EL PASADO SALE AL ENCUENTRO....
Uno vuelve
siempre… (I )
Autor: Lucila
González de Chaves
La maestra Lucila González de Chaves
entrega en esta crónica una historia de su vida.
Archivo EL MUNDO
Lucila González de Chaves
“Uno
vuelve siempre
a
los viejos sitios
donde
amó la vida;
y,
entonces, comprende
cómo
están de ausentes
las
cosas queridas”.
(Canta:
Mercedes Sosa)
“Anoche,
estando solo y ya medio dormido,
Mis
sueños de otras épocas se me han aparecido”.
Midnight
dreams. (Poema de José Asunción Silva)
En esta remembranza, me detengo en
lugares y caminos que transitaron mis pasos de niña, en donde el alma fue
clavando los hitos para fijar nombres, fechas, acontecimientos…
A la finca Campoalegre,
en la vereda del mismo nombre, y a veinte minutos del centro urbano de
Titiribí, llegué de Medellín, a mis tres años de edad, de la mano de mi
madre viuda. Ella trabajaba como maestra en Medellín, en
donde conoció a mi padre, un empleado del Ferrocarril de Antioquia, muerto
cuatro años después, en un accidente ferroviario.
Ya sola, mi madre se refugió,
con su única niña, en los brazos de mi abuelo, su padre: Braulio
Lorenzo Restrepo, quien nos dio abrigo amoroso y soporte económico.
Pero, mi madre volvió a Medellín a trabajar de nuevo, como
maestra, para colaborarle al abuelo en la educación de la pequeña huérfana; y,
¡qué poco tiempo duró esa ayuda!, solo pasaron tres años y murió mi
madre. Mis dos tíos me llevaron de Titiribí a Medellín para el entierro….
Mi casa, la del abuelo, era cómoda y
atrayente: llena de flores, pájaros, árboles frutales, vacas, caballos, perros,
muchas mariposas…, muchos cafetales y “mangas” y “yerbales”, y unas noches
llenas de estrellas…, además, una luna, que “caminaba” con mis
primos y yo, cuando después del rezo del Rosario y de tomar la “merienda”,
echábamos a correr hacia la pesebrera, tratando de ganarle la carrera a la
luna.
La entrada a “mi casa” estaba
sembrada a ambos lados de hortensias, siempre profusamente florecidas y siempre
azules, el color de mis sueños de niña….
Un ramalazo de luz, de grandeza me
alcanzó el alma cuando, debajo de un árbol frondoso, llamado por los campesinos
“carbonero”, levanté los ojos y vi el inmenso azul del cielo a través de los
encajes verdes de sus ramas.
¿Cuánto duró mi exaltada
contemplación? No lo sé: una niña campesina de ocho años no
tiene reloj. Pero sí sé que en ese instante se despertó en mí, el anhelo por
todo lo que fuera inmenso, quizás, inalcanzable…
Veo al abuelo allá,
en la espaciosa pesebrera, acompañado del trabajador “Liano” (Aureliano) - el
que nos contaba los cuentos de miedo en las noches - a quien mi abuelo le
pagaba su jornal (así se decía entonces), solo para conversar de caballos, de
café, de plataneras, de negocios…; nunca lo vi trabajando como a los otros
“peones”.
Me veo acercándome al abuelo,
el hombre de cabeza calva, de bigote poblado, de recia figura y de ademanes
viriles, para escuchar sus historias o para leerle Las mil y una noches o El
mártir del Gólgota, libros que me crearon el afán y el gusto por
leer; libros que él, celosamente, guardaba con otros más en un hermoso baúl
con llave (era su “biblioteca”); había unos que nunca me dejó ni siquiera
hojear, entre ellos, el de pasta gruesa y negra con un título que yo no entendía,
pero que me hipnotizaba: Esta vida no es la vida o el gran error del
siglo.
