejos de la tensión vivida tardes enteras en una audiencia, tratando de
resolver casos de condenados. El Ave María de Schubert resonaba en todo el
teatro con mucho sentimiento. Pero al advertir la presencia, en primera fila,
de una señora canosa de mirada motivadora, acompañada por su esposo, sacó su
voz lo que más pudo, como si hubiera visto un milagro. La señora de las canas
era su profesora y amiga, doña Lucila.
Merceditas en ese instante regresó con su mente a
los viejos tiempos, en que acudía a ella como cualquiera otra muchacha indefensa
que necesitaba potencializar su talento y definirse en lo que sería de su
futuro profesional cuando saliera del colegio. “Ella es la viva representación
del efecto Pigmalión: Advierte qué cualidades tienen sus alumnas y se las
despierta”; dice Merceditas Londoño, con algunas canas en su cabello corto y
ondulado que dejan traslucir el paso de los cincuenta.
“SERIA PERO SABOREADA”
¡A ver mi muchachita! ¿Qué vas a decir hoy?
Indagaba doña Lucila, en actitud de espera de que Margarita Inés Restrepo
Santamaría, una de sus alumnas de La Enseñanza en el sesenta y siete, le
contestara las preguntas que su maestra misma se hacía sobre uno de los autores
de la literatura alemana. Pero su gesto no era de ninguna forma en vano. Pues,
aunque exigente, Margarita Inés, jamás le conoció a doña Lucila un regaño.
“Doña Lucila era seria pero saboreada. Es una
mezcla de la presencia física y la personalidad. En principio la veía seria,
por su modo de vestir: zapatos de tacón y vestidos oscuros. Pero cuando la oía
hablar era saboreada y atractiva. Muy buena profesora. Sabía enseñar, sabía
hablar, sabía trasmitir…Era justa en sus evaluaciones. Ni blandita ni cuchilla.
Era término medio, pero tirando más a exigente que a madre. Gozaba enseñando.
Trataba de decir algún chismecito cuando hablaba de los escritores, de modo que
nos acercáramos a ellos. Doña Lucila era poco memorista, en una época en que lo
usual en la educación era que los estudiantes lo aprendieran todo de memoria.
Ella no manejaba eso. ¡Quería que metiéramos análisis en lo que hacíamos!”. Así
dice Margarita Inés Restrepo, la reconocida cronista de Especiales y de temas
que tocan la cotidianidad humana de El Colombiano, al recordar con gratitud a
su profesora de Español y literatura .
Como
siempre, después de las vacaciones de junio, doña Lucila les pedía que
relataran lo acontecido con ellas
durante su mes de descanso. Un viaje, una anécdota imborrable, una situación
dramática, lo primero que hacían cada mañana al levantarse. Era la conducta de
entrada, la forma de sacarnos de la nostalgia y traernos de nuevo al aula; era
eso, mas no un informe de redacción traído para la primera clase a manera de
tarea, pues los talleres, y exámenes los dejaba para realizarlos en el aula,
tal como le habían enseñado sus profesoras en el Instituto Central Femenino.
Y en una
oportunidad, a Margarita Inés le correspondió leer en voz alta su crónica de un
viaje a Bogotá. “Estaba relacionado con
una volcada... Recuerdo que mi hermanita y yo nos habíamos topado con un
camión. Cuando pronuncié esa frase, doña Lucila me dijo, `hay una palabra nueva
ahí para el lenguaje de hoy: topar , un vocablo que pertenece al siglo de Cervantes”.
Margarita Inés Restrepo Santamaría le debe a su
maestra de Español y Literatura, en gran parte, lo que sabe del manejo correcto
del idioma y lo que significa escribir con libertad. “El acercamiento al
castellano hizo que no me enmarcara dentro de unos esquemas muy rígidos en la
universidad. Eso me llevó a no encasillarme mucho. Doña Lucila no nos obligaba
a construir un párrafo con el sujeto al principio, luego el predicado y después
el cuándo. No nos encasillaba. Éramos auténticas en su clase”
Aunque asegura que nunca fue una excelencia de
estudiante, Margarita considera que llegaba al promedio de las buenas del
curso. Para entonces no tenía muy clara su vocación. Le gustaba el Español y
las humanidades y disfrutaba de los ejercicios de redacción que doña Lucila le
asignaba.
“Para serte
franca, nunca pensé en escribir en un periódico ni en hacer poemas. Me presenté
en Ingeniería Administrativa y en Humanidades. Finalmente opté por las
segundas. Ya en la universidad prefería escribir que dedicarme a las Relaciones
Públicas. Y ahí fue cuando empecé... me dije, esto es lo mío.
¡Digo que muchas cosas en la vida son pura
casualidad!”
TIEMPOS DE CONMOCIÓN MUNDIAL
Doña Lucila, al crearse el ciclo de las dos
jornadas, se quedó de tipo completo, en el Cefa como directora de grupo y
profesora de Literatura. Además, dictaba Teoría Literaria y Estilística a los
alumnos, entre ellos los primeros seminaristas que, de acuerdo con las
reformas, debían estudiar su filosofía fuera del Seminario Mayor, en la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana, (Calle
Colombia, junto al “Colegio La Enseñanza del Centro”). La rectora del Centro
Formativo de Antioquia, la rionegrera Josefina Muñoz González, le había pedido
que reemplazara al profesor de Literatura, Sergio Mejía Echavarría, a su juicio
“un gran escritor y ensayista”. Por aquéllos días el astronauta gringo Edwin
Aldrin flotaba sobre la superficie lunar. A su alrededor se veían aparatos
científicos y algunas cámaras de televisión que registraron el alunizaje en
directo, para todas las regiones del planeta.
Mientras tanto en un extenso campo de la ciudad
canadiense de Woodstock serían tres días de “música y paz” para la juventud
hippie norteamericana, congregada allí en torno al festival de música pop de
todos los tiempos. En medio de la marihuana participaron más de cuarenta
conjuntos de música rock-pop llegados de todos los rincones de Canadá y Estados
Unidos. Cuatro años más tarde se haría un Woodstock a la colombiana, pero en
los amplios predios de Ancón sur, en Caldas, Antioquia. Aquí fueron -como lo
titulaba en El Colombiano un periodista que vivió de cerca los acontecimientos-
“tres días de lluvia, hambre y sed”. Luis M., el hijo mayor de Lucila, (de 17
años) estaba loco por ir, ya se había puesto de acuerdo con sus amigos para
tener un sitio especial en dónde acomodar sus carpas. El no era hippie pero sí
estaba contagiado de la rebeldía juvenil del momento y de las ansias de
experimentar tres días de emociones.
-¡Allá no vas tú, eso no es para ti, esa no es
música y ese no es ambiente para un muchacho decente! Le dijo tajantemente su
papá, el maestro Luis Eduardo Chaves.
-Pero papá...Voy a ser el único fuera de moda...
-¡Allá, tú no vas! El muchacho se resignó a invitar
a los del paseo a una mini rumba de salsa en su cuarto, como premio de
consolación.
Mientras tanto, los otros dos hijos seguían, a
medias, los gustos musicales de su padre. Ana C., la única hija, tan sólo
entraba en el mundo de las muñecas y las piñatas. Cuando se hizo mujer no fue
ajena a las restricciones impuestas por el Maestro Luis Eduardo y doña Lucila.
Era la época en que la hija mujer tenía que estar en la casa con la mamá. “l
primer novio de la hija lo pone a uno a temblar, como el primer baile y como
todo...”, dijo doña Lucila al respecto.
Sin embargo, Ana C. la mamá de Sarita, la nieta que
le salió a su abuela en el gusto por la palabra y que en un futuro sería ingeniera),
al igual que su mamá, nunca fue ni ha sido de diversiones estrafalarias ni de
parrandas hasta altas horas de la madrugada. Muchas veces incluso prefería
permanecer con su novio o sus amigos en casa hasta las nueve o diez de la
noche, al son de una balada o atentos a la pantalla del televisor.
EL CEFA
-Y, ¿usted sí es capaz?
A doña
Lucila le extrañó que su maestra del Central Femenino, Marina Jiménez,
-precisamente quien más la conocía de sus tiempos de estudiante- dudara de su
capacidad para enseñar el arte de la palabra escrita a través de la historia.
Era que Lucila siempre había sido muy brillante en matemáticas, álgebra y
química, en su vida de colegio.
-Todavía recuerdo lo buena estudiante que era usted
en Química y en Álgebra. Le aclaró la profesora, aún maestra del CEFA, al verla
tan estupefacta.
Doña Lucila llegó una mañana de principios de
febrero de 1963. Disponía de tres horas semanales para enseñar literatura a las
niñas del último grado de bachillerato; en ese tiempo el Cefa sólo tenía un
solo undécimo (sexto). Había un profesor para Ortografía, don Lázaro Nieto;
otro para gramática, la señorita María Tobón; otro para Literatura, el escritor
Sergio Mejía Echavarría, a quien doña Lucila iba a reemplazar. A ella le
alegraba regresar a su colegio (en donde muchos años atrás casi no querían
recibirla de alumna porque no redactaba bien, según el examen de admisión) y el
colegio que le dio las bases suficientes para convertirse en toda una maestra.
Al verse de nuevo en aquél edificio de tres pisos que debió describir detalle
por detalle, para garantizar su ingreso a Primero de Bachillerato con énfasis
en Pedagogía, sintió una mezcla de gratitud y nerviosismo. Habían cambiado
tantas cosas...
-¡Muy buenos días, profesora! Decían en coro cada
mañana, antes de iniciarse la jornada, las cuarenta y cinco niñas (de undécimo)
entre los dieciséis y diecinueve años a cargo de Lucila González. Venían de
diversas capas sociales y culturales del centro, norte, sur y nororiente de la
ciudad. Lucían de manera impecable el uniforme azul turquesa de falda con
pliegues, camisa blanca y zapatos colegiales azules oscuros característicos del
Cefa. Se distinguían por sus modales y su buena capacidad de expresión. Todas
parecían iguales, hasta que doña Lucila se acercaba al alma de una por una y
descubría realidades insospechadas.
Los tiempos eran distintos con características
especiales. Había desde quienes apenas contaban con gracia los encuentros con
su primer novio, hasta alumnas ya casadas; luego fueron llegando como alumnas,
madres solteras o con meses de embarazo. El Centro Educacional Femenino de
Antioquia (Cefa), antes Instituto Central Femenino, fue la primera institución
educativa en Colombia que recibió a estas adolescentes desorientadas y aceptó dejarlas
graduar en estado de gestación.
Con el
correr de los días los desafíos eran mayores para doña Lucila al tratarse de
una generación de muchachas y muchachos distintos de los que le habían tocado
en sus tiempos de estudiante normalista y universitaria, al grupo de inquietas
niñitas de la escuela de Amagá, de Titiribí, a los niños de la Escuela Caracas,
de la Carlos Upegui, de la Francisco Cristóbal Toro, a las jovencitas de La
Enseñanza y al grupo de Las Betlemitas.
Adicional a su labor en el Cefa, doña Lucila
analizaba en profundidad las teorías de Ferdinand de Saussure, el mecanismo
constitutivo del lenguaje, propio del norteamericano Noam Chomsky, deba clases
a los seminaristas que venían desde el Seminario Mayor a ser doctores en
Filosofía en la UPB. Eran los comienzos de la filosofía por fuera. Mucho
esfuerzo por adaptarse a la calle...”, dijo doña Lucila con la expresión de
quien ha conocido suficiente el alma de la juventud a través de sus años de
experiencia. Fueron ellos y sus otros compañeros laicos, quienes la hicieron
comprar el libro La condición humana de Malraux y al principio se oponían a las
teorías literarias, por su espontánea actitud de rebeldía adolescente y el
anhelo de lograr escritos completamente auténticos y profesores que no les
enseñaran lo que decían los libros La contradecían en la totalidad de sus
afirmaciones, pero al final, tanto ellos como Lucila aprendieron qué era lo que
necesitaban para llegar al justo equilibrio.
