domingo, 8 de agosto de 2021

EL PASADO SALE AL ENCUENTRO I - II -



EL PASADO SALE AL ENCUENTRO....



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Palabra & Obra

 

 

Uno vuelve siempre… (I )

 

Autor: Lucila González de Chaves

 

 

La maestra Lucila González de Chaves entrega en esta crónica una historia de su vida.

 Archivo EL MUNDO

Lucila González de Chaves

 

“Uno vuelve siempre

a los viejos sitios

donde amó la vida;

y, entonces, comprende

cómo están de ausentes

las cosas queridas”.

(Canta: Mercedes Sosa)

  

“Anoche, estando solo y ya medio dormido,

Mis sueños de otras épocas se me han aparecido”.

Midnight dreams(Poema de José Asunción Silva)

 

En esta remembranza, me detengo en lugares y caminos que transitaron mis pasos de niña, en donde el alma fue clavando los hitos para fijar nombres, fechas, acontecimientos…

 

A la finca Campoalegre, en la vereda del mismo nombre, y a veinte minutos del centro urbano de Titiribí, llegué de Medellín, a mis tres años de edad, de la mano de mi madre viuda. Ella trabajaba como maestra en Medellín, en donde conoció a mi padre, un empleado del Ferrocarril de Antioquia, muerto cuatro años después, en un accidente ferroviario.

 

Ya sola, mi madre se refugió, con su única niña, en los brazos de mi abuelo, su padre: Braulio Lorenzo Restrepo, quien nos dio abrigo amoroso y soporte económico. Pero, mi madre volvió a Medellín a trabajar de nuevo, como maestra, para colaborarle al abuelo en la educación de la pequeña huérfana; y, ¡qué poco tiempo duró esa ayuda!, solo pasaron tres años y murió mi madre. Mis dos tíos me llevaron de Titiribí a Medellín para el entierro….

 

Mi casa, la del abuelo, era cómoda y atrayente: llena de flores, pájaros, árboles frutales, vacas, caballos, perros, muchas mariposas…, muchos cafetales y “mangas” y “yerbales”, y unas noches llenas de estrellas…, además, una luna, que “caminaba” con mis primos y yo, cuando después del rezo del Rosario y de tomar la “merienda”, echábamos a correr hacia la pesebrera, tratando de ganarle la carrera a la luna.

 

La entrada a “mi casa” estaba sembrada a ambos lados de hortensias, siempre profusamente florecidas y siempre azules, el color de mis sueños de niña….

 

Un ramalazo de luz, de grandeza me alcanzó el alma cuando, debajo de un árbol frondoso, llamado por los campesinos “carbonero”, levanté los ojos y vi el inmenso azul del cielo a través de los encajes verdes de sus ramas.

 

¿Cuánto duró mi exaltada contemplación? No lo sé: una niña campesina de ocho años no tiene reloj. Pero sí sé que en ese instante se despertó en mí, el anhelo por todo lo que fuera inmenso, quizás, inalcanzable…

 

Veo al abuelo allá, en la espaciosa pesebrera, acompañado del trabajador “Liano” (Aureliano) - el que nos contaba los cuentos de miedo en las noches - a quien mi abuelo le pagaba su jornal (así se decía entonces), solo para conversar de caballos, de café, de plataneras, de negocios…; nunca lo vi trabajando como a los otros “peones”.

 

Me veo acercándome al abuelo, el hombre de cabeza calva, de bigote poblado, de recia figura y de ademanes viriles, para escuchar sus historias o para leerle Las mil y una noches o El mártir del Gólgota, libros que me crearon el afán y el gusto por leer; libros que él, celosamente, guardaba con otros más en un hermoso baúl con llave (era su “biblioteca”); había unos que nunca me dejó ni siquiera hojear, entre ellos, el de pasta gruesa y negra con un título que yo no entendía, pero que me hipnotizaba: Esta vida no es la vida o el gran error del siglo.