Desde el corredor de la casa, amplio
y largo, lleno de macetas florecidas, en donde realizo mis tareas de primero de
primaria, impuestas por las Hermanas del Colegio de la Presentación, y, además,
repaso el Catecismo de Astete, contemplo a mis tres tías (Julia, Maruja y
Laura) cuidar las eras de flores: azucenas, novios, azaleas, geranios y,
especialmente, rosas de todos los colores…
……………………………………………………………………..
¡Ha terminado la etapa de mi infancia
y primera juventud! ¡Los largos y bellos años de la Primaria y la
Complementaria, pasados en el inolvidable Colegio de la Presentación de
Titiribí!
Tengo trece años de edad por cumplir,
y ha llegado el gran proyecto de ser “Normalista Superior” en el mejor colegio
de Medellín: el Instituto Central Femenino (hoy CEFA).
Un colegio impulsado por los
liberales y fundado por el eminente hombre de estado, doctor Joaquín Vallejo
Arbeláez, en 1935. Un colegio de ideas abiertas y liberales como lo quería mi
abuelo; aunque los rumores de que había nacido como un colegio ateo, que
derribaba estatuas de santos para ampliar patios de recreo, lo ponían medroso.
Al señor cura párroco y al alcalde, cuando le
decían: “¿usted va
a matricular a esa muchachita en un
colegio liberal y ateo?”, les respondía muy convencido: “Uno es lo que es,
siempre, en cualquier parte y de cualquier manera”.
No sé aún si lo asistía la verdad
para expresarse así, pero esa frase y muchas más, fueron mi bandera de combate
para abrirme paso en la vida: ser maestra, primero; ir a la
universidad por mi “especialización en letras”; volver a ser maestra –
después de doce años de matrimonio dedicados totalmente a la crianza de mis
cuatro hijos - y, al mismo tiempo: escribir para periódicos y revistas;
publicar diecinueve libros; ser conferencista; y haber tenido un esposo
estudiado y estudioso, que impulsó la cultura artística, musical y operística,
en Medellín entre 1951 y 1965; disfrutar de ocho nietos, y después… llegar a
este presente, en el que estoy culminando mi existencia…
………………………………………………………………
¡Abuelo!, hago memoria de ti, porque
en mi recuerdo eres inmenso: me enseñaste a ser persona, y con ello, a ser esposa, madre,
maestra y abuela. Tu hombría de bien, tu amor por lo noble, lo honrado, lo
decente, tu entrega al trabajo, a la oración, al silencio, y tu esfuerzo por
custodiar y sostener a tus hijos, y educar y enrutar por el camino de la luz, a
la mayoría de tus nietos huérfanos, entre ellos yo, son las valiosas joyas de
tu generosa historia, quizás, sin muchos precedentes en las familias de tu
generación.
Abuelo: ¿fue fácil para ti, un caficultor,
a quien la guerra civil del año 1876 le interrumpió sus estudios, recoger
huérfanos y viudas, reunirlos bajo un mismo techo y comandar ese núcleo tan
heterogéneo para que marchara con marcadas características de familia?
………………………………………………………………
M. Restrepo, ¿será exagerado decir
que fuiste paradigma de tía y maestra? En tu tiempo (1914 – 1961), todos en
nuestro pequeño pueblo, coincidían en afirmar que eras motor de obras
comunitarias, entre ellas: fundadora de la escuela nocturna, gratuita, para
campesinos y trabajadores. Tu día de trabajo con los niños de
la Escuela Urbana de Titiribí, terminaba a las cuatro de la tarde; a las siete
de la noche empezaba tu gran labor desinteresada con los mayores….
Pero, déjame, tía, en esta añoranza,
traerte al hogar del abuelo para mirarte y admirarte en otro
campo: tuviste la valentía y la sabiduría de ayudarles a mis abuelos en el
entrenamiento y crecimiento personal de aquel ejército-hogar: numerosos hijos,
hijas viudas, nietos huérfanos… Yo, tu única sobrina, era una niña tímida y
callada, metida en honduras de soledad y desamparo que le opacaron la alegría
del alma… ¡Tú te abriste camino hasta su sentir, le diste la mano y el calor de
madre! Y, con mayor intensidad, en su adolescencia.