Ninguno de los veinte muchachos venidos desde la
colina del Seminario Mayor alcanzaba los veinte años. Pero, a nadie se le
ocurrió desertar, quedarse únicamente con lo aprendido para ejercerlo como
simples célibes. Aquéllos jovencitos, de sotana siempre, tenían muy claro su
llamado religioso, pese al pánico que durante los primeros semestres les
produjo salir al mundo a enfrentarse con una realidad de carne y hueso, lejos
del regocijo espiritual experimentado en los momentos de oración que su
internado les hacía posible al levantarse, durante la misa matinal y cuando se
encerraban a estudiar en sus respectivos cuartos. ¡No era lo mismo! Mientras
que en el seminario sentían la protección Divina y si alguien los visitaba por
casualidad, lo atendían con todas las venias, en la universidad se les veía
juntos para todas partes. ¡Frente al mundo de afuera se sentían indefensos!
Lucila comprendía su timidez y sus inquietudes y les aligeraba el peso de estar
todos con todos. Era ella la que empezaba el diálogo para distraerlos y la que
lo avivaba cuando iba muriendo.
EL DESTINO DE LOS CUADERNOS DE PASTA CAFÉ
Luego de haber recibido Lucila el diploma sobre
Técnicas editoriales, entregado en Bogotá, ocurrieron cambios en la educación.
Cambios sobre todo en el programa de español. El nuevo programa, impuesto por
el Ministerio de Educación Nacional, obligaba a enseñar no una materia, sino
doce aspectos en el manejo del idioma desde su teoría hasta la comprensión de
lectura, manejo del diálogo, análisis de obras literarias, historia de la
literatura por época y por países, practicar técnicas grupales como: foros,
mesas redondas, philis 6,6, debates, etc., etc.
Lucila observó que lo primero en esos folletos
enviados desde el Ministerio, era el desorden de los temas, la confusión en
enlaces de ellos, la falta de graduación, y ni señales de la más elemental
metodología y menos de las evaluaciones. Todo era un caos por la ausencia de
guías que ordenaran, enlazarán, sugirieran. Doña Lucila se dio a la tarea de
ordenarlos, de enlazar los temas para estudiarlos no lejanos unos de otros;
aprendió todo lo que pudo de fonética, (fue hasta Bogotá a buscar textos de
fonética, tan extraños, que solo los encontró en la Universidad Santo Tomás de
Aquino, de la capital). Era una ciencia lingüística que en ese entonces nadie
conocía.
En el proceso de ordenamiento de los temas venidos
de Bogotá, entre los cuales decía: lectura solamente. En ese vacío que dejan
las palabras no aplicadas a nada, Lucila creó los talleres de lectura crítica,
los parámetros de evaluación más por asimilación y análisis que de memoria y
los talleres o ejercitación de las capacidades de sus alumnas, (lo que cuarenta
años después los profesores le pusieron el nombre de evaluación por procesos),
creó las estrategias metodológicas, los paralelos de ida y vuelta, los ejercicios
de literatura comparada, etc. Además, creó el nombre para esta compleja
asignatura: “Español y literatura”. En el CEFA le fotocopiaron las hojas
elaboradas de ese material que ella había inventado y que rotaban en cada salón
a manera de experimentación. Era el año de 1973 cuando la Editorial Bedout tuvo
noticias de este experimento en Colombia y le pidió a doña Lucila los
borradores y el permiso para publicarlos como textos escolares.
El primer libro fue el de “Español y Literatura
para sexto” (undécimo). Era un libro sencillo, tamaño normal, sin ninguna
ilustración, sin diagramación, sin colores, ni siquiera el tipo de letra lo
destacaba; era lo que llamaban: “un libro corrido”.
Dada la
acogida que tuvo en todo el país, pues hasta ese entonces dicho libro era la
única orientación del maestro, se vendieron todos los ejemplares en tres meses
y hubo necesidad de sacar una segunda edición. La Editorial Bedout le pidió a
la autora escribir el de quinto (décimo) y luego los demás de todo el
bachillerato. Sin saber cómo, doña Lucila escribió en seis meses toda la serie
a la que ella misma llamó: “Serie Español y Literatura para todo el
bachillerato”. Todos los libros los escribió sola, no tuvo ayuda de nadie por
dos circunstancias, una, por la premura de tenerlos en el mercado como únicos
guías de la enseñanza del idioma, y porque “trabajar en equipo es difícil, se
pierde mucho tiempo en diálogos, discusiones, dispersiones, en variaciones, y
el resultado es un bajísimo porcentaje”, dice doña Lucila. Darío Acevedo asesor
editorial, conserva en el archivo histórico los dos primeros textos -de quinto
y sexto de bachillerato (hoy, décimo y undécimo). Doña Lucila conserva los
primeritos ejemplares. La palabra Español en letra script y en mayúsculas y la
palabra Literatura en una cursiva muy parecida a su modo de escribir y en un
color amarillo canario que invitaba a concentrarse en los más destacados
exponentes de cada género literario en Latinoamérica y el universo.
La historia: el decreto 080 del Ministerio de
Educación cambió los programas de estudio y juntó en una sola área todo lo
referente al idioma: Cambió también el horario: tres horas para tantos aspectos
idiomáticos. “Esa, creo, es la causa por la cual hoy no se sabe español. Si
antes, con más horas y por separado cada aspecto de solo gramática y
ortografía, sabíamos poco, ahora menos con ese enfoque curricular”, asegura
doña Lucila.
El Ministerio de Educación Nacional juntó aspectos
antes no enseñados: Lectura. Comprensión de Lectura, Entonación, Vocalización,
Grupos fónicos, Significados de base y contextuales de las palabras, Origen de
los vocablos, Morfemas (prefijos y sufijos) griegos y latinos, Conjugación de
verbos, Sintaxis, Redacción y Composición, Corrección del lenguaje, normas del
ICONTEC, la teoría de la comunicación, las clases de comunicación, Historia
literaria, crítica literaria, autores de varios países y lectura y comentarios
sobre sus principales obras; además de la permanente evaluación. Fue entonces,
cuando la maestra Lucila organizó una nueva metodología y creó las llamadas
Unidades de Trabajo o Unidades Didácticas, que puso en experimentación en el
CEFA. “Eran el ordenamiento del saber, la dosificación de la enseñanza y la muy
importante asimilación del conocimiento por parte del alumnado”. Años más tarde
aparecería la enseñanza media diversificada para preparar al bachiller con
alguna tecnología y entonces, para las áreas de núcleo común como el español,
sólo habría tres horas a la semana, pero el mismo compromiso con la sobrecarga
de temas por enseñar. “Creo que este es el momento histórico en el cual empieza
el deterioro del proceso enseñanza-aprendizaje y lo peor, el descrédito, tanto
de profesores como de alumnos, en el mal manejo del idioma por la ignorancia;
nunca la cantidad ha suplido la calidad, pero en este caso, la calidad sí
necesitaba de la cantidad”. dice Doña Lucila al recordar aquellos años
cruciales.
VEINTISÉIS AÑOS EN LA BEDOUT
El teléfono
repicaba sin cesar. Desde afuera se podía escuchar su sonido insistente. Pero
no había en el momento quién contestara. Doña Lucila apenas se afanaba en abrir
el portón café número 80-28 de la calle 47
en el barrio La Floresta -donde aún reside con su esposo - mientras
cerraba su paraguas y subía a las carreras las escalas de su casa, para tomar
el auricular, presintiendo que la llamada podría ser para ella.
¿A la orden?
-¿Es la casa de doña Lucila González de Chaves?
- Sí. Habla usted con ella…
- Soy uno de los editores de Bedout
- Le voy a contar el motivo de mi llamada: En la
Editorial nos enteramos de sus últimos avances, su personal pedagogía acorde
con el nuevo programa a propósito de la reforma al currículo implantada en
estos días por el Ministerio. Entiendo que usted acaba de crear unas unidades
didácticas, que facilitan el aprendizaje del español. ¿Podría usted autorizarle
a la Editorial la publicación de sus notas que tiene en experimentación en el
CEFA, según nos han contado?
-Claro que sí. Señalemos una cita….
-Doña Lucila: recuerde que la Editorial Bedout aún
queda en Prado Centro. Tampoco es muy lejos. ¡Muchísimas gracias! ¡Por aquí la
estaremos esperando!
Ella, con toda su capacidad de servicio, su
inteligencia y su perseverancia, se dio a la tarea de pasar esas hojas que en
el CEFA iban de mano en mano, “a máquina”; ella tenía una maquinita de escribir
portátil marca “Olivetti lettera 23”. No habían llegado todavía las máquinas de
escribir eléctricas.
En el CEFA,
nacieron los libros de la famosa serie “Español y literatura para el
bachillerato”, que llevaron a Lucila González de Chaves, la “maestra del
idioma”, al éxito.
“Para nosotros es un orgullo tenerla por veintiséis
años En Bedout Editores. Es la única Casa Editorial que ha sostenido a un autor
por tanto tiempo. ¿Y por qué? Porque
doña Lucila le da una continuidad a lo que hace y constantemente se preocupa
por el quehacer de sus alumnos”, comenta Darío Acevedo, asesor editorial de
Bedout Editores desde 1980 (año en que llegó de Francia, luego de haber realizado
unos estudios de Humanidades en la Universidad de París, a establecerse
definitivamente en Colombia, con su hija como asistente personal en todo lo
relacionado con publicaciones), refiriéndose a doña Lucila, quien para entonces
ya había completado la serie de Español y Literatura de sexto a undécimo ( éste
y el penúltimo año del bachillerato figuraban aún como quinto y sexto y la
gente en general así los llamó hasta finales de los ochenta ) de acuerdo con la
reforma del currículo.
DARÍO ACEVEDO, EL EDITOR DE LA FAMOSA SERIE
Darío, con ese hablar pausado que se lo atribuye al
haber vivido en Bogotá durante la infancia y hasta antes de cumplir los
diecisiete, dice que Lucila González de Chaves se caracteriza por ser joven en
su forma de pensar y por su actitud crítica ante el buen decir de la palabra.
“El hecho de estar jubilada no implica el que esté desligada de su quehacer
pedagógico. Ha estado muy atenta a los cambios del ministerio y no le gusta que
le digan profesora sino maestra del idioma, (como oficialmente la declaró el
gobierno municipal de Medellín, al reconocerle sus servicios, con la
condecoración “Porfirio Barba-Jacob”, categoría oro). Hablar, escuchar, leer y
escribir han sido la base de cada uno de los libros de su serie”.
Darío Acevedo llegó a trabajar a la editorial
Bedout y ya doña Lucila figuraba como la principal autora de textos didácticos,
destacada entre los autores que publicaban en conjunto, sobre quienes Darío
argumenta que sus textos pueden “tener investigación, pero es difícil encajar
varios estilos”. Darío Acevedo estudió Humanidades y Edición de textos en
Europa y su labor en la editorial ha consistido en limpiar profundamente los
textos, hasta de errores de ortografía (aunque por obvias razones los de doña
Lucila han carecido de éstos). “La inclinación por la buena ortografía nace con
uno y hay que leer mucho para darse cuenta cómo veo escrita la palabra.