 

Desde el corredor de la casa, amplio y largo, lleno de macetas florecidas, en donde realizo mis tareas de primero de primaria, impuestas por las Hermanas del Colegio de la Presentación, y, además, repaso el Catecismo de Astete, contemplo a mis tres tías (Julia, Maruja y Laura) cuidar las eras de flores: azucenas, novios, azaleas, geranios y, especialmente, rosas de todos los colores…

 

 

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¡Ha terminado la etapa de mi infancia y primera juventud! ¡Los largos y bellos años de la Primaria y la Complementaria, pasados en el inolvidable Colegio de la Presentación de Titiribí!

 

 

Tengo trece años de edad por cumplir, y ha llegado el gran proyecto de ser “Normalista Superior” en el mejor colegio de Medellín: el Instituto Central Femenino (hoy CEFA).

 

 Un colegio impulsado por los liberales y fundado por el eminente hombre de estado, doctor Joaquín Vallejo Arbeláez, en 1935. Un colegio de ideas abiertas y liberales como lo quería mi abuelo; aunque los rumores de que había nacido como un colegio ateo, que derribaba estatuas de santos para ampliar patios de recreo, lo ponían medroso.

 

 Al señor cura párroco y al alcalde, cuando le decían: “¿usted va

a matricular a esa muchachita en un colegio liberal y ateo?”, les respondía muy convencido: “Uno es lo que es, siempre, en cualquier parte y de cualquier manera”.

 

No sé aún si lo asistía la verdad para expresarse así, pero esa frase y muchas más, fueron mi bandera de combate para abrirme paso en la vida: ser maestra, primero; ir a la universidad por mi “especialización en letras”; volver a ser maestra – después de doce años de matrimonio dedicados totalmente a la crianza de mis cuatro hijos - y, al mismo tiempo: escribir para periódicos y revistas; publicar diecinueve libros; ser conferencista; y haber tenido un esposo estudiado y estudioso, que impulsó la cultura artística, musical y operística, en Medellín entre 1951 y 1965; disfrutar de ocho nietos, y después… llegar a este presente, en el que estoy culminando mi existencia…

 

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¡Abuelo!, hago memoria de ti, porque en mi recuerdo eres inmenso: me enseñaste a ser persona, y con ello, a ser esposa, madre, maestra y abuela. Tu hombría de bien, tu amor por lo noble, lo honrado, lo decente, tu entrega al trabajo, a la oración, al silencio, y tu esfuerzo por custodiar y sostener a tus hijos, y educar y enrutar por el camino de la luz, a la mayoría de tus nietos huérfanos, entre ellos yo, son las valiosas joyas de tu generosa historia, quizás, sin muchos precedentes en las familias de tu generación.

 

Abuelo: ¿fue fácil para ti, un caficultor, a quien la guerra civil del año 1876 le interrumpió sus estudios, recoger huérfanos y viudas, reunirlos bajo un mismo techo y comandar ese núcleo tan heterogéneo para que marchara con marcadas características de familia?

 

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M. Restrepo, ¿será exagerado decir que fuiste paradigma de tía y maestra? En tu tiempo (1914 – 1961), todos en nuestro pequeño pueblo, coincidían en afirmar que eras motor de obras comunitarias, entre ellas: fundadora de la escuela nocturna, gratuita, para campesinos y trabajadores. Tu día de trabajo con los niños de la Escuela Urbana de Titiribí, terminaba a las cuatro de la tarde; a las siete de la noche empezaba tu gran labor desinteresada con los mayores….

 

Pero, déjame, tía, en esta añoranza, traerte al hogar del abuelo para mirarte y admirarte en otro campo: tuviste la valentía y la sabiduría de ayudarles a mis abuelos en el entrenamiento y crecimiento personal de aquel ejército-hogar: numerosos hijos, hijas viudas, nietos huérfanos… Yo, tu única sobrina, era una niña tímida y callada, metida en honduras de soledad y desamparo que le opacaron la alegría del alma… ¡Tú te abriste camino hasta su sentir, le diste la mano y el calor de madre! Y, con mayor intensidad, en su adolescencia.