He ido por la vida de la mano y del
recuerdo del abuelo y de ti; he ido siguiendo tus huellas, pues siento que fui
entrenada por ti para ser maestra, aconsejada por ti para ser buena esposa y
madre y abuela, sostenida por tu valentía y la de él, para saber vivir con
entereza, con compromiso, con fe en Dios y con la esperanza siempre enhiesta.
He recorrido tus pasos con amor y
agradecimiento y, como tú y como mi abuelo, me comprometí a amar sin
condiciones y a servir sin restricciones. Esa alumbrante presencia
tuya, esas palabras vigorosas de aliento, ese silencioso trabajar por los
otros, los más necesitados, deben haber sido premiados por el Buen Dios, luego
de tu muy corta pero fulgurante carrera de servicio.
………………………………………………………………….
¡Abuela!,
“Mamalzate”, ¿recuerdas que así te llamábamos tus
cuatro nietos huérfanos? Es que tu nombre era María Alzate Dávila y eras de
Envigado.
Yo tenía cinco años cuando, en tres días, una
grave enfermedad se llevó a la tumba a tu hijo mayor. ¡Silenciosa y doliente
afrontaste tu pena!
Abuela: en esa noche eterna de domingo,
frente al cadáver, mis cinco años fueron abrasados por el terror a la muerte;
pero, junto a ti, aprendí la fortaleza del alma, la reciedumbre de carácter…
Un año después, yo, tu nieta de seis
años, regresaba con los tíos a tu casa, a Titiribí, después del entierro de mi
madre en Medellín.
Abuela, ¡aún te añoro!...
Tengo junto a mí un Crucifijo de unos
treinta centímetros de altura; creo que tiene casi doscientos años: dos
tablillas labradas, y el Señor en agonía, con su cabeza inclinada, clavado a
esa austera, sencilla y campesina cruz.
En mi infancia, todos los días al
irme al colegio, tú me bendecías con este Cristo; en mi
adolescencia al despedirme - muchísimas veces durante seis años - de ti, de mi
abuelo y de mis tías, para venirme a Medellín a hacer mis estudios secundarios
en el Instituto Central Femenino, tú, tristemente, me bendecías y me
“encomendabas” a este Cristo….
Después de tu muerte, (1963), Él ha
presidido mis quehaceres como maestra, esposa, madre, abuela.
Este Cristo agonizante,
pobre, discreto y desgastado por el roce y por los años, bendijo a mis hijos y
aún bendice a mis nietos….
¡Abuela!, ¡mi “mamalzate”, este, tu Cristo, bendecirá, también, a mi bisnieto
de un año de edad, que ya llega de Australia, con su madre - mi nieta - a
conocer a su familia de Medellín; el padre, australiano, se quedará custodiando
su empresa y el hogar.
UNO VUELVE SIEMPRE…. (II)
De regreso
al pasado…. …….
Tengo ocho años y debo
empezar mi primer año de primaria…
¿Por qué el retardo?
El gobierno nacional y
su Ministerio de Educación prohíben en todo el territorio colombiano, que los
establecimientos educativos, reciban en sus aulas a niños menores de ocho años.
¿La razón? Dizque el
cerebro de los niños, antes de los ocho años, no tiene la madurez requerida
para aprender letras y números, según las teorías de ese tiempo. No es nada
raro; muchos años antes aseguraron con vehemencia, que los indígenas no tenían
alma. Y, mirando hacia atrás, el célebre francés Jean Jacob Rousseau, que supo
mucho de educación, pero nada de ser padre, promulgó la idea de que “la mujer
era un ser de ideas cortas y de cabellos largos”.