Catalogo los maestros en dos ramas: Los de tiza y tablero y los que se expresan
formidablemente, pero malísimos para escribir”. Dice don Darío.
LOS EDUCADORES HABLAN DE LOS TEXTOS DE LUCILA
Javier Grajales Quintero, con veinticinco años de
experiencia como docente en el campo del Español y la Literatura en varios
colegios y universidades del país (incluidos el Nacional Académico de Cartago,
la Universidad del Valle, la Tecnológica de Pereira y la del Quindío) manifestó
satisfecho en su presentación de los textos de doña Lucila que “es uno de los
grandes aportes que una educadora de la talla de nuestra autora presenta a la
juventud colombiana que en los últimos años ha descuidado la cultura escrita
por incorporar las nuevas tecnologías de la imagen y el audio”.
El profesor Grajales destaca en la serie de textos
de doña Lucila, la globalidad de los conocimientos, sin la cual no sería
posible un aprendizaje adecuado por parte del alumno. “El cerebro no entiende
porciones, los conocimientos se fijan cuando los procesos se cierran o
completan, sostiene la Gestalt, escuela de aprendizaje que se fundamenta en la
globalidad de la percepción”. Considera de suma importancia, además, que el
tipo de letra en cada uno está dispuesta acorde con las edades (pensada de los
doce a los dieciocho psicológicamente). Hoy ya son textos muy modernos con
tamaño internacional, ilustraciones adecuadas, diversidad de colores y bien
dispuestos los temas, su desarrollo, sus ejercitaciones correspondientes, etc.
Luego de conocidos los textos en el mercado, Javier Grajales junto con el grupo
asesor de la Editorial (integrado por
Luz Marina Morales, Claudia Londoño y Patricia Ospina en el diseño y
diagramación; Jorge Iván Espinosa, Juan Diego Ramos y John Israel Rojas en la
ilustración; Wilson Daza, el archivo de
Bedout, historia de la literatura de la editorial Oveja Negra y el Pequeño
Larousse Ilustrado en la fotografía; y Alejandro Velásquez, encargado de la
portada) interrogaron a docentes de toda la ciudad para que les dieran sus
opiniones y esto fue lo que respondieron:
“Son textos que permiten un aprendizaje individual
con la orientación del docente...”
“En los textos de doña Lucila, el profesor tiene
una guía metodológica innovadora, que se acomoda al decreto de la Renovación
Curricular”.
“Muy bien distribuido todo. La serie es
completísima”.
“Toca todos los aspectos: Gramática, semántica, fonología,
sintaxis y análisis literario y semiológico, y todo cuanto compete al idioma”.
“Está sumamente actualizado y novedoso en sus
lecturas”.
“La escuela activa sostiene que de la única manera
que se aprende es haciendo cosas. Por esa razón prefiero los textos de doña
Lucila, porque ellos tienen muchos talleres para que el alumno piense, compare,
deduzca, analice y juzgue”.
“Piaget dice que el aprendizaje sólo se da cuando
el alumno se involucra en él mismo, con actividades que demuestren que sí
adquirió el conocimiento. Por eso manejo los textos de doña Lucila que tienen
muchas actividades y talleres para fortalecer las habilidades de los alumnos”.
Desde que apareció la Reforma Curricular, la “Serie
de Español y Literatura de sexto a undécimo grados” de Lucila González de
Chaves alcanzó más de veinte ediciones. Por ese entonces, sus textos ya le
habían dado la vuelta a Colombia, y en Bogotá, fueron obligatoria herramienta,
impuestos durante cinco años por el gobierno municipal de Bogotá.
Un sacerdote polaco llamado Karol Wojtyla comenzaba
a gobernar a setecientos millones de católicos que, en el momento, se
contabilizaban en el planeta. Se trataba del nuevo Papa Juan Pablo Segundo.
RECONOCIDA Y
FAMOSA
Y así fue como a doña Lucila ya no se le conocía
sólo por dictar clases por más de treinta años a varias generaciones de
profesionales destacados en varios campos del saber, sino como la autora de los
textos de Español y Literatura y más adelante, de los textos para los cinco
años de primaria, sino también como la fuente de consulta idiomática, en su
columna semanal de “Funcionalidad del Idioma, hemos oído y leído”, publicada en
el suplemento literario de El Colombiano, dirigido y orientado por el
profesional Juan José García Posada. A raíz de sus apuntes idiomáticos,
contestaba muchas sobre el tema, una a una. No era la época de Internet ni de
redes sociales ni de correos electrónicos.
Una vez, más exactamente en febrero de 1985,
durante la tercera semana de iniciación de clases en todos los establecimientos
educativos de Medellín, doña Lucila le sirvió de fuente personal a Faber
Molina, cuando escribió el informe para los estudiantes, ella le dijo al
periodista, según se lee en el artículo:
“Los textos, un mundo de incongruencias”, publicado en los Especiales de
domingo en la página de Educación de El Colombiano; al plantearle el tema de las reformas
educativas, doña Lucila indicó que ante todo se notaba un deseo inmenso de
superar traumas y de formar al alumno en función del mundo en que se vivía en
aquélla década. Y señaló: “Lo que pasa es que la educación es un campo tan
vasto, tan complejo, que aglutina tanta gente de todas las edades, ideologías y
costumbres, y con igual derecho a opinar y a organizar, que se hace imposible
evitar las fallas en muchos de sus aspectos”.
Doña Lucila se había convertido en un personaje
público. Era todo un hecho. Nadie lo ponía en cuestión. Estudiantes, médicos,
sacerdotes, periodistas e intelectuales de la ciudad y del extranjero,
empresarios y maestros de colegios y escuelas la necesitaban para consultarle,
para felicitarla, para galardonarla con la medalla de Maimónides de la Unión
Israelita (aquella noche de abril de 1984, en el auditorio de la Sinagoga
Hebrea de Medellín), para anunciarle que había ganado el Premio Interamericano
de Educación Andrés Bello, para entregarle el diploma del Departamento de
Lenguas Extranjeras de la Angelo State University por haberles dictado con
mucho éxito, un curso de redacción y
manejo del idioma español a un grupo de profesores gringos que estuvo en la
ciudad en esa misma época y haber sostenido correspondencia idiomática con
ellos durante mucho tiempo. También para nombrarla Miembro de Número de la
Academia de la Lengua, entre otros homenajes.
(en esta
tesis, el espacio siguiente es para las cartas, para las seis que seleccioné
entre todas las que tiene doña Lucila: La de la Academia de Historia, la de
Alberto Gallo, la de Alonso Gaviria Paredes, la del Centro de Historia de
Betania, la de Otto Morales Benítez y la que viene desde Rhode Island).
Ella no perdió de vista ninguna de sus
colaboraciones dominicales en El Colombiano. Se convirtieron en un libro:
“Funcionalidad del Idioma, hemos oído y leído”, publicado por su familia en
1992, y presentado por el reconocido escritor y periodista Juan José García
Posada, con todos los honores merecidos, en el auditorio de Comfama de San
Ignacio, casualmente en el año en que meses después se conmemorarían -también
con todos los honores y actos especiales- los quinientos años del descubrimiento
de América y del encuentro de dos mundos.
-En el Auditorio y sobre el libro “Funcionalidad
del Idioma”, el presentador dijo que: “desde hoy nos brinda material utilísimo
de consulta; he dicho que el apostolado magisterial de Lucila González de Chaves
trasciende las fronteras de la educación formal y se extiende a todos los
ámbitos de la sociedad”.
-“Los discípulos de doña Lucila no son de modo
exclusivo quienes, generación tras generación han tenido el privilegio de
recibir sus enseñanzas en las aulas de
calificados establecimientos educativos de Antioquia. Lo son también los
estudiantes que han aprendido la normatividad del idioma, los modelos de
preceptiva literaria y las claves del uso correcto del Español en los
excelentes libros didácticos que acompañan y enriquecen el proceso de
aprendizaje de centenares de miles de colombianos...”
-“Doña Lucila es toda una institución en el culto y
la defensa del idioma. La erudición, el sentido común, la claridad y la
elegante sencillez son atributos que fortalecen la relación comunicativa entre
ella y los lectores...”
En esos términos se expresó el periodista y
escritor Juan José García Posada, asesor de la dirección del periódico El
Colombiano, aquel veintiuno de agosto, durante el acto del lanzamiento del libro.
Sus palabras sirvieron de prólogo al libro Funcionalidad del Idioma.
UN MOMENTO PARA EL IDIOMA
En la segunda semana de enero de 1998, don Octavio
Quintero Villa -ex corresponsal de El Colombiano en Titiribí y viejo amigo de
doña Lucila, a quien hace tiempo se le tornaron grises sus patillas , porque
los setenta y punta de años no vienen solos- recibió de manos de doña Lucila el libro Un Momento Para
El Idioma, la recopilación de varias reflexiones sobre el tema lingüístico,
sobre pedagogía y manejo de la palabra hablada y escrita, que doña Lucila tuvo
la oportunidad de hacer en un espacio del programa radial de Adida, Asociación de Maestros de Antioquia.
Desde la primera página Don Octavio se siente como
si la tuviera enfrente, dándole consejos sobre cómo hablar correctamente en
público y en presencia de extraños sin adoptar actitudes petulantes ni palabras
rebuscadas, sin exagerar el tono de la voz o hacer muecas que desvíen la
atención del interlocutor. Por el contrario, le recomienda al estudiante que
sale a la plataforma a dar una exposición al locutor, al conferenciante y al
presentador de televisión, que su porte sea lo más natural posible, que emplee
un lenguaje al alcance de quienes lo escuchan para poder entenderse entre sí,
que exprese sus ideas sin rodeos y sin expresiones vagas, que no se salga del
tema y que no aburra a los demás con detalles innecesarios o puntos que no
tengan que ver con lo que habla.
Ya jubilado de la rama judicial, de haber sido
corista en el municipio de Angelópolis y de haber escrito sonetos y crónicas
para El Colombiano por los años sesenta, don Octavio se da el lujo de pasarse
parte de la mañana del sábado compartiendo sus ideas sobre el pasado y lo que
piensa sobre lo leído en la heladería Su café, de propiedad de su amigo don Elí
Posada Vélez, el también, entrañable amigo de doña Lucila.
Aquel trece
de enero de 1998 se encontraba allí sentado bebiendo un poco de cerveza,
acompañado únicamente por la presencia tácita del libro de Lucila y mirando
directamente hacia la plaza, atisbando con su vista de águila quién sería la
forastera que caminaba de un lado para otro como buscando a alguien. En la
radiola sonaba una canción de Agustín Lara, cuando vio acercarse a la heladería
a una muchacha que no pasaba de los veintidós, como cerciorándose de no haber
llegado al lugar equivocado y por lo tanto, de haber dado con la persona
correcta, que buscaba con la mirada de acuerdo con la descripción que
previamente le habían dado en Medellín.
-Vea, usted va y lo busca en Su café. Él va todos
los sábados por la mañana y se toma un tinto o un refresco y se pone a
conversar con don Elí. Su figura es inconfundible: Lo encuentra siempre con una
boina que apenas le cubre esas patillas, muy elegante, con una camisa blanca y
con cargaderas, pantalón de calle y mocasines negros. Ya debe de tener por ahí
unos setenta y cinco años. Más o menos la edad mía... Le explicaba
detalladamente doña Lucila a Laura Marina, (la autora de esta tesis) una semana
antes de que emprendiera su viaje a Titiribí, mientras las dos, hojeaban los
libros de la biblioteca personal de doña Lucila.