 

He ido por la vida de la mano y del recuerdo del abuelo y de ti; he ido siguiendo tus huellas, pues siento que fui entrenada por ti para ser maestra, aconsejada por ti para ser buena esposa y madre y abuela, sostenida por tu valentía y la de él, para saber vivir con entereza, con compromiso, con fe en Dios y con la esperanza siempre enhiesta.

 

He recorrido tus pasos con amor y agradecimiento y, como tú y como mi abuelo, me comprometí a amar sin condiciones y a servir sin restricciones. Esa alumbrante presencia tuya, esas palabras vigorosas de aliento, ese silencioso trabajar por los otros, los más necesitados, deben haber sido premiados por el Buen Dios, luego de tu muy corta pero fulgurante carrera de servicio.

 

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¡Abuela!,

“Mamalzate”, ¿recuerdas que así te llamábamos tus cuatro nietos huérfanos? Es que tu nombre era María Alzate Dávila y eras de Envigado.

 Yo tenía cinco años cuando, en tres días, una grave enfermedad se llevó a la tumba a tu hijo mayor. ¡Silenciosa y doliente afrontaste tu pena! 

Abuela: en esa noche eterna de domingo, frente al cadáver, mis cinco años fueron abrasados por el terror a la muerte; pero, junto a ti, aprendí la fortaleza del alma, la reciedumbre de carácter…

Un año después, yo, tu nieta de seis años, regresaba con los tíos a tu casa, a Titiribí, después del entierro de mi madre en Medellín.

Abuela, ¡aún te añoro!...

Tengo junto a mí un Crucifijo de unos treinta centímetros de altura; creo que tiene casi doscientos años: dos tablillas labradas, y el Señor en agonía, con su cabeza inclinada, clavado a esa austera, sencilla y campesina cruz.

En mi infancia, todos los días al irme al colegio, tú me bendecías con este Cristo; en mi adolescencia al despedirme - muchísimas veces durante seis años - de ti, de mi abuelo y de mis tías, para venirme a Medellín a hacer mis estudios secundarios en el Instituto Central Femenino, tú, tristemente, me bendecías y me “encomendabas” a este Cristo….

 

Después de tu muerte, (1963), Él ha presidido mis quehaceres como maestra, esposa, madre, abuela.

 Este Cristo agonizante, pobre, discreto y desgastado por el roce y por los años, bendijo a mis hijos y aún bendice a mis nietos….

¡Abuela!, ¡mi “mamalzate”, este, tu Cristo, bendecirá, también, a mi bisnieto de un año de edad, que ya llega de Australia, con su madre - mi nieta - a conocer a su familia de Medellín; el padre, australiano, se quedará custodiando su empresa y el hogar.

 

 

UNO VUELVE SIEMPRE…. (II)

 

 

De regreso al pasado…. …….

 

Tengo ocho años y debo empezar mi primer año de primaria…

¿Por qué el retardo?

El gobierno nacional y su Ministerio de Educación prohíben en todo el territorio colombiano, que los establecimientos educativos, reciban en sus aulas a niños menores de ocho años.

 

¿La razón? Dizque el cerebro de los niños, antes de los ocho años, no tiene la madurez requerida para aprender letras y números, según las teorías de ese tiempo. No es nada raro; muchos años antes aseguraron con vehemencia, que los indígenas no tenían alma. Y, mirando hacia atrás, el célebre francés Jean Jacob Rousseau, que supo mucho de educación, pero nada de ser padre, promulgó la idea de que “la mujer era un ser de ideas cortas y de cabellos largos”.