Es natural, entonces,
que, para mi época de infancia, finales de la primera mitad del siglo XX, en un
pueblo pequeño, apartado de la capital, de unos cinco mil habitantes, se
afirmara que los niños tuvieran cerebro para jugar, pero no para aprender. En
este pueblito de mis mayores, como en todo el país, no se conocían, no existían
los que hoy se llaman jardines infantiles, preescolares, guarderías. Todo esto
mirado desde este siglo XXI parece raro, pero…. ¡es verdad!
La maestra
Mi madre, hija de
Titiribí era graduada como maestra en el Colegio de la Presentación de dicho
municipio (aún conservo su título y el de una de mis tías). En esas décadas
entre 1915 y 1938, esos títulos eran reconocidos y avalados por el Ministerio
de Educación Nacional. Mi madre empezó muy joven a trabajar en la capital,
Medellín, como maestra de los “hijos de los ricos”.
¿De los ricos? ¿En la
casa?
En Medellín, como en todos los pueblos, las
familias católicas y creyentes estaban constituidas por los padres y por quince
o más hijos, y los adinerados no enviaban a sus hijos a los establecimientos de
educación. “Era mal visto” y esto daba pie a la alta sociedad para que empezara
a dudar de su fama de “ricos” y de “nobles”.
Entre tanto, mi madre
se enamoró de un empleado del Ferrocarril de Antioquia, natural de Salgar
(Ant.), Manuel González. Se casó y en menos de cuatro años pasó a ser viuda. Su
esposo murió en un accidente ferroviario, y quedamos solas, mi madre y yo, que
solo tenía tres años.
Mi madre sintió la
necesidad de volver a trabajar. Los “ricos y nobles” de Medellín y, además,
“católicos practicantes y férreos”, no podían aceptar que con sus hijos viviera
también la hija de la maestra. ¿Qué hacer? Y ¿Sin recursos?
Los
primeros pasos hacia la formación
De la mano de mi madre
y a los tres años, llegué a Titiribí, a la casa de los abuelos maternos: Braulio
Lorenzo Restrepo Rojas y María Alzate Dávila. Era una familia de once hijos y
todos muy trabajadores y católicos practicantes. En aquellos viejos años, era
en el hogar en donde se aprendían los más importantes principios de la
educación, no tanto la ciencia, sino la formación del carácter, de la voluntad
y de los soportes de la vida: la fe católica y los principios éticos. En el
hogar nos aprestaban el equipaje de amor y compromiso para la vida.
Un pequeño
pueblo engrandecido por la Fe
Las familias de mi
pueblo adoptivo, Titiribí, eran, todas, profundamente religiosas, absolutamente
creyentes, evidentemente practicantes e históricamente liberales.
No podíamos, ni los
niños, ni los jóvenes ni los ancianos, iniciar el día sin tomar conciencia de
la presencia de Dios. Por tanto, había oraciones y misas al comenzar el día, y
por la noche, Santo Rosario y novenas e invocaciones a muchos santos, de
veneración exclusiva hogareña.
La noche, en aquellos
tiempos, en los pueblos de Antioquia, empezaba a las siete, hora inmodificable
de acostarse. Por tanto, la última comida era entre cinco y seis de la tarde:
seguía el rezo del Santo Rosario. No era solo una devoción, sino un compromiso,
una obligación de la cual no estaba excluido ningún miembro de la familia, ni
ningún trabajador de la finca que por alguna razón se había retardado en
terminar su trabajo.
Y, ¿los
niños-nietos?
Para nosotros, los
niños-nietos de entonces, era un “eterno” rezo…, un nunca acabar de recitar
padrenuestros, avemarías, jaculatorias, salves, credos, novenas, una distinta
según el día: lunes, Jesús Caído; martes, San Antonio; miércoles, novena al
Corazón de Jesús; jueves, hora santa; viernes, la novena de la Pasión del
Señor; sábado, la tremebunda novena a las ánimas del purgatorio.