-¡Buenas! ¿Es usted don Octavio Quintero?
-¡Claro señorita! Encantado en conocerla. Ya me
habían comentado que usted venía por aquí en estos días, pero no sabía que era hoy. De todos modos, bien pueda siéntese. ¿Una
cocacolita, agua helada o cerveza? Encima de la mesita de metal la recién
llegada pudo notar que por pura casualidad don Octavio tenía otro libro de doña
Lucila: “Un momento para el idioma”, y se dio cuenta de que iba en la página
cuarenta, que habla del lenguaje, la comunicación y la personalidad. Lo halló
cuidadosamente alejado de la botella de cerveza Águila –ya por la mitad- de
modo que no se le fuera a regar en la pasta del libro.
-Yo le acepto un vasito de agua fría, muchas
gracias. Con esta caminadera ya estoy rendida. Y con este sol...
-¿Y ya fue donde doña Lucila? Ella está aquí con su
esposo el maestro Chaves, en su casita de descanso.
-Todavía no, y ella ni siquiera sabe que yo estoy
aquí. Quise pasar primero por esta famosa heladería, para conversar con usted.
Mejor más tarde voy y me le aparezco a su casa. ¿No le parece?
- Si así lo dice, entonces comencemos. Ahorita no
puedo acompañarla a la casa de doña Lucila, cualquier persona en la plaza o en
el atrio de la iglesia le puede decir dónde queda.
-Bueno señor, gracias. A mí se me ocurre
preguntarle, cómo recuerda a doña Lucila...
-“Lucila González era una niña muy formal, muy
educada, muy bonita, muy inteligente. Bajaba a caballo todas las mañanas desde
la finca Campoalegre –desde donde se divisan la plaza y los colegios-, en
compañía de la señorita Maruja Restrepo, institutora muy reconocida en este
pueblo. Desde muy pequeña comenzó a mostrar su afición por las letras y
declamaba poesías e interpretaba papeles principales de dramas reconocidos en
las fiestas culturales del Colegio de La Presentación. Las hermanas la tenían
como a una de las mejores en Castellano. Siempre Darío Vélez –muy amigo mío mas
no confidente- el que fuera su novio, y yo nos imaginábamos que ella iba a
recibir algún premio. Era una de las más adelantadas: blanquita, muy bonita, de
una contextura física muy atractiva. Su uniforme de colegio, su portafolios...
Era muy admirada y a pesar de que todas eran bonitas, ella se distinguía por lo
rosada natural.
-¿Y hace cuánto que no la ve?
-Ya tenía la nieve de los años cuando la volví a
ver. Pero también, ella ya tenía sus ejecutorias como literata y
escritora-periodista y ya había recibido varias condecoraciones al respecto.
Esos homenajes que le han hecho la dejan pensando hasta dónde ha hecho ella en
la obligatoriedad del servicio, para que aparezcan estas recompensas. Y uno, al
escucharla, vuelve a preguntarse hasta dónde han hecho servicio otras personas
y no se les ha reconocido lo suficiente. En Titiribí se han formado la idea de
que doña Lucila es de allá y la veneran y le rinden homenajes; y ella se queda
callada para no contradecirlos. A nosotros cada rato se nos olvida que Lucila
es de Medellín.
La charla matutina con Octavio Quintero se
concentró nuevamente en el amigo silencioso de la mesita de metal, en el libro.
Se saltó hasta la página ciento ocho porque tenía curiosidad por saber qué
sería del español durante el tercer milenio, si ya entrarían en desuso los
términos netamente castizos y si algún día pasaría a mejor vida. Había que
hacerle gala al estilo directo que caracteriza no a la que escribe, sino a la
que habla a través del libro Un momento para el idioma.
Y mientras don Octavio precisó con gesto pesimista
que “acá decimos gringos abajo cuando a diario imitamos sus costumbres”, para
referirse al nuevo espanglish o modo de expresarse que se impone en todas
partes, se detuvo en el título en el cual doña Lucila explica con claridad lo
que pasará con el idioma de Castilla y leyó en voz alta el párrafo clave que lo
sacaría de cualquier duda:
-“El español va avanzando a lo largo del tiempo en
medio de una corriente que él mismo se crea. Fluye y se transforma sin cesar;
en cada época desarrolla nuevos rasgos y varía poco a poco mediante el ajuste
de normas, de estilos, de usos, de aplicaciones semántico-comunicativas. El
significado interior, la intensidad y el valor psíquico del español varían en
gran medida según la atención o el interés selectivo del espíritu y, asimismo,
de acuerdo con el desarrollo general de la inteligencia, porque el pensamiento
es el más elevado de los contenidos latentes del habla. El español en la nueva
sociedad sólo existirá y perdurará en la medida en que se hable y se escuche, se escriba con
corrección y se hable con armonía, claridad y elegancia.”
...Ideas de una maestra de maestras en el buen
decir.
UNA BIBLIOTECA
Fanny Baena: la compañera, la colega. A doña Lucila
se le acaba el tiempo, cuando se pasa de los cuarenta y cinco minutos. El Pastor.
El nombre justo para las bibliotecas, en recompensa a los méritos de la
“maestra del idioma”.
-Ella es en sí misma su propia escuela-, ha dicho
el agustino español, fundador del colegio Nuestra Señora del Buen Consejo, un
plantel educativo construido en el barrio Girardot, al noroeste de Medellín y
cuya biblioteca lleva el nombre de la educadora Lucila González de Chaves.
La vinculación de doña Lucila con el colegio de El
Buen Consejo comenzó cuando creó allí el Seminario de Literatura
Hispanoamericana que se realizaba cada año en septiembre y de manera gratuita.
Uno de los mejores conferencistas del Seminario, invitado por doña Lucila fue
el escritor cuentista y poeta Hernando Mejía García.
Un día de
octubre de 1992, invitada por la profesora del CEFA, doña Fanny Baena de
Agudelo, cofundadora de ese colegio, doña Lucila daba comienzo a su exposición:
“También hubo una cultura precolombina”. Era toda una conferencia para traer a la memoria y rendir homenaje a nuestros
antepasados y valorar la cultura que los españoles encontraron en América y
destruyeron con sevicia. Casualmente, al transcurrir del mes, una indígena
guatemalteca se ganó el Nobel de la Paz con el propósito de hacer valer los
derechos de los suyos. Rigoberta Menchú fue hasta la fecha, la novena mujer del
mundo en obtener el Premio de la Paz
LA COMPAÑERA, LA COLEGA
Fanny Baena, alumna del Instituto Central Femenino
y compañera de trabajo de doña Lucila en el CEFA, declaró:
“Todas reconocíamos a Lucila porque sobresalía por
su inteligencia y fuerte personalidad, además de ser muy limpia en sus
pensamientos y sincera en sus sentimientos”.
La profesora Fanny Baena de Agudelo dictó desde
Historia Patria hasta Educación Física, Álgebra y Química; colaboró en la
fundación del colegio El Buen Consejo; es voluntaria de tres albergues y un
hogar que ayuda al buen morir; el de niños con retraso mental ubicado cerca de
San Cristóbal, el de la colonia Nazaret -que rehabilita gamines con el apoyo de
psicorientadores; del hogar de paso de
Bienestar Social que queda al pie del hospital Pablo Tobón Uribe y del hogar de
enfermos de Santa Clara de Asís.
Cada mes, doña Fanny, cuando se ve con sus
compañeras jubiladas, cose pijamas y escarpines para los niños del albergue,
allá en su apartamento de La Playa.
-¿Cómo es para usted doña Lucila? Le preguntamos.
-“Lucila es de carácter reservado. Persona sencilla
y de una gran sabiduría en sus juicios. Si usted quiere una orientación buena,
pídasela a Lucila... Se complementa perfectamente con el maestro Chaves. Uno
siente que entre ellos hay un respeto profundo y un gran amor...Ella puede no
estar de acuerdo con uno en muchas cosas, pero respeta mucho las opiniones de
los demás”. Doña Fanny Baena, habla con el convencimiento de conocerla por
tantos años de trabajo en el CEFA. Y dice: “Lucila deja en claro que lo primero
es entender la dignidad de todo ser humano, y en sus cursos enfatiza en el
respeto por el otro y en el comprender que por más que se intente cambiar al
amigo o al enemigo, es necesario comprender y valorar su diferencia. “Educar
por igual es atrofiar las personalidades. Cada uno es un ser único e irrepetible”.
Así piensa Lucila.
¡SE LE ACABÓ EL TIEMPO!
Todo estaba calculado para que cada intervención
durara no más de media hora; pero, doña Lucila lo ignoraba, no le habían
advertido, y continuaba con su ponencia sobre las culturas precolombinas. A los
cuarenta minutos exactos, el fraile miró su reloj y le dijo a doña Lucila en su
tajante voz española:
-Qué pena
señora Lucila, tenemos que parar aquí. ¡Usted lleva más de la media hora!
-Cuando ustedes me invitaron, no me informaron del
tiempo de que dispondría, dijo doña Lucila y se retiró del recinto.
Al
preguntarle al fraile por doña Lucila, responde: “es una mujer moldeada como el
diamante engarzado en el anillo de oro macizo, que disfrutó en las aulas al
estar constantemente en contacto con el alumno. Y que llegó a experimentar lo
más duro: Dejar la docencia, interrumpir su misión porque socialmente le tocaba
jubilarse. Acababa de cumplir sesenta y tres años de edad. Ella siente una gran
felicidad dando, enseñando, regalando la experiencia de su propia vida.”
Meses después dos alumnos del colegio la
interrogaron, porque querían conocer “más sobre su vida”. La entrevista, que
tuvo lugar en la casa de doña Lucila, fue publicada en la página de Encuentro
con la cultura, de su periódico escolar Ecos del Buen Consejo, bajo el título
de Grandes Mujeres.
Le preguntaron cómo había logrado tener tanto éxito
profesional y humano hasta ese momento. Y ella les dijo, sencillamente, que el
éxito se debía a la constancia, al amor y a la fidelidad a todo lo que se hace.
De igual forma reiteró que su oficio primordial, el que la ha ubicado en la
vida, el que la ha realizado a nivel personal y por tanto la ha enriquecido en
todos los aspectos ha sido el de maestra. “Es a este trabajo al que le he sido
fiel durante muchos años, por el camino de la dedicación, por el camino de la
vocación y por el del amor. Las condecoraciones y los homenajes van apareciendo
sin pedirlas y, a veces, sin merecerlas del todo, porque la sociedad es
indiferente, pero no ciega, y tiene puestos los ojos en el ciudadano dedicado a
prestar desinteresadamente sus servicios. Siempre, por mí, ha hablado mi Hoja
de Vida.
Le dijeron
también, en la entrevista, que les interesaba saber qué obras de la literatura
colombiana podían considerar magistrales y por qué motivos. A lo que doña
Lucila respondió con una definición introductoria alusiva a la geografía
nacional: “La literatura colombiana, a mi modo de ver, es como una explanada
donde sobresalen algunas montañas. Una de las obras más importantes podría ser
María de Jorge Isaac. En ésta se encuentran todas las características del
Romanticismo. Otra obra, bien valiosa es La Vorágine, de José Eustasio Rivera,
porque es la que nos representa dentro del Modernismo, movimiento literario que
nació en Hispanoamérica. Es, a mi modo de ver, obra lírica, dramática, realista
y con mucho de naturalismo; y del manejo literario del idioma es un modelo para
todas las épocas. Ya en la década de los sesenta aparece nuestro Premio Nobel
Gabriel García Márquez, con Cien años de soledad, obra muy representativa de la
narrativa colombiana; nuestro autor de Aracataca no tiene rival en el encanto
de contar historias. Igual, Fernando Soto Aparicio, un excelente escritor en
todas sus obras; entre ellas, La Rebelión de las ratas. Esta es una obra
realmente testimonial de la problemática colombiana, del fenómeno sociocultural
de Colombia.