 

Es natural, entonces, que, para mi época de infancia, finales de la primera mitad del siglo XX, en un pueblo pequeño, apartado de la capital, de unos cinco mil habitantes, se afirmara que los niños tuvieran cerebro para jugar, pero no para aprender. En este pueblito de mis mayores, como en todo el país, no se conocían, no existían los que hoy se llaman jardines infantiles, preescolares, guarderías. Todo esto mirado desde este siglo XXI parece raro, pero…. ¡es verdad!

 

La maestra

 

Mi madre, hija de Titiribí era graduada como maestra en el Colegio de la Presentación de dicho municipio (aún conservo su título y el de una de mis tías). En esas décadas entre 1915 y 1938, esos títulos eran reconocidos y avalados por el Ministerio de Educación Nacional. Mi madre empezó muy joven a trabajar en la capital, Medellín, como maestra de los “hijos de los ricos”.

 

¿De los ricos? ¿En la casa? 

 

 En Medellín, como en todos los pueblos, las familias católicas y creyentes estaban constituidas por los padres y por quince o más hijos, y los adinerados no enviaban a sus hijos a los establecimientos de educación. “Era mal visto” y esto daba pie a la alta sociedad para que empezara a dudar de su fama de “ricos” y de “nobles”.

 

Entre tanto, mi madre se enamoró de un empleado del Ferrocarril de Antioquia, natural de Salgar (Ant.), Manuel González. Se casó y en menos de cuatro años pasó a ser viuda. Su esposo murió en un accidente ferroviario, y quedamos solas, mi madre y yo, que solo tenía tres años.

 

Mi madre sintió la necesidad de volver a trabajar. Los “ricos y nobles” de Medellín y, además, “católicos practicantes y férreos”, no podían aceptar que con sus hijos viviera también la hija de la maestra. ¿Qué hacer? Y ¿Sin recursos?

 

Los primeros pasos hacia la formación

 

De la mano de mi madre y a los tres años, llegué a Titiribí, a la casa de los abuelos maternos: Braulio Lorenzo Restrepo Rojas y María Alzate Dávila. Era una familia de once hijos y todos muy trabajadores y católicos practicantes. En aquellos viejos años, era en el hogar en donde se aprendían los más importantes principios de la educación, no tanto la ciencia, sino la formación del carácter, de la voluntad y de los soportes de la vida: la fe católica y los principios éticos. En el hogar nos aprestaban el equipaje de amor y compromiso para la vida.

 

Un pequeño pueblo engrandecido por la Fe

 

Las familias de mi pueblo adoptivo, Titiribí, eran, todas, profundamente religiosas, absolutamente creyentes, evidentemente practicantes e históricamente liberales.

 

No podíamos, ni los niños, ni los jóvenes ni los ancianos, iniciar el día sin tomar conciencia de la presencia de Dios. Por tanto, había oraciones y misas al comenzar el día, y por la noche, Santo Rosario y novenas e invocaciones a muchos santos, de veneración exclusiva hogareña.

 

La noche, en aquellos tiempos, en los pueblos de Antioquia, empezaba a las siete, hora inmodificable de acostarse. Por tanto, la última comida era entre cinco y seis de la tarde: seguía el rezo del Santo Rosario. No era solo una devoción, sino un compromiso, una obligación de la cual no estaba excluido ningún miembro de la familia, ni ningún trabajador de la finca que por alguna razón se había retardado en terminar su trabajo.

 

Y, ¿los niños-nietos?

 

Para nosotros, los niños-nietos de entonces, era un “eterno” rezo…, un nunca acabar de recitar padrenuestros, avemarías, jaculatorias, salves, credos, novenas, una distinta según el día: lunes, Jesús Caído; martes, San Antonio; miércoles, novena al Corazón de Jesús; jueves, hora santa; viernes, la novena de la Pasión del Señor; sábado, la tremebunda novena a las ánimas del purgatorio.