Todos estos rezos eran
para nosotros, los cuatro nietos huérfanos, una deliciosa invitación al sueño,
el que terminaba en el momento de decir: “En el nombre del Padre y del Hijo…”,
(y empezar a pensar en la “merienda”). Pero, había de por medio un abuelo cuya
reciedumbre de carácter, certeza en la fe y respeto por Dios marchaban
paralelos, era el conductor de los rezos al caer la noche; por tanto, no
podíamos dormirnos: a cada momento nos despertaba y nos ponía a rezar y a leer
en voz muy alta, las novenas, llenas de jaculatorias, de versos que eran los
“gozos” y que la abuela cuidaba celosamente para que no nos saltáramos ninguno,
pues si lo hacíamos, ello era obra del demonio.
Al lado de los abuelos
y de mis tres tías-mamás, aprendimos la necesidad y la obligación, como
católicos, de asistir a las misas, a guardar “compostura”, a estar “quietecitos
en las ceremonias religiosas”, porque moverse, preguntar algo, disiparse mucho
era pecado, y como niños pecadores, tener que caminar por la vida sin la
presencia de Dios, era lo más horrendo que podía pasarnos.
La edad de
las tentaciones y del pecado
Un poco después, yo
era alumna del Colegio de la Presentación, para los titiribiseños, una
institución muy respetable y venerada, situada en lo más empinado de una de las
calles del pueblo, y donde cursamos la primaria y la complementaria (para ir
luego a Medellín a estudiar bachillerato pedagógico en el Instituto Central
Femenino).
Con las monjas de la
presentación aprendimos que las niñas y jóvenes puras de cuerpo y limpias de
alma, teníamos muchos peligros porque el diablo andaba llevándonos siempre
hacia el pecado; como defensa, teníamos que pertenecer, por obligación y bajo
pecado, a la Congregación de “Hijas de María”. De no estar las preadolescentes
en esa Congregación, era enviar señales a las personas mayores (“las beatas del
pueblo”, les decían, siempre juzgando y condenando) de que nos faltaba pureza y
de que nuestro comportamiento, sobre todo en el aspecto sexual, era indigno. Un
pecado grave era tener novio o pretendiente y que nos saludaran de mano.
El primer sábado de cada mes, con la medalla
de “Hijas de María”, colgada al cuello y en uniforme de gala, renovábamos
nuestra consagración a la Virgen María. La principal advocación de la Virgen en
Titiribí, era en mi niñez, “Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa”, devoción
instituida por el sacerdote, oriundo de Titiribí, Jorge González Villegas,
quien fuera muchos años después, el fundador de la “Parroquia San Joaquín”, y
ya, en su muy adulta edad, elevado a la categoría de Canónigo.
Pero, siempre, la patrona de Titiribí fue y es
aún, “Nuestra Señora de los Dolores”.
El
titiribiseño ilustre, tonsurado y ordenado sacerdote
La celebración de la
Primera Misa Solemne del padre González Villegas, en su tierra natal,
constituyó una fiesta religiosa y una manifestación de fe, en todo el pueblo.
Para nosotros, los niños, dicho acto era de carácter soñado, ajeno a la
realidad: el Padre Jorge, “revestido” (así se decía cuando se ponían todo el
atuendo sacerdotal) y llevando el Cáliz - precedido de cintas y flores y niñas bonitas y
ricas en su papel de ángeles - desde su casa, en el costado occidental de la
plaza principal, hasta el templo, rodeado de toda su familia y del pueblo que
lo aclamaba y le regaba flores a su paso, mientras las campanas del templo
tañían alegremente.
Presencia
del Señor Obispo
En mi niñez, solo vi
un acontecimiento igual: la llegada del
Señor Obispo para las confirmaciones: gentes de rodillas que rezaban
incansablemente, y luego entonaban himnos de alabanza al Señor Jesús y a Su
Excelencia; incienso bendecido y quemado en profusión; agua bendita para todos,
pero especialmente, para quienes eran indignos de tener tan cerca a alguien
como el Señor Obispo; balcones y ventanas luciendo las más bellas flores y los
encajes más cuidados durante mucho
tiempo; arcos de flores en cada cuadra, por entre los cuales pasaba el
Personaje y los señores más representativos o más ricos del pueblo; entre
tanto, los niños nos agachábamos para ver de cerca a nuestro Obispo y para no
ser descubiertos. Los niños, en los actos culturales o reverenciales, en las
visitas y en las conversaciones de los “mayores” debían estar ausentes.