Y, USTED, ¿CÓMO LA JUZGA?
El monje fundador del Colegio del Buen Consejo,
recibió a la periodista con gentileza, y al preguntarle por doña Lucila,
respondió:
Para todo el mundo tiene una palabra cariñosa. Es
muy precisa en sus conceptos y en el juicio que tiene de alguien, por lo que se
incomoda cuando le aparentan una cosa y después le resultan con otra.. Le
incomodan la injusticia, la mentira y la falta de solidaridad.
Él la considera muy joven, pero al mismo tiempo
vieja de espíritu, por su cualidad innata de consejera. Es testigo de cómo
aconseja a sus alumnos mediante el empleo de las frases adecuadas.
Sin contar su experiencia académica de intelectual,
el monje dice que la experiencia espiritual-sobrenatural de doña Lucila alcanza
puntos elevados de profundidad. Él no ve solamente la parte académica,
literaria o intelectual. Mira la parte trascendental, ideológica, espiritual y
profunda. Y desde ese punto de vista, doña Lucila tiene unos valores muy
superiores a los que se le conocen como literata.
-¿Cómo la juzga como maestra y conferencista?
-Innata, sin artificios, limpia, clara y muy, muy
pura. No es académica en el sentido de pertenecer a una exclusiva escuela
didáctica o de pedagogía. A ella le gusta más la praxis que las muchas teorías
y diagramas y gráficos de todo lo que se refiere con el enseñar. Se necesita el
saber, pero práctico, que de verdad permee la personalidad del educando y
además, mucho corazón para hacerlo todo con amor y sin esperar recompensas.
EL NOMBRE JUSTO PARA UNA BIBLIOTECA
Esas apreciaciones se tradujeron en un nombre
preciso para una biblioteca, la del colegio El Buen Consejo llamada “Lucila
González de Chaves”, inaugurada justo dos días antes de que se acabara el año
1996, el 29 de diciembre. Todos la acompañaron, hasta la colonia de su amado
Titiribí y la colonia española con el Cónsul de España a la cabeza. La
biblioteca Lucila González de Chaves cuenta ahora con 17 mil volúmenes y una
tarde semanal de lectura a los de quinto de primaria.
(Nota: Dicha biblioteca perdió su nombre, años
después, por causa de discrepancias de doña Lucila con el monje, respecto al
“Seminario de Literatura” que ella creó, organizó y dirigió gratuitamente por
años, al servicio de la comunidad educativa. Ahora se llama: Biblioteca San
Agustín. Por dichas discrepancias sobre temas literarios, desarrollo del
seminario y metodologías aplicables, el monje despidió de manera nada afable ni
agradecida, a doña Lucila. El monje procedió inmediatamente a cambiarle el
nombre a la biblioteca).
EL HONOR QUE
SE LE CONCEDIÓ AL PONER SU NOMBRE A UNA EXCLUSIVA BIBLIOTECA
Hay un honor que doña Lucila lleva grabado
entrañablemente en sus sentimientos de gratitud:
el CEFA la homenajeó por el año 2001, nombrando la biblioteca con
su nombre. Fue resolución de la rectora, doctora Gladis Otálvaro, al ir
conociendo la trayectoria de la antigua alumna del Instituto Central Femenino y
maestra excelente del CEFA, durante treinta años, y al ir leyendo sus escritos
de gran aceptación y funcionamiento como herramienta para profesores y alumnos.
Fue una maravillosa fiesta el acto solemne de inauguración de dicho nombre a la
Biblioteca, con el trascendente discurso de la excelente rectora, las
innumerables copias de textos, (sobre todo “El principito”) visibles en
carteleras y paredes, del gran autor francés, Antoine de Saint-Exupèry, autor
preferido de doña Lucila, y las muchas cartas de las alumnas escritas a la
maestra del idioma por las alumnas, la exquisita amabilidad de los profesores y
directivos, etc.,
Para entonces, doña Lucila tenía ya renombre como
la única autora de los textos de Español y Literatura, que ya habían cumplido veinticinco años de haberse editado por
primera vez en los talleres de Bedout- y de su columna dominical de El
Colombiano: Hemos oído y leído, Funcionalidad del idioma, de lectura
obligatoria en colegios y algunas universidades.
En esa columna, como en sus textos, doña Lucila no
hacía concesiones que pudieran disminuir el idioma. Por esos días se
cuestionaba la propuesta de García Márquez de suprimir el uso de la hache y por
si fuera poco, de la ortografía. no faltaba en cada espacio de los noticieros
de radio y televisión alguna nota alusiva al asunto y doña Lucila fue la
protagonista en una de éstas.
-¿Maestra, qué opina de la propuesta y qué sería
del mundo sin ortografía? Le preguntó la
periodista de un magazín de la televisión regional. Y doña Lucila contestó:
-¡Me parece una macondada! Su rostro que hacía poco
había cumplido los setenta quedó enfocado en un primer plano con el fondo del
sillón de siempre, el que la hace sentir en confianza con los periodistas. La
noche del veintitrés de abril, millones de antioqueños la vieron en sepia.
Y a veces, es probable que ese tono sepia que se
hizo notorio en aquélla entrevista de televisión esté sugerido en sus columnas
y en sus libros, la defensa de la
tradición, de lo clásico, por una maestra que, sin embargo, con todo y su
experiencia, de ningún modo es chapada a la antigua, pues se muestra
comprensiva y tolerante ante las nuevas tendencias y combina con sapiencia lo
pasado, lo presente y lo porvenir con la autenticidad, independencia y
autoridad, propias de quien como doña Lucila, es por sí misma, su propia
escuela.
CANCIÓN DE
PRIMAVERA EN OTOÑO
La jubilación le ha servido a la “Maestra del
idioma” por muchas generaciones para reflexionar, ya sea de modo verbal o por
escrito, acerca de una variada gama de cuestiones trascendentales y muy en
especial del sentido de la vida. Si en un tiempo se deleitaba leyendo y
subrayando cada frase o párrafo que le impactara de novelas como La Historia de
San Michel o Los Hermanos Karamazov, o Crimen y castigo, o Humillados y
ofendidos (a sus diecisiete años ya había leído doce obras de Dostoievski); a
los diecinueve conoció “El Corán” y aunque se haya dicho y sostenido que nunca
se ha podido traducir, doña Lucila lo conoció en español, se lo prestó su
profesora del CEFA, Siempre ha sido
devota de los libros sagrados de
la India “Los Vedas, los Upanisah”, le atraen su filosofía y su espiritualidad;
sin embargo, hoy, su libro de cabecera
es la Biblia. Cada noche, antes de dormirse, lee alguno de los Salmos,
el que más ama es el Salmo 23 (“Eres mi Pastor, nada me falta…)”, o de los
Proverbios, o el Libro de La Sabiduría; el evangelio de San Juan que no lo
cambiaría por ningún otro, porque “leer
en profundidad y en amor y fe este evangelio es saturarnos de DIOS.
Reconoce que el estar jubilada nunca le ha gustado,
por el sólo hecho de encontrarse de repente sin nadie con quién compartir lo
que aprende, lo que investiga y reducirlo a unas fichas, le produce nostalgia;
pero lo hace, lo sigue haciendo, es su disciplina: escribir, lo que piensa, lo
que siente, lo que cree que es agradable compartir. Su historia cambió y
volvieron a brillar los luceros de la cultura a poco de jubilarse. Empezó la
sociedad a necesitarla para dictar seminarios en empresas y en instituciones
particulares y oficiales, y muchas conferencias dictadas en varios colegios de
Medellín. Con la jubilación sólo cambió de público, dice ella.
Frente a sus alumnos de Lengua Materna (composición
oral y escrita) de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Santo Tomás de
Aquino (Medellín) de los Padres Predicadores (a la que se vinculó desde hace
tres semestres para dictar la materia cada jueves de nueve a once del día) no
cree que haya tenido tiempo para pensar
en un final de la vida.
Comprende que por la edad necesita cuidarse lo
necesario para mantenerse en buen estado y, cada día se siente absolutamente
feliz: “Mi trabajo nunca fue tan agobiador como para impedirme viajar con mi
esposo todo lo que pudimos, para disfrutar de mi querida familia y de las cosas
que me gustan y ejercer mi profesión desde otros campos”.
SUS VIAJES
Y es que Doña Lucila tuvo la oportunidad de
recorrerse el país durante las vacaciones escolares (después de diez años de
permanecer en su casa criando sus cuatro hijos). Ha tenido la oportunidad de ir
a México, a Estados Unidos y a Europa Central, a Aruba y Curazao y los países
de Sur América, ya de casada y en compañía del maestro Chaves.
Aún recuerda con el corazón henchido –como todas
aquéllas cosas que en su vida la han conmovido, y si tenemos en cuenta su
carácter sensible, enamorado y soñador, la vez que entró a los aposentos de la
casa de Mozart en Salzburgo; su admiración por Florencia (Italia) donde nació
el renacimiento y que ella eligió como morada de sus gustos culturales, de sus
aspiraciones, de sus ideales artísticos. La visita a la casa de Dante; a la
tumba de Beethoven; los canales de Venecia, el Vesubio y el palacio de los
emperadores romanos, o el repique de campanas a las doce del día en la Basílica
de San Pedro en Roma, un domingo de Pascua en que el Santo Padre se disponía a
bendecir a su rebaño del sinfín de nacionalidades que esperaban con impaciencia
verlo asomarse por el balcón de su residencia con un “queridos hermanos” dicho
en polaco, italiano, inglés, español, alemán, francés, griego y todas las
lenguas posibles en que Juan Pablo Segundo ha sido capaz de hacerse entender.
LIBRO PARA EJECUTIVOS PROFESIONALES
Después de su Gramática y estilística desde A hasta
Z, tal vez uno de los más vendidos, leídos consultados, libro de consulta para
ejecutivos, profesionales, maestros, periodistas, estudiantes y secretarias, y
cuya idea nació de “la urgencia de educar en el buen hablar y en el mejor
escribir”, tiene en mente la publicación de otros textos.
(El libro citado fue reeditado por el Departamento
de Antioquia para incluirlo en la Colección del Bicentenario).
El filósofo español Julián Marías ha escrito, desde
su edad venerable, que la vida es proyectiva. Hasta el último instante hay que
vivir en son de planear, de concebir proyectos. En doña Lucila se observa ese
mismo afán, esa vocación de hacer planes. Y sus proyectos siguen siendo los
mismos de toda la vida: Investigar y estudiar y perseverar en su papel de
defensora del idioma: Ella afirma: “Es una gran satisfacción para mí esa
columna que publico en el Literario Dominical. Me colma de mucha energía y bienestar.
Continúo tomando notas y haciendo resúmenes de todo lo que oigo y leo. Lo
último que he hecho son unos mapas conceptuales, (nueve en total) para
agregárselos a los textos que he estado planeando. Estos nueve infogramas
recogen todo lo que hay que estudiar en relación con la lengua materna. Son
absolutamente originales, ideados una noche en que sentí el acoso de los muchos
y complicados aspectos de nuestro idioma”.