 

Todos estos rezos eran para nosotros, los cuatro nietos huérfanos, una deliciosa invitación al sueño, el que terminaba en el momento de decir: “En el nombre del Padre y del Hijo…”, (y empezar a pensar en la “merienda”). Pero, había de por medio un abuelo cuya reciedumbre de carácter, certeza en la fe y respeto por Dios marchaban paralelos, era el conductor de los rezos al caer la noche; por tanto, no podíamos dormirnos: a cada momento nos despertaba y nos ponía a rezar y a leer en voz muy alta, las novenas, llenas de jaculatorias, de versos que eran los “gozos” y que la abuela cuidaba celosamente para que no nos saltáramos ninguno, pues si lo hacíamos, ello era obra del demonio.

 

Al lado de los abuelos y de mis tres tías-mamás, aprendimos la necesidad y la obligación, como católicos, de asistir a las misas, a guardar “compostura”, a estar “quietecitos en las ceremonias religiosas”, porque moverse, preguntar algo, disiparse mucho era pecado, y como niños pecadores, tener que caminar por la vida sin la presencia de Dios, era lo más horrendo que podía pasarnos.

 

La edad de las tentaciones y del pecado

 

Un poco después, yo era alumna del Colegio de la Presentación, para los titiribiseños, una institución muy respetable y venerada, situada en lo más empinado de una de las calles del pueblo, y donde cursamos la primaria y la complementaria (para ir luego a Medellín a estudiar bachillerato pedagógico en el Instituto Central Femenino).

 

Con las monjas de la presentación aprendimos que las niñas y jóvenes puras de cuerpo y limpias de alma, teníamos muchos peligros porque el diablo andaba llevándonos siempre hacia el pecado; como defensa, teníamos que pertenecer, por obligación y bajo pecado, a la Congregación de “Hijas de María”. De no estar las preadolescentes en esa Congregación, era enviar señales a las personas mayores (“las beatas del pueblo”, les decían, siempre juzgando y condenando) de que nos faltaba pureza y de que nuestro comportamiento, sobre todo en el aspecto sexual, era indigno. Un pecado grave era tener novio o pretendiente y que nos saludaran de mano.

 

 El primer sábado de cada mes, con la medalla de “Hijas de María”, colgada al cuello y en uniforme de gala, renovábamos nuestra consagración a la Virgen María. La principal advocación de la Virgen en Titiribí, era en mi niñez, “Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa”, devoción instituida por el sacerdote, oriundo de Titiribí, Jorge González Villegas, quien fuera muchos años después, el fundador de la “Parroquia San Joaquín”, y ya, en su muy adulta edad, elevado a la categoría de Canónigo.

 Pero, siempre, la patrona de Titiribí fue y es aún, “Nuestra Señora de los Dolores”.

 

El titiribiseño ilustre, tonsurado y ordenado sacerdote

 

La celebración de la Primera Misa Solemne del padre González Villegas, en su tierra natal, constituyó una fiesta religiosa y una manifestación de fe, en todo el pueblo. Para nosotros, los niños, dicho acto era de carácter soñado, ajeno a la realidad: el Padre Jorge, “revestido” (así se decía cuando se ponían todo el atuendo sacerdotal) y llevando el Cáliz -  precedido de cintas y flores y niñas bonitas y ricas en su papel de ángeles - desde su casa, en el costado occidental de la plaza principal, hasta el templo, rodeado de toda su familia y del pueblo que lo aclamaba y le regaba flores a su paso, mientras las campanas del templo tañían alegremente.

 

Presencia del Señor Obispo

 

En mi niñez, solo vi un acontecimiento igual:  la llegada del Señor Obispo para las confirmaciones: gentes de rodillas que rezaban incansablemente, y luego entonaban himnos de alabanza al Señor Jesús y a Su Excelencia; incienso bendecido y quemado en profusión; agua bendita para todos, pero especialmente, para quienes eran indignos de tener tan cerca a alguien como el Señor Obispo; balcones y ventanas luciendo las más bellas flores y los encajes más cuidados durante  mucho tiempo; arcos de flores en cada cuadra, por entre los cuales pasaba el Personaje y los señores más representativos o más ricos del pueblo; entre tanto, los niños nos agachábamos para ver de cerca a nuestro Obispo y para no ser descubiertos. Los niños, en los actos culturales o reverenciales, en las visitas y en las conversaciones de los “mayores” debían estar ausentes.