Familias
exclusivas
Hay que anotar que, en aquella época tan
lejana (1920 a 1940) era una especial bendición de Dios y un encumbramiento en
la escala social, el hecho de tener cada familia un sacerdote y una monja. Era
la mayor aspiración de los “hogares más religiosos”, y la “especial
predilección del Señor por ellos”. En el Colegio, las monjas siempre nos pedían
oraciones y sacrificios para que Dios “mirara con misericordia los hogares de
Titiribí y les concediera educar a un hijo sacerdote y llevar al convento a una
de sus hijas”.
El demonio
en mi camino
¡Qué regaños, qué
habladurías, qué advertencias sobre el poder del demonio en mi alma y en mi
cuerpo! ¡Qué escándalo parroquial el que se armó porque, precisamente, un
“Primer Viernes”, ¡no me arrimé al comulgatorio a recibir la Sagrada
Eucaristía!, y yo tenía doce años; mi tía maestra afirmó – en mi defensa – que
era una “pataleta” de preadolescente.
Las mujeres del
pueblo, sobre todo las muy adultas solteras, (las” beaticas”, como las
llamaban) eran los mayores fiscales y buenos detectives para averiguar, conocer
o inventar la vida de las niñas, ya casi adolescentes, llenas de contrastes, de
dudas, deseosas de ser diferentes de todos esos mayores “mal pensantes” que
mantenían puestos los ojos en nosotras.
Era imperdonable; era
escandaloso lo que yo había hecho; las monjas de la Presentación me obligaron a
confesarme por ese gran pecado de no comulgar; la penitencia fue dolorosa y el
regaño del sacerdote (el Padre Valencia), indecible. Pero mi abuelo siempre
presente y ejerciendo su autoridad, supo entender lo que él, también, llamó un
“berrinche de niña” que no tenía origen en nada; pero, las señoras adultas
decían que yo “daba mal ejemplo” y me “exponía a que el diablo me llevara”; el
señor cura párroco, Carlos Gómez, ordenó a mi abuelo: “¡Vigílela!”.
Muchos años después,
se repetiría el alerta de: “¡vigílenla”, cuando, de estudiante de bachillerato
en el Instituto Central Femenino, hoy CEFA, y viajando hasta él en tranvía
desde el barrio La América, yo tenía por costumbre leer durante todo el viaje
hasta el Parque Berrío, estación final de la red de tranvías; un profesor de la
UdeA, de apellido Ríos, me observaba todo el tiempo, y en algún momento informó
a mis profesoras que yo leía siempre en
el tranvía, y él había podido ver los libros prohibidos entre ellos: “La hora
de tinieblas” de Pombo y “La ciudad de los locos” de Juan José de Soiza Reilly…,
“es bueno que la vigilen”, les dijo; yo tenía quince años.
Y, sí, me vigilaron
porque en un momento inesperado y en un corredor del colegio, la señorita
Marina Jiménez Villegas me quitó de las manos el libro “El amor, las mujeres y
la muerte” de Schopenhauer; era el año 1944, y yo tenía 17 años.
La Semana
de la Redención
Llegaba la Semana
Santa, y mientras los mayores se preparaban con ayunos y abstinencias y nos
hacían a los niños las respectivas advertencias acerca de lo que iba
significando cada acontecimiento, cada procesión y rezo de cada día, nosotros
alimentábamos nuestro contento de poder estrenar “de todo” el Jueves Santo,
para asistir a los ritos y ceremonias, cargados de intensa emoción en los
principales días: Jueves y Viernes santos. (En ese lejano tiempo, ni el sábado
ni el domingo, tenían tanta solemnidad como los anteriores).