EL PLACER DE LEER
-Doña Lucila: ¿Qué es para usted la lectura?
-La lectura ha sido no un complemento de mi vida
sino el sentido de ella. No sé si podrá haber en alguien lo que llaman “edad
avanzada” coexistiendo con el asombro, la curiosidad, la dulcedumbre frente a
un libro. Pueden perderse todos los amores, todos los anhelos, todas las
ilusiones, pero el amor y el interés por un buen libro nos acompañarán –creo
yo- hasta la tumba “y todavía después”. Desde el momento en que otro nuevo
libro –amando intensamente los que se tienen por haberlos buscado uno a uno-
presiona nuestras manos, nos cambia el entorno interior y exterior: su olor,
desconocido hasta entonces, su textura, el paginaje, la forma de sus letras,
todo nos hace vislumbrar un nuevo gozo, bien si lo leemos por placer o porque
él nos inundará de luz espiritual o mental.
-¿Y cómo influyen los libros en la formación del
ser humano?
Me parece que los grandes hombres y mujeres, en
cualquiera de los campos en que descuellen, deben más a la lectura lenta,
continuada, meditada durante cada minuto de su vida, que a la universidad.
-Unos leen porque su carrera se los exige. Otros
porque no pueden vivir sin los libros y son unos verdaderos ratones de
biblioteca. Hay gente que lee sencillamente porque no tiene nada más que hacer
y desea matar su tiempo en algo distinto a lo que hace cuando no está
descansando. Y hay quienes leen para mitigar sus penas.
¿Por qué motivos lee, doña Lucila?
-En dos líneas paralelas se ha desenvuelto mi
lectura: La lectura por placer, por deleite, como descanso –y también porque mi
profesión de maestra de literatura me obliga a ello- y es el caso de leer
novelas, cuentos, ensayos, relatos y todo lo que, con la narración, el drama y
la poesía tiene que ver. En este aspecto literario me llaman poderosamente la
atención las novelas de tesis y las psicológicas. También hubo la época para
leer con arrobamiento las narraciones de aventuras y las románticas.
-Cuando tenía diecisiete años ya había leído doce
novelas del escritor ruso Dostoievski. Mucho me gustan las novelas del español
José Luis Martín Vigil. De él tengo en la biblioteca quince obras, y de ellas,
las imborrables –para mí, ¡claro! - son Cierto olor a podrido, Una chabola en
Bilbao y Los curas comunistas. El conocimiento de este escritor español en lo
relacionado con el carácter y el comportamiento de los adolescentes es
admirable y cómo nos ayuda a conocer y a tratar a nuestros jóvenes.
-Y la otra línea de lectura –ya dije que dos- es la
realizada por estudio, investigación, aprendizaje. Una lectura lenta,
reflexiva, seria, comprometida que llena de gozo cuando se desentraña el saber,
se asimila y, entonces, nos sentimos dueños de él y llegamos al gozo máximo de
compartir con los alumnos el fruto de estas búsquedas.
-¿Cuáles han sido los libros que en su quehacer y
en su disfrute ha leído más de una vez?
-No sé si resulte pedante expresar que, por mi
oficio, cátedra de literatura, y por mi gran amor a la lectura, he repasado
muchas veces El Quijote, El Extranjero de Albert Camus, las siempre presentes y
simbólicas obras de Franz Kafka; muchas –tal vez, todas- las narraciones de
Gabriel García Márquez y su embrujo de la palabra literaria. Leí con sumisión y
alelamiento las obras de Antoine de Saint-Exupèry, y de él sigo leyendo –después
de unos quince deleites- la obra El Principito; su ironía y su ternura, además
del sentido de la amistad, satisfacen plenamente. Un libro para toda la vida y
para todas las edades: Detrás de cada inocente y tierna frase hay una
reflexión, una extrapolación con lo nuestro. En fin, no terminaría nunca de
decir cuántas, cuáles son las obras leídas en mis cuarenta años de discurrir
por las aulas de clase, más las obras leídas en la adolescencia.
-Hábleme de un autor que la haya marcado...
-Rabindranath Tagore fue “autor de cabecera”: su
misteriosa expresión de la ternura y la espiritualidad me cautivaron, aun sus
obras de teatro, porque en ellas también hay mucha poesía. Su estilo es
insuperable muchas veces lírico, muchas veces didáctico.
-¿Qué otro tipo de libros y géneros literarios la
envuelven y cuáles de ésos recomienda leer?
-Los que enseñan el manejo y disfrute de nuestra
lengua, los relacionados con la filosofía, la psicología, el desarrollo sano y
ascendente de la espiritualidad y la emoción, son libros de mi elección y los
leo con verdadera entrega a sus contenidos y con una laudable constancia. He
leído con mucho interés y varias veces a autores como: Ignace Leep, Constancio
C. Og Mandino, Leo Buscaglia, Anthony de Mello, Krishnamurti; al jesuita
antropólogo Teilhard de Chardin y muchos otros son para mí veneros de infinita
paz interior, de luz en el camino, de selección de hitos puestos con amor en lo
que Unamuno llamó “Un sentimiento trágico de la vida” (un espléndido libro para
ser leído siempre).
-Y hay un aspecto de lectura que desde los siete
años me ha avasallado, y siento placer al declarar que aún me conmueve y me
hace reaccionar hasta en lo más hondo de mi ser: la poesía. Advierto que no
prefiero la rima; me llenan mucho más el mensaje y el ritmo. Creo que, si la
poesía no tiene musicalidad y mensaje, no vale la pena. La verdadera y hermosa
poesía que convoca para deleite de sus devotos, la musicalidad, el mensaje y
las incomparables y a veces difíciles imágenes literarias, son los aspectos que
hacen eterno el tema poético. Mi debilidad es el soneto. Mirando mi biblioteca
me he tropezado muchas veces con un libro de poesías del español Garcilaso de
la Vega que con mis ahorros compré por cinco centavos, cuando tenía catorce
años, en la Feria del libro, presentada en una casona de La Playa, a pocos
pasos del Palacio de Bellas Artes. Yo era estudiante de nunca olvidado
Instituto Central Femenino.
En 1978 murió el más grande sonetista de América
del Sur: el argentino Francisco Luis Bernárdez, y fue una enorme pérdida para
la poesía. Yo me sé de memoria muchos de sus sonetos, entre ellos el grandioso
mandamiento para vivir bien: “El silencio”:
No digas nada, no preguntes nada,
cuando quieras hablar, quédate mudo:
Que un silencio sin fin sea tu escudo
y al mismo tiempo tu perfecta espada.
No llames si la puerta está cerrada,
no llores si el dolor es más agudo,
no cantes si el camino es menos rudo,
no interrogues sino con la mirada.
Y en la calma profunda y trasparente
que poco a poco y silenciosamente
inundará tu pecho de este modo,
sentirás el latido enamorado
con que tu corazón recuperado
te irá diciendo todo, todo, todo.
Hay que
recordar también los sonetos de Petrarca; y debo reconocer la grandeza de
poetas como Silva, Valencia, Barba Jacob, Gabriela Mistral, Juana de
Ibarbourou, Delmira Agustini, nuestra colombiana Laura Victoria y muchas más….
-¿Tiene usted alguna novela o poesía de la
literatura colombiana o latinoamericana que le haya causado mayor impacto?
-Aquí cabe confesar que siempre, siempre me ha
fascinado y me sigue colmando plenamente la novela “Vorágine” del colombiano
José Eustasio Rivera: combina en su novela de manera magistral, el realismo, el
naturalismo, la pasión y la poesía; es un apretado haz de belleza literaria. En
esta incomparable obra se basó mi trabajo de grado para recibir un modesto
título de “Experta en letras”.
Fui una
apasionada lectora de Rubén Darío y de Amado Nervo en mi época de estudiante,
placer que creció en mis años de universidad, cuando mi profesor de literatura,
Rubén Arango, nos deleitaba declamándolos (he sido y seré siempre una devota de
las bellas voces: bien timbradas, perfecta articulación, armoniosa
pronunciación, hipertonos adecuados, como las del escritor y periodista Juan
José García Posada, el comentador de programas culturales de radio UdeA, Rafael
López, y la declamadora Adriana Hernández, con un estilo muy propio, pero en la
línea interpretativa de la magistral Berta Singerman.
-A propósito de voces y de poesía y de declamación,
creo –concepto muy personal- que nadie ha declamado, ni lo hará nunca, como
Bertha Singerman; “esa voz suya, orquestación perfecta de campanas” como le
dijera alguna vez la inigualable poetisa Juana de Ibarbourou. A todos los
recitales de la Singerman en Medellín asistí y de todos ellos hice breves
comentarios para la prensa: algunos en El Colombiano; otros, en El Correo.
Tengo algunos discos grabados por esa argentina inalcanzable en la declamación,
y los conservo como verdaderas joyas.
-Doña Lucila, y ¿usted cómo lee?
-Si el libro es mío, subrayo y luego le hago una
ficha; si el libro es prestado, tomo notas para conformar después la ficha. En
mi fichero tengo un espacio en donde guardo las fichas de las obras leídas, (un
poco más de doscientas) tanto las literarias como las de estudio. Estos
comentarios y resúmenes me permitieron escribir en un relativo breve tiempo los
textos de la Serie Español y Literatura, lo mismo que para mis programas de
radio, los seminarios, las conferencias y demás.
Como uno de mis gratos ejercicios mentales es el
de releer, me sorprenden y embelesan algunos subrayados de libros que
apasionadamente leí en mi adolescencia; me digo: hoy, volvería a subrayar lo
mismo, y ¿por qué no decirlo?, admiro a esa muchachita que buscó refugio en los
libros y que tuvo la capacidad de calar hondo en sus contenidos. Fui rebelde e
irreverente con Pombo en la Hora de tinieblas; desconsolada e infeliz,
desorientada y escéptica con Rafael Núñez en su ¿Qué sais je?; fervorosa y
mística con Tomás de Kempis en su Imitación de Cristo y con las obras de Santa
Teresa y San Juan de la Cruz. Y, así, de la sombra a la luz, de la claridad a
las tinieblas fui estructurando mi ser, mi sentir y mi pensar. Aún recuerdo
cuando en el Instituto Central Femenino, una de mis maestras me obligó a ir a
confesarme con el Padre Ignacio Mesa, el capellán del Colegio, porque me
encontró leyendo la Hora de tinieblas y el libro de Schopenhauer El amor, las
mujeres y la muerte; otro día me encontraron leyendo al escritor Juan José de
Soiza Reilly (La ciudad de los locos); en síntesis, le dijeron a mi
tía-maestra-mamá: “Vigílela porque la lectura la llevará por malos caminos”.
-Creo que sigo andando esos malos caminos de
adentrarme en los libros y decir con la expresión de don Juan José García
Posada que “los libros nos han dejado cicatrices en los ojos, pero nos han
permitido restañar la sangre de las heridas del alma”.
LA BIBLIOTECA DE UNA MAESTRA
Y ¿cómo es la biblioteca de doña Lucila y cuáles
obras justifican su defensa de la lectura?