 

Familias exclusivas

 

 Hay que anotar que, en aquella época tan lejana (1920 a 1940) era una especial bendición de Dios y un encumbramiento en la escala social, el hecho de tener cada familia un sacerdote y una monja. Era la mayor aspiración de los “hogares más religiosos”, y la “especial predilección del Señor por ellos”. En el Colegio, las monjas siempre nos pedían oraciones y sacrificios para que Dios “mirara con misericordia los hogares de Titiribí y les concediera educar a un hijo sacerdote y llevar al convento a una de sus hijas”.

 

El demonio en mi camino

 

¡Qué regaños, qué habladurías, qué advertencias sobre el poder del demonio en mi alma y en mi cuerpo! ¡Qué escándalo parroquial el que se armó porque, precisamente, un “Primer Viernes”, ¡no me arrimé al comulgatorio a recibir la Sagrada Eucaristía!, y yo tenía doce años; mi tía maestra afirmó – en mi defensa – que era una “pataleta” de preadolescente.

 

Las mujeres del pueblo, sobre todo las muy adultas solteras, (las” beaticas”, como las llamaban) eran los mayores fiscales y buenos detectives para averiguar, conocer o inventar la vida de las niñas, ya casi adolescentes, llenas de contrastes, de dudas, deseosas de ser diferentes de todos esos mayores “mal pensantes” que mantenían puestos los ojos en nosotras.

 

Era imperdonable; era escandaloso lo que yo había hecho; las monjas de la Presentación me obligaron a confesarme por ese gran pecado de no comulgar; la penitencia fue dolorosa y el regaño del sacerdote (el Padre Valencia), indecible. Pero mi abuelo siempre presente y ejerciendo su autoridad, supo entender lo que él, también, llamó un “berrinche de niña” que no tenía origen en nada; pero, las señoras adultas decían que yo “daba mal ejemplo” y me “exponía a que el diablo me llevara”; el señor cura párroco, Carlos Gómez, ordenó a mi abuelo: “¡Vigílela!”.

 

Muchos años después, se repetiría el alerta de: “¡vigílenla”, cuando, de estudiante de bachillerato en el Instituto Central Femenino, hoy CEFA, y viajando hasta él en tranvía desde el barrio La América, yo tenía por costumbre leer durante todo el viaje hasta el Parque Berrío, estación final de la red de tranvías; un profesor de la UdeA, de apellido Ríos, me observaba todo el tiempo, y en algún momento informó a mis profesoras que yo leía  siempre en el tranvía, y él había podido ver los libros prohibidos entre ellos: “La hora de tinieblas” de Pombo y “La ciudad de los locos” de Juan José de Soiza Reilly…, “es bueno que la vigilen”, les dijo; yo tenía quince años.

 

Y, sí, me vigilaron porque en un momento inesperado y en un corredor del colegio, la señorita Marina Jiménez Villegas me quitó de las manos el libro “El amor, las mujeres y la muerte” de Schopenhauer; era el año 1944, y yo tenía 17 años.

 

 

La Semana de la Redención

 

Llegaba la Semana Santa, y mientras los mayores se preparaban con ayunos y abstinencias y nos hacían a los niños las respectivas advertencias acerca de lo que iba significando cada acontecimiento, cada procesión y rezo de cada día, nosotros alimentábamos nuestro contento de poder estrenar “de todo” el Jueves Santo, para asistir a los ritos y ceremonias, cargados de intensa emoción en los principales días: Jueves y Viernes santos. (En ese lejano tiempo, ni el sábado ni el domingo, tenían tanta solemnidad como los anteriores).

