¿QUÉ HABLA USTED, ESPAÑOL O CASTELLANO?
Lucila González de Chaves
“Aprendiz de Brujo”
Maestra, escritora, periodista
Muchas personas
dicen: “hablamos español”; los profesores afirman que enseñan castellano
(lengua castellana). Y, ¿cuál es la diferencia?, se preguntan todos; acaso, ¿no
es lo mismo?
En la práctica, sí
es lo mismo. Cultural e históricamente, no.
Castellano es el
nombre habitual y tradicional; el nombre propio del idioma de una región
determinada de España, la región de Castilla; es el idioma que nació en el
monasterio de San Millán de la Cogolla, en donde, en la segunda mitad del siglo
X, se redactaron las Glosas Emilianenses en los márgenes de los folios de
papiro, con el fin de explicar partes del texto escrito en latín, un idioma que
desconocían los habitantes de aquellas provincias.
Español es el
castellano que salió de las fronteras de Castilla, la provincia española, y se
hizo idioma nacional de España y, después, lengua de muchos pueblos.
El español recoge y
funde el vocabulario de las múltiples regiones lingüísticas: castellana,
leonesa, aragonesa e hispanoamericana, las que integran nuestra lengua culta y
literaria.
De todos los
idiomas, en Europa, desde luego sin tener en cuenta el inglés, es el español el
que habla el mayor número de personas y naciones. En América, lo hablan todos
los Estados del Centro y del Sur, menos Brasil y la Guayana. En América del
Norte se habla en México y en algunos lugares de Estados Unidos que
pertenecieron a México. En África, se habla en Marruecos, Guinea, Fernando Po y
las Islas Canarias. En Oceanía, en las Islas Filipinas y las Marianas. También
lo hablan los judíos sefardíes que están diseminados por varios lugares. Los
lingüistas afirman que el idioma español es de una rara fuerza, majestad y
armonía; que su entonación es grave, digna, marcial y varonil. Y agregan: “Sólo
los idiomas clásicos lo superan en perfección”.
Lenguas primitivas
de España:
Algunos filólogos
conceptúan que el idioma más antiguo de España es el éuscaro o vascuence; luego
fueron el celta y el ibero; de las relaciones de estos dos pueblos nació el
celtíbero: De la mezcla de todos los pueblos entre sí, se fueron formando
modalidades dialectales muy características.
La invasión de los
romanos:
Llegan los romanos
en el siglo III a. de C., e invaden a
España. Al chocar las legiones romanas con los pueblos españoles ocurrió un
hecho muy especial: los españoles no hablaban latín y los romanos no entendían
nada de los idiomas hablados por vascuences, celtas, iberos y celtíberos. Tuvo
lugar, entonces, un fenómeno lingüístico: Los españoles latinizaron muchos de
sus vocablos, y los romanos españolizaron los suyos; y, como en las luchas de
todos los pueblos, al fin, se impuso el idioma de mayor civilización.
Los españoles, al
verse dominados, iniciaron la transformación de sus propias lenguas, según las
exigencias impuestas por sus dominadores. El latín de estos pueblos es el que
la literatura ha llamado LATÍN VULGAR: el que hablaba la gente del pueblo, la
gente plebeya. Era un latín que sufría continuas modificaciones fonológicas,
lexicográficas y semánticas.
Los romanos que
invadieron a España no poseían el LATÍN URBANO, que era el latín hablado por
los patricios y los ciudadanos ilustrados de Roma, y mucho menos poseían el
LATÍN CLÁSICO o LITERARIO, el que era puramente escrito, el latín de Cicerón,
de Virgilio, de Horacio y de muchos brillantes escritores romanos. El latín fue
la lengua de la poesía, así como la de la ciencia toda y, fue, además, el
instrumento de la liturgia y de la Iglesia.
En el siglo V d. de
C. desaparece el Imperio Romano y ocurre un fenómeno geográfico: Se van
formando naciones completamente separadas, tales como: Francia, Italia, Rumania
y otra más, que hablan lenguas procedentes del latín. Ese conjunto de pueblos
se llamó Romania.