Tiene tres estantes para todo lo relacionado con
las obras completas de los más célebres autores en novela y poesía, dos para
las obras de reflexión: filosofía, espiritualidad, crecimiento humano y también
para la sicología, la que estudió durante cinco años en su preparación para ser
maestra; uno para biografías, tres para estudio de todo lo relacionado con el
estudio del idioma y para una gran cantidad de diccionarios, y dos para
enciclopedias y obras que a su juicio son de corto alcance, pero que ella como
profesora de Literatura debió leerse obligatoriamente para tener suficientes
argumentos de crítica y análisis. Posee una de las primeras ediciones del poeta
español Garcilaso de la Vega, adquirida por cinco centavos (año 1944) en una de
las primeras ferias del libro que hubo en Medellín (éste y muchos de la feria
del libro se reconocían por su tamaño de bolsillo y por tener portada y
contraportada en rústica y letras sin ningún rasgo excepcional, en la fuente
tipográfica Courier new de entonces).
Además, guarda con amor las revistas del Instituto
Central Femenino y las del Cefa que doña Lucila siempre organizó y dirigió;
también, la primera edición, (con pasta en verde y amarillo, los colores del
Colegio) de un manual para aprender a
manejar computadoras, que el CEFA editó
en sus instalaciones, para las profesoras, pues empezaban a llegar, más o
menos, en 1980, los primeros computadores; el colegio había adquirido cinco y
en un aula del segundo piso frente a la carrera Villa, una adusta y huraña
profesora de alguna universidad, había sido contratada para que nos diera
clases sobre el manejo de dicho artefacto……
En su biblioteca, en todo el centro de los
estantes, el equipo de sonido y un escritorio de metal con vista a la calle,
para airear los pensamientos cuando lee o escribe algo acerca de lo leído; en
una columna de madera, un busto de Mozart esculpido en yeso y traído de Austria
por el maestro Chaves para hacerle honor a la música del espíritu, a la música
que Lucila amó desde su juventud por la finura de la melodía y con la que sus
hijos supieron criarse. Al lado una mascarilla de Beethoven, copia fiel de la
original que hay en Alemania, traída también por el maestro.
Humillados y ofendidos lo cuenta entre los libros
que subrayó con tinta roja en las páginas 101, 100 y 97. Fue una de las muchas
obras de Dostoievski que, cuando estudiaba, le regaló su gran amigo y novio,
profesor del Liceo Antioqueño, Paúl Arredondo Vélez. También está en puesto de
honor La Historia de San Michel, sobre la verdadera vocación de un médico a
finales del siglo, “es una lección de
amor a la humanidad”, opina doña Lucila.
Junto a las anteriores obras están las catorce de
José Luis Martín y las diez de Dostoievski, en el estante de los clásicos,
donde encontramos cuatro ediciones del Quijote y cinco libros, todos de estudio
sobre el Quijote; es lo primero que se destaca al acercarse a la biblioteca.
El recorrido por este mundo personal de los libros
de Lucila González de Chaves continúa de manera ordenada por los tres de Juan
Rulfo, tres de Carlos Fuentes, tres de Ernesto Sábato, uno de Alejo Carpentier,
quince de García Márquez, cuatro de Kafka, siete de Azorín, cuatro del
colombiano Álvaro Salom Becerra, las obras de las colombianas Rocío Vélez de
Piedrahita, María Elena Uribe de Estrada, Sofía Ospina de Navarro, Piedad
Bonnet, Mara Agudelo….
Guarda cinco de las obras escritas por el jesuita
Teilhard de Chardin y una colección de siete pequeñas obras, todas ellas,
estudios sobre el ilustre sacerdote antropólogo.
Doña Lucila tiene en su poder los diecisiete tomos
de la Enciclopedia Cultural, el diccionario de filosofía de Ferrater Mora,
veinte tomos de la colección
Universitas, diez libros de Goethe, cinco de Oscar Wilde, La confusión de los
sentimientos de Stefan Zweig, las grandes biografías escritas por este autor,
lo misma que las de Emil Ludvin, dos ejemplares de La Conquista de la
felicidad, de Bertrand Russell, María de Jorge Isaac, La Vorágine de Rivera, La
canción del caminante de Silvio Villegas, cinco libros de Germán Arciniegas, la
obra completa de Eduardo Caballero Calderón, las obras completas de Shakespeare,
las obras completas de José Enrique Rodó, las de Tomás Carrasquilla, ocho de las novelas de Álvarez Gardeazábal,
en el estante del extremo izquierdo, junto a la ventana.
Seguramente si se tratara de un decorador o a duras
penas de alguien dedicado a la tarea de acomodar libros, de inmediato se
aburriría y para entonces no dejaría de sentir el molimiento producido por el
esfuerzo al subirlos y al bajarlos uno por uno, para darse cuenta de cuántos
dispone. Doña Lucila no se deshace de ninguno. A todos por igual les encuentra
el mismo valor intelectual y sentimental y ni se cansa de hacer el inventario,
porque ellos han sido sus verdaderos y permanentes maestros, hora tras hora.
Sin importar el calor sofocante de una tarde de
febrero, ni el sol que penetra por la ventana que da a la calle, invadiendo su
biblioteca y sala de televisión y visitas, se deleita en mostrarnos unos
hermosos tomos de Alfonso Reyes, también los libros sagrados de los pueblos
americanos: el Chilám Balám, el Popol Vuh, el Yurupary, cuatro obras de Manuel
Mejía Vallejo; dos libros: El Alférez Real y El Viejo y el mar, justo al pie de
su escritorio de metal. Y puede contarnos que posee tres ejemplares de la Divina
Comedia del excelso Dante; el Decamerón de Bocaccio, y ¡ah! Las Cartas de
Ripol, correspondencia entre el filósofo de “Atraparte” y el monje benedictino
Ripol, libro en que es posible acercase a los dos desde el punto humano,
sentimental y, además, teológico. De Fernando González doña Lucila posee las
colecciones que editaba hace muchos años la Editorial Bedout. En fin… son
muchos cuentos, novelas, poesías y ensayos de grandes autores de la literatura
de todas las épocas y todas las regiones del universo.
NIETA Y DISCÍPULA
Los libros de la biblioteca de doña Lucila no están
reservados únicamente a ella, ni la lectura y estudio detallado de algún
aspecto no entendido en clase han sido privilegios suyos o de sus ex alumnas y
alumnos actuales. Cuando ve a su nieta Sarita Osorio Chaves alumna del Colegio
de La Enseñanza, estudiando para un examen le sugiere que haga un resumen, para
que no tenga que aprenderse el cuaderno de memoria, y atiende con amor, todas
consultas que le hacen Sarita y sus demás nietos.
-¿Abuelita, y usted hasta cuándo va a escribir la
columna de El Colombiano?
La pregunta fue de Sarita, una de las nietas de
doña Lucila, que está por cumplir los catorce años.
-Yo espero
escribirla hasta que me muera, o hasta que, en El Colombiano, no haya más
espacio para el idioma.
¡No abuelita, cuando te mueras yo voy a seguir con
la columna y en esta máquina de escribir!
Sarita, inquieta lectora, se estremece en la mitad
de las historias de terror de Escalofríos, la serie que, entre muchos cuentos,
el maestro Chaves y doña Lucila les han comprado a sus nietos. A la niña le
encanta leer La Princesa y el Dragón; La torta voladora, el que ha leído con
mayor voracidad: “Mi abuelita es muy querida, muy buena profesora y muy buena
amiga. Cuando salimos, mucha gente la saluda. Sus columnas…, yo se las muestro
a mis profesoras de La Enseñanza. Cuando estoy callada y sin ganas de hacer
algo, ella me dice que lea algún libro, y eso hago. Apenas lo abro se me quita
el aburrimiento...”
Para doña Lucila no tiene ninguna lógica un proceso
de enseñanza que no incluya al individuo, nada de masas, y por eso respeta el
ritmo en que aprende su nieta, como el ritmo en el que deben aprender todos los
niños y jóvenes, y comenta como una gran sorpresa, el sábado en que la vio
escribir y luego le presentó un corto cuento titulado “La huelga de las
letras”.
PALABRAS PARA LA POSTERIDAD
“En este momento, el triángulo educativo se
desajustó: El maestro, quien impartía la enseñanza; el alumno encargado de aprender
y los padres de colaborar. Los padres pasaron a ser los enseñantes y no están
capacitados porque les falta paciencia, psicología y pedagogía para entender a
los hijos... Uno se hace maestro escuchando a los alumnos.”
Ella critica las supuestas verdades absolutas de
muchos profesores que siempre esperan que el alumno responda, en sus
participaciones orales o por escrito, exactamente lo que los profesores
pensaron que tenían que responder. No dan cabida a la imaginación o creatividad
o reflexión de los alumnos. Estamos en la época en que se exaltar con pasión la
pedagogía, pero, ¿dónde está la metodología? Ella es la parte fundamental del
ejercicio enseñanza-aprendizaje, y al lado de ésta, la psicología, y si no
¿cómo hacemos para conocer a nuestros muchachos?
-Yo creo (y esta es una pregunta a doña Lucila) que
la crisis de la educación actual y en sí, de lo cultivados o no que estén los
niños y jóvenes de ahora en todo sentido, no es únicamente problema de los
maestros. Dígame qué opina a propósito...
-Con toda sinceridad (responde), la gran mayoría de
los jóvenes de esta generación tienen menos asideros espirituales (no hablo de
religión ni de creencias; la espiritualidad es otra cosa) y todo es una colcha
de retazos. Han dejado perder sus valores morales y éticos. Si se conservara el
principio de hacerlo todo con responsabilidad y compromiso, todo sería mejor.
TIEMPOS DE FRIVOLIDAD
El peor daño de la cultura light a la sociedad
consiste en que nadie se compromete con nada, nadie quiere ahondar en nada,
dice doña Lucila. Todo es superficial, todo debe ser rápido y fácil. ¡Hasta la
comida y, más aún, el dinero! ¡Y hasta las amistades son pasajeras!
Obviamente doña Lucila no es de las que viven con
la angustia de que todo tiempo pasado fue mejor. Está de acuerdo en que las
cosas, con el paso de los tiempos, tienen que cambiar, pero siempre apuntando a la responsabilidad y a la ética.
-Sin eso sería imposible estructurar una familia,
un alumno. “Haga usted, investigue usted”. ¡Y si nadie les revisa, si nadie les
explica, si nadie les enriquece, si nadie les completa sus conceptos ¿para qué
poner a los alumnos tareas y trabajos? Eso es sencillamente frustrante. No creo
que la frustración sea la mejor ayuda para cimentar el carácter de alguien,
para hacer que crezca y se desarrolle la libertad en el buen sentido
formativo: sin libertad no habrá
responsabilidad. Ser maestro imprime carácter; eso me preocupa y me compromete;
y no estoy de acuerdo con lo que muchos profesores afirman: si el cincuenta por
ciento de los alumnos le entienden, usted es un buen profesor. Hay que luchar
para que todos entiendan.
-¿Cómo ve a los genios? ¿Todavía los hay? ¿O ya
están en vía de extinción?
-Llegan a los catorce o quince años y ya lo saben
todo o creen saberlo todo. De adultos, la mediocridad se los devora. Hace mucho
tiempo apareció Roberto Benzi, un italiano que dirigía orquesta a los siete
años. Hoy, ya adulto, casi nadie lo recuerda.
A Mozart no le alcanzó la vida para ser mediocre.
Unos dirían: La gracia Divina. Otros, la suerte. No entendemos ni valoramos
nuestros genios, a causa de nuestra envidia e ignorancia, por eso, ya Cervantes
no representa nada. Ni en Colombia León de Greiff, por mencionar a uno de
nuestros grandes poetas... Ni el resto
de los clásicos.
-¿A qué se debe la demanda creciente de los textos
de superación personal, entre el común de la sociedad?