 

En estos días, todos los habitantes del municipio, campesinos y urbanos, eran un solo cuerpo de Fe, de Dolor frente a los sufrimientos de Jesús. El Jueves Santo, la asistencia masiva y la devoción daban solemnidad a los actos: El Prendimiento; la Procesión al Monumento (la prisión); la visita oficial y sagrada a los otros monumentos, con rezos e intenciones devotas y diferentes, para alcanzar la llamada “indulgencia plenaria” (y la incomodidad y el cansancio sufridos por los niños, para quienes el estrenar nos decía mucho más que el rezar y el sufrir con Cristo; pero, viendo la devoción y la entrega de los mayores, nos quedaba solo un camino: imitarlos y callar).

 

Madrugábamos el Viernes Santo, porque había que despojarnos de los nuevos lujos del Jueves, estar aún más afligidos y seguir con mucha devoción y dolor la procesión del “Viacrucis”, larga, llena de cantos y oraciones, con “Sermón de la Sentencia”; además: “pasos”, muchos, y altares en cada esquina de calles y plaza, recordando las diferentes escenas ocurridas en el caminar de Jesús hacia el Calvario; rezo  de las Estaciones (así se llamaba en ese tiempo el rezo del Santo Viacrucis) y cantos prolongados, precedidos por el señor Cura y el corista de la parroquia. Luego, en la tarde, la ceremonia, con su especial rito de “media misa”, decían los mayores, y el eterno sermón de las “Siete Palabras”, el descendimiento de la Cruz, y luego la puesta del Cuerpo de Jesús en el Sepulcro.

 

Imposible describir emociones y comportamientos y reverencias ante el Santo Sepulcro: todas las gentes, de todas las edades, acudían a llevar medallas, cristos, camándulas, cadenas, anillos, aromas, flores, agua, algodones, collares, para ponerlos un segundo, dentro del Sepulcro; así, todos esos objetos quedarían bendecidos para siempre y curarían algún dolor, nos sacarían de alguna pena. Tan bendecidos quedaban, que los milagros de cualquier índole, les eran posibles.

 

Una Iglesia renovada

 

Pasaron muchos años y llegó un momento trascendente para nuestra Iglesia: El “Aggiornamento”. Con este término italiano, en 1963, nos informaron a las gentes creyentes, que el Papa Juan XXIII (hoy santo, venerado en los altares) había promovido la modernización en muchos aspectos de la Iglesia Católica.

 

No cambiaron ni los dogmas ni la fe, pero reformaron la liturgia, proclamaron que todos los seres humanos eran igualmente dignos delante de Dios, y, además, sus hijos. Empezó a estudiarse un tema tan espinoso como “la libertad religiosa”; así mismo, el “ecumenismo” que ensanchaba los campos de aceptación de todos los hombres, por la Iglesia, sin discriminaciones…

 

Percibimos algunos cambios a nivel de lo parroquial y simple que era nuestra fe pueblerina:

 

Empezó el sacerdote a celebrar la Santa Misa de frente a la comunidad y en la lengua propia de cada región (la expresión: “celebrar la Eucaristía”, es un término muy moderno, que las jerarquías de la Iglesia apadrinan con gusto). Antes solo veíamos al sacerdote de espaldas, lujosamente “revestido” y hablando y leyendo en latín, inclusive, en la homilía (término también moderno) o Sermón de los domingos; en los otros días de la semana, la Misa era sencilla, “rezada”, como decían en esa época y cada misa terminaba con otro Evangelio, el de San Juan, siempre, además del Evangelio respectivo del día. Esos sermones dominicales, en mucha parte, estaban construidos con frases enteras en latín.

 

Además, terminaron los largos ayunos para poder comulgar “sin comer ni beber después de las doce de la noche del día anterior”, como rezaban las normas; en estas condiciones traumáticas de hambre y debilidad hicimos la Primera Comunión (1934).