Las lenguas
romances:
Todas las lenguas
derivadas directamente del latín se conocen con el nombre de lenguas romances,
románicas o neolatinas. (Lenguas habladas “a la romana”).
Son lenguas
romances: el italiano; el provenzal, en el sur de Francia; el castellano, en la
provincia de Castilla (España); el catalán, en las provincias catalanas; el
portugués; el francés; el retorromano, en algunos cantones de Suiza; el
dalmático en Dalmacia; el rumano, en Rumania; el gallego, en Galicia; el sardo,
en la isla de Cerdeña, llamada antes Sardania.
El castellano de
Castilla, es una lengua que se diferencia marcadamente del resto de los idiomas
romances. Seducen en él su fonética y su estructura, que le dan un sello de
juventud y una gran claridad acústica, determinada por la abundancia de vocales
simples, especialmente la A, que presta la musicalidad. El primer monumento
literario en castellano es el Cantar del Mío Cid, aparecido en el año 1140
(siglo XII).
El emperador Carlos
V, un meridiano en la historia de nuestra lengua:
La coronación como
emperador, de Carlos I de España y V de Alemania, convirtió en realidad el
sueño de una monarquía universal que durante toda la Edad Media obsesionó a
España.
Al llegar a España,
Carlos V ignoraba completamente el castellano, pero al escucharlo tan sonoro y
tan marcial, tuvo la resuelta voluntad de imponerlo en todos los lugares del
Imperio; llegó, inclusive, a exigirlo a los príncipes alemanes. Al aprender el
idioma, ya no dudó más en expresarse en él. Por su real mandato, esta lengua
pasó a sustituir el latín en las cancillerías, y se convirtió, así, en el
idioma diplomático de Europa: el español.
Y un fenómeno
social empieza a manifestarse: las cortes europeas, los medios sociales
elegantes de los países vecinos de España tienen como gala y honor el
conocimiento y el uso del español. El mismo Carlos V dice: “Mi lengua española
es tan noble que merece ser sabida y entendida por toda la gente cristiana del
mundo”.
En su “Crónica” (Libro historial), la Real
Academia Española (RAE) destaca:
“Año 1870: Se inicia
la publicación del Prontuario de ortografía de la lengua castellana en
preguntas y respuestas. Las tres últimas
ediciones cambiaron, en el título, la expresión lengua castellana por lengua
española”.
Y desde entonces siguió llamándose lengua española o idioma
español, no: lengua castellana.
Elementos que
integran el español:
La mayoría de
nuestras palabras provienen del latín, bien sea el culto o el vulgar. Es
arriesgado calcular el porcentaje de palabras castellanas de origen latino;
pero, basta decir que sin el latín nuestro idioma no existiría.
El segundo idioma
en importancia, por el aporte de voces a nuestra lengua, es el árabe, debido a
la permanencia de los árabes en la península española durante más de siete
siglos.
La invasión árabe a
España en el año 711, determina una modalidad muy especial de la Edad Media
española: la cultura árabe se hispaniza. Muchos de los términos científicos,
hoy aceptados universalmente, fueron lanzados al mundo por medio de la España
Medieval, como: alquimia, alambique, álcali, alcohol; lo mismo que los números
que sustituyeron las letras romanas. La invasión del mundo islámico se prolongó
hasta el año 1492.
El tercer idioma
importante en la formación del español es el griego, que nos ha dado un gran
caudal de voces a lo largo del tiempo;
algunas de ellas se han tomado directamente o a través de otras lenguas, o del latín. Esto
se explica por la estrecha vinculación de las culturas griega y latina, y
porque hasta ahora se siguen formando nuevas palabras, a partir de voces y
elementos griegos.
Otras lenguas que,
desde finales de la Edad Media, han influido en el español son: el italiano, el
portugués, el inglés, el francés y las lenguas indígenas originarias de los
territorios americanos conquistados por los españoles.
¿POR QUÉ ESCRIBIR?
¿CÓMO HACERLO?
Saber escribir supone unas normas, la voluntad de respetarlas y un
esfuerzo para llegar a descubrir las riquezas de la propia lengua.
Saber escribir exige cuatro cualidades: claridad, precisión, elegancia y
sensibilidad.