En estos días, todos
los habitantes del municipio, campesinos y urbanos, eran un solo cuerpo de Fe,
de Dolor frente a los sufrimientos de Jesús. El Jueves Santo, la asistencia
masiva y la devoción daban solemnidad a los actos: El Prendimiento; la Procesión
al Monumento (la prisión); la visita oficial y sagrada a los otros monumentos,
con rezos e intenciones devotas y diferentes, para alcanzar la llamada
“indulgencia plenaria” (y la incomodidad y el cansancio sufridos por los niños,
para quienes el estrenar nos decía mucho más que el rezar y el sufrir con
Cristo; pero, viendo la devoción y la entrega de los mayores, nos quedaba solo
un camino: imitarlos y callar).
Madrugábamos el
Viernes Santo, porque había que despojarnos de los nuevos lujos del Jueves, estar
aún más afligidos y seguir con mucha devoción y dolor la procesión del
“Viacrucis”, larga, llena de cantos y oraciones, con “Sermón de la Sentencia”;
además: “pasos”, muchos, y altares en cada esquina de calles y plaza,
recordando las diferentes escenas ocurridas en el caminar de Jesús hacia el
Calvario; rezo de las Estaciones (así se
llamaba en ese tiempo el rezo del Santo Viacrucis) y cantos prolongados,
precedidos por el señor Cura y el corista de la parroquia. Luego, en la tarde,
la ceremonia, con su especial rito de “media misa”, decían los mayores, y el
eterno sermón de las “Siete Palabras”, el descendimiento de la Cruz, y luego la
puesta del Cuerpo de Jesús en el Sepulcro.
Imposible describir
emociones y comportamientos y reverencias ante el Santo Sepulcro: todas las
gentes, de todas las edades, acudían a llevar medallas, cristos, camándulas,
cadenas, anillos, aromas, flores, agua, algodones, collares, para ponerlos un
segundo, dentro del Sepulcro; así, todos esos objetos quedarían bendecidos para
siempre y curarían algún dolor, nos sacarían de alguna pena. Tan bendecidos
quedaban, que los milagros de cualquier índole, les eran posibles.
Una
Iglesia renovada
Pasaron muchos años y
llegó un momento trascendente para nuestra Iglesia: El “Aggiornamento”. Con
este término italiano, en 1963, nos informaron a las gentes creyentes, que el
Papa Juan XXIII (hoy santo, venerado en los altares) había promovido la
modernización en muchos aspectos de la Iglesia Católica.
No cambiaron ni los
dogmas ni la fe, pero reformaron la liturgia, proclamaron que todos los seres
humanos eran igualmente dignos delante de Dios, y, además, sus hijos. Empezó a
estudiarse un tema tan espinoso como “la libertad religiosa”; así mismo, el
“ecumenismo” que ensanchaba los campos de aceptación de todos los hombres, por
la Iglesia, sin discriminaciones…
Percibimos algunos
cambios a nivel de lo parroquial y simple que era nuestra fe pueblerina:
Empezó el sacerdote a
celebrar la Santa Misa de frente a la comunidad y en la lengua propia de cada
región (la expresión: “celebrar la Eucaristía”, es un término muy moderno, que
las jerarquías de la Iglesia apadrinan con gusto). Antes solo veíamos al
sacerdote de espaldas, lujosamente “revestido” y hablando y leyendo en latín,
inclusive, en la homilía (término también moderno) o Sermón de los domingos; en
los otros días de la semana, la Misa era sencilla, “rezada”, como decían en esa
época y cada misa terminaba con otro Evangelio, el de San Juan, siempre, además
del Evangelio respectivo del día. Esos sermones dominicales, en mucha parte,
estaban construidos con frases enteras en latín.
Además, terminaron los
largos ayunos para poder comulgar “sin comer ni beber después de las doce de la
noche del día anterior”, como rezaban las normas; en estas condiciones
traumáticas de hambre y debilidad hicimos la Primera Comunión (1934).