-Estamos tan deteriorados en todos los campos que
hasta en la forma de hablar se nos nota. Muchos basan la espiritualidad en Chopra,
en Antony de Mello, en cuanto libro de la llamada Nueva Era aparece, en las
obras de autoayuda. La gente está buscando mucho el remedio para su soledad
interior, para su vaciedad, para su liviandad, pero no sabe qué es lo que sirve
ni para qué. La medicina bioenergética (o alternativa) está hoy ayudando mucho
al fortalecimiento de nuestros cuerpos: físico, mental energético y emocional.
Nos dice que hay que escuchar al cuerpo para tener bien la mente, y lograr un
nivel de bienestar holístico.
-Creyéndole a todo el mundo, dudamos de nosotros
mismos. Nada está en su sitio. Ni lo político ni lo religioso, ni lo cultural.
¡Hay que vivir de frente! Todos en alguna medida tenemos que ser líderes. No es
sentarnos a llorar, porque hace veinte años era mejor; no. Hay
que ser valientes, luchar por mejorar ¡Pero un paso
en línea recta crea enemigos y duele! ¡Nos dejan solos! Y es difícil superar
estas pérdidas.
DE LA AMISTAD
-Doña Lucila, y cambiando de tema, cuénteme qué
hubo de Oliva González, su amiga de La Presentación en Titiribí…
-Es aún mi amiga. A pesar del tiempo que ha pasado,
siempre la recuerdo. Está casada con un magistrado del Tribunal Superior de
Justicia y tiene dos hijos, inteligentes y buenos profesionales.
Hace tres años volvieron a encontrarse. Al
principio doña Lucila no se atrevía a llamarla por teléfono, debido a su
timidez. Fue Oliva quien tomó la delantera de buscarla. Y parafraseando a Fray
Luis de León, doña Lucila dice: Un retomar de la historia del afecto.
A doña Lucila le gusta la libertad interior de las
personas amigas, porque encuentra que no tienen apegos.
-¿Qué significa para usted una alumna destacada?
La “maestra
del idioma” contesta muy segura:
Es una alumna que supo asumir el compromiso de su
vida y que tomó la opción de vivirla plenamente. Para mí son tan destacadas la
médica, como la enfermera, como la religiosa, la maestra o la madre de familia.
Todos los oficios son importantes. Y si ese oficio se asume con amor y
responsabilidad, eso es lo que vale. Pero tengo la certeza de que la buena
alumna tiene que ser un buen ser humano, cuidar y enriquecer su alma y su
espíritu. Cuántas veces hemos visto que una persona destacada en el campo del
saber puede ser un canalla en el campo del afecto, de las relaciones con los
otros.
DE REGRESO AL PAISAJE DE LA INFANCIA
Los viernes al caer la tarde -cuando no acude al
Café Literario de El Colombiano- doña Lucila se va, en compañía de su esposo
para su casa de descanso en Titiribí, situada a tres cuadras de la plaza, más
exactamente al comenzar las faldas de cafetales, como lo había dicho don
Octavio Quintero Villa.
Titiribí no es tan lejos como se piensa. Queda a
sólo una hora de Medellín. La cultura artística, literaria y musical persisten
en este pueblo todavía muy auténtico en costumbres y tradiciones. Entre las
costumbres conserva esta: A las cinco de la tarde -sin falta- pasa una recua de
mulas cargando en cajones de madera, desde el matadero, la carne que va a los
toldos de la plaza en el mercado de los domingos, o a las carnicerías, para
venderla durante la semana.
Al llegar al pueblo adoptivo de doña Lucila, es
preciso afinar los reflejos y caminar con paso firme y pausado, porque en
cualquier monto se puede caer en plancha hasta deslizarse por las calles-paredes
y someterse a la burla o a la compasión de todo el que pasa. No es mentira.
Todas las calles son unas faldas tan altas que semejan paredes y todas conducen
al templo parroquial, esa imponente edificación republicana, que aún conserva
el sagrario elaborado en plata maciza, traído de Francia por la abuela de don
Elí Posada, uno de los amigos de doña Lucila, y premiado a principios del Siglo
Veinte como el más hermoso del mundo; admiramos también el balcón de barandas
doradas que en forma de caracol, nos lleva al espacioso coro a lo largo de las
tres naves, y la pesada pila bautismal en mármol, y el gran fresco de san Juan
Bautista hecho en mosaicos; el Viacrucis en altorrelieve, la estatuaria, toda
barcelonesa o francesa.
Allí en su casa blanca de ventanas verde pasto y de
un patio-solar (la mitad de la casa) sembrado de arbolitos y flores, desde
donde se divisan las montañas de otros municipios cercanos, como Armenia
mantequilla descansa la pareja de músico y maestra-escritora, lejos de ese
ruido capitalino que no permite discernir con total claridad el balance de la
semana.
Ya preguntaban más de uno de los asistentes a la
tertulia del Café Literario de El Colombiano qué se habría hecho “doña Lucila”,
que ya no la vemos haciéndose sentir como maestra de la lengua y cultora de
ella, en sus cortas pero interesantes intervenciones.
EL DINAMISMO DE LA MAESTRA EN EL BUEN DECIR.
Fue precisamente en octubre de ése año en que
decidió fugarse al campo, que se le pudo ver de vuelta acompañada de uno de sus
hijos y del rector del Santo Tomás, el liceo donde estudiaron su “piernipeludo”
Darío Vélez y don Octavio Quintero Villa y su siempre amigo Elí Posada
Vélez. ¡Doña Lucila se vino de su
refugio porque venía de España el filósofo Fernando Sabater por primera vez a
Colombia y a Medellín!
Las sillas del auditorio de El Colombiano se
encontraban ocupadas casi en su totalidad cinco minutos antes de que apareciera
en escena uno de los filósofos contemporáneos más importantes del mundo; el
público habitual del Café Literario, más el de estudiantes e intelectuales, se
hallaba a la expectativa de saber cómo acercársele y de comprobar si era tal
como lo fotografiaban en las solapas de sus obras. Por fin, entró y avanzó
hasta la mesa principal. Y detrás de él... Doña Lucila González de Chaves.
Desde entonces, doña Lucila decidió repartir su
tiempo de la mejor manera posible, de modo que no sacrificara el Café
Literario. Un fin de semana en Titiribí, otro en Medellín. La movió un hondo
sentimiento de nostalgia al haber dejado de asistir a aquellas tertulias de los
viernes, que la hacían sentir más viva que nunca cuando hablaba con la
propiedad de toda una maestra sobre cualquier autor de la literatura universal.
A doña Lucila se le volvió a ver casi con la misma regularidad de antes en el
Café Literario, su escenario predilecto.
Estuvo en la presentación del libro de Cervantes:
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, en CD ROM y curioseó todo lo que
pudo en la búsqueda de refranes, cartas, sentencias del Caballero de la Triste
Figura; de Dulcinea y la Maritornes. Cada nuevo invento de la tecnología la
“deja pasmada”, mas no adicta.
Y no se perdió por nada del mundo la conferencia
del admirado escritor y crítico peruano, Mario Vargas Llosa, durante su visita
a Medellín, también una tarde en el mismo auditorio de El Colombiano donde se
han llevado a cabo las tertulias literarias
A sus muchos años, doña Lucila continúa
tan dinámica como siempre. Es una mujer muy presente. Su vida no se reduce a una
sola actividad: Está en el Café Literario, en las aulas de Arquitectura de la
Universidad Santo Tomás de Aquino (sección Medellín), en la página de Hemos
Oído y Leído de el Dominical Literario de El Colombiano; en los libros que ha
seguido escribiendo después de su Serie de Español y Literatura, pero también
con su esposo el maestro Luis Eduardo Chaves, en la casita de descanso de
Titiribí y con sus hijos y nietos.
La sorprende y le gusta la tecnología, ha leído
varias cosas, y, completo, El hombre de la esquina rosada de Borges, por
Internet. Aunque para ella no hay diferencia entre leérsela en computador o en
impresos –pues al fin y al cabo lo que importa es el contenido y no la forma-
sí prefiere el libro físico: enterarse en qué página va, retroceder, avanzar
sin desafío para sus gastados ojos, el exclusivo olor del libro acabado de
comprar.
Doña Lucila tiene la certeza de que el trabajo
intelectual no envejece; al contrario, rejuvenece espiritualmente y que, al
contrario del poema nostálgico de Rubén Darío, Canción de otoño en primavera,
que dice, “juventud divino tesoro, te vas para no volver”, en su caso ese
tesoro de la juventud interior se renueva todos los días. La maestra en el buen
decir de la palabra, Lucila González de Chaves, vive gracias a su sapiente
filosofía de la vida, como protagonista de una canción de primavera en el
otoño.
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PIE DE FOTOS
1. Amanece en Campoalegre, la casa de los abuelos.
2. “Oh corredores tan largos...”
¿Perderse aquí?
Los comienzos del Central Femenino.
3. Semana Santa en Titiribí. Al centro, las alumnas
de La Presentación caminan fervorosas izando la bandera.
4. Como en los recreos del Central: Un grupito acá,
otro allá. ¡A desatrasarse de las últimas noticias y de los atrayentes rumores,
en su cuarto de hora!
“¿Y qué vamos a hacer el sábado?”
5. Alumnas del Central Femenino en 1944. “Todas
estamos contigo, por eso te cogemos del brazo”.
Unas modelan, otra saca su lengua y la otra, como
Virgen protegida por sus ángeles custodios.
El espíritu de las modas del Central en 1944.
6. Celebración del Cuadragésimo aniversario de
alumnas del Instituto Central Femenino del cuarenta y seis.
Reencuentro. Después de tantos años...
7. Con dureza, pero con cariño. Su profesora.
El manto volador de castellano en La Presentación
de Titiribí.
8. El maestro Chaves con sus hijos y nietos en la
“casita” de Titiribí. En familia. Abuelo, hijos y nietos.
9. Detente a pensar...
Cuando llega el otoño...
10. Detrás del parasol de la casita de campo, se
divisan: Armenia Mantequilla y cafetales y cafetales.
11. ¿A qué juegas?
12 ¡Es la
casa de la esquina! Un ángulo de la “casita” de descanso de Lucila y Luis
Eduardo en Titiribí.
13. “ ¿Le doy o no le doy el pico a este señor?” En
el acto de entrega de la Resolución de Honores del Concejo de Medellín.
14. Un recorrido por los puntos estratégicos de
Titiribí.
Planito, planito, falda. Perspectiva de una calle.
“Allí queda Telecom”.
Titiribí, desde una terraza.
“El pueblo se mantiene lleno de gente...”
Todavía no tocan las campanas. Es la hora de la
siesta.
15. Darío Vélez o el piernipeludo de nariz
ganchuda.
16. Las primeras arrugas, a los sesenta.
17. Las diversas edades.
Cómo se perfila el rostro de una maestra.
18. La biblioteca personal, capítulo por capítulo.
Así fue creciendo una biblioteca...
En la biblioteca-estudio y sala de televisión,
también se juega a las muñecas.
19. Navidad en Titiribí, navidad en Medellín.
20. Paseando con los niños. Al río, a la plaza, en
burrito...
21. Flores preciosas, nacen, crecen y se reproducen
en las casas y en la finca.
22. Profeta en su tierra. Lucila es jurado del
concurso de poesía en su tierra natal.
23. Los frutos de una maestra desde el Dominical
Literario.
24. Los techos de un pueblo cafetero y el costado
de una capilla.
25. Las “bellas e inteligentes” maestras de
Rionegro.