 

 Eran nuestros primeros  siete años de vida, sometidos a la tortura de confesarse por primera vez, de inventar los pecados con la ayuda de las tías, de aguantar en silencio “los marrones” en el cabello, lo sofocante del vestido largo y el velo en la cabeza  que se torcía hasta con un pequeño movimiento de cabeza, y un bolso muy bordado pegado de la cintura para guardar los regalos, los que a la media tarde todavía no llegaban, y solo teníamos en dicho bolso tres “estampitas” del Niño Jesús; sufrir los dolores en los pies y los apretones de los zapatos nuevos; tener que cuidar de un pequeño librito de oraciones con tapas de nácar; también, de un cirio apagado y con moño blanco, para que estuviera intacto, pero que acababa quebrado y dañado a causa del imposible manejo de unos guantes blancos con dedos de trapo, más largos que los nuestros y por nuestros inquietos comportamientos.

 

En esta renovación de la Iglesia, pasó a la historia la discriminación para entrar a los templos: los hombres se quitaban el sombrero, pero a las mujeres nos estaba terminantemente prohibido, bajo pecado, entrar con la cabeza descubierta; por eso siempre había un desfile de competencia en relación con la mejor “cachirula”: era un pedazo de encaje finamente tejido, para taparse la cabeza. “Cachirulo” era el adorno para la cabeza que usaban las mujeres en el siglo XVIII.

 

Se acabó, también, la clausura en los conventos, y las monjas contemplativas tomaron otro rumbo. La indumentaria talar de sacerdotes y monjas quedó atrás y empezó a formar parte de una historia sagrada de nuestra religión y sus particulares exigencias. Ya los ministros del altar y las monjas, con modernas y sencillas ropas de calle, tuvieron libertad de estar en todas partes: ciudades, espectáculos, paseos, encuentros, aeropuertos, reuniones sociales, actos deportivos, etc.

 

Hoy, ha cambiado casi todo: comportamientos, interpretaciones, prácticas religiosas, hasta el lenguaje en relación con nuestras creencias y tradiciones….

 

 Cuando amamos, creemos firmemente. Del amor – creo - nace la fe. Uno cree ciegamente en el que ama. Nunca he podido entender que sea primero la fe y luego el amor. Cultivamos el amor por el Señor, Maestro, Padre y Amigo, y la fe va llegando silenciosa, firme y naturalmente. O será que, en la relación con Dios, la fe está por sobre todo; no es casual que en nuestra religión los predicadores y catequizadores hagan tanto énfasis en la Fe.

 

Creo exagerado decir que los místicos, entre ellos, Santa Teresa de Jesús, la Doctora de Ávila, y San Juan de la Cruz pensaran solo en la Fe al escribir sus cánticos de alabanza, sus experiencias de unión íntima con Dios; sus producciones poéticas o en prosa, son manifestaciones de un inmenso Amor.

 

 Pienso en Santa Teresa de Jesús embriagada de Amor por el Señor, en todos sus actos, en todas sus palabras. No es fácil pensar que hubiera escrito tan sublimes cantos solo a causa de la Fe. Lo que veo en el siguiente poema es el purísimo deleite del Amor a Jesús, ¡tanto!, que se hace manantial en el cántico:

 

 “¡Oh hermosura que excedéis

a todas las hermosuras!

Sin herir, dolor hacéis,

y sin dolor deshacéis

el alma de las criaturas.

¡Oh, ñudo que así juntáis

dos cosas tan desiguales;

no sé por qué os desatáis,

pues atado, fuerza dais

a tener por bien los males!”

 

Y en san Juan de la Cruz, el inmenso poeta místico, quien en el contexto del Amor a Jesús, diera esta definición:

“Locura de Amor que no se cura sino con la Presencia y la Figura”.

Y esta sentencia:

“En el atardecer de la vida nos examinarán en el amor”. 


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