Eran nuestros primeros siete años de vida, sometidos a la tortura de
confesarse por primera vez, de inventar los pecados con la ayuda de las tías,
de aguantar en silencio “los marrones” en el cabello, lo sofocante del vestido
largo y el velo en la cabeza que se
torcía hasta con un pequeño movimiento de cabeza, y un bolso muy bordado pegado
de la cintura para guardar los regalos, los que a la media tarde todavía no
llegaban, y solo teníamos en dicho bolso tres “estampitas” del Niño Jesús;
sufrir los dolores en los pies y los apretones de los zapatos nuevos; tener que
cuidar de un pequeño librito de oraciones con tapas de nácar; también, de un
cirio apagado y con moño blanco, para que estuviera intacto, pero que acababa
quebrado y dañado a causa del imposible manejo de unos guantes blancos con
dedos de trapo, más largos que los nuestros y por nuestros inquietos comportamientos.
En esta renovación de
la Iglesia, pasó a la historia la discriminación para entrar a los templos: los
hombres se quitaban el sombrero, pero a las mujeres nos estaba terminantemente
prohibido, bajo pecado, entrar con la cabeza descubierta; por eso siempre había
un desfile de competencia en relación con la mejor “cachirula”: era un pedazo
de encaje finamente tejido, para taparse la cabeza. “Cachirulo” era el adorno
para la cabeza que usaban las mujeres en el siglo XVIII.
Se acabó, también, la
clausura en los conventos, y las monjas contemplativas tomaron otro rumbo. La
indumentaria talar de sacerdotes y monjas quedó atrás y empezó a formar parte
de una historia sagrada de nuestra religión y sus particulares exigencias. Ya
los ministros del altar y las monjas, con modernas y sencillas ropas de calle,
tuvieron libertad de estar en todas partes: ciudades, espectáculos, paseos,
encuentros, aeropuertos, reuniones sociales, actos deportivos, etc.
Hoy, ha cambiado casi todo:
comportamientos, interpretaciones, prácticas religiosas, hasta el lenguaje en
relación con nuestras creencias y tradiciones….
Cuando amamos, creemos firmemente. Del amor –
creo - nace la fe. Uno cree ciegamente en el que ama. Nunca he podido entender
que sea primero la fe y luego el amor. Cultivamos el amor por el Señor,
Maestro, Padre y Amigo, y la fe va llegando silenciosa, firme y naturalmente. O
será que, en la relación con Dios, la fe está por sobre todo; no es casual que
en nuestra religión los predicadores y catequizadores hagan tanto énfasis en la
Fe.
Creo exagerado
decir que los místicos, entre ellos, Santa Teresa de Jesús, la Doctora de
Ávila, y San Juan de la Cruz pensaran solo en la Fe al escribir sus cánticos de
alabanza, sus experiencias de unión íntima con Dios; sus producciones poéticas
o en prosa, son manifestaciones de un inmenso Amor.
Pienso en Santa Teresa de Jesús embriagada de
Amor por el Señor, en todos sus actos, en todas sus palabras. No es fácil
pensar que hubiera escrito tan sublimes cantos solo a causa de la Fe. Lo que
veo en el siguiente poema es el purísimo deleite del Amor a Jesús, ¡tanto!, que
se hace manantial en el cántico:
“¡Oh hermosura que excedéis
a todas
las hermosuras!
Sin
herir, dolor hacéis,
y sin
dolor deshacéis
el alma
de las criaturas.
¡Oh,
ñudo que así juntáis
dos
cosas tan desiguales;
no sé
por qué os desatáis,
pues
atado, fuerza dais
a tener
por bien los males!”
Y
en san Juan de la Cruz, el inmenso poeta místico, quien en el contexto del Amor
a Jesús, diera esta definición:
“Locura
de Amor que no se cura sino con la Presencia y la Figura”.
Y
esta sentencia:
“En el atardecer de la vida nos examinarán en el amor”.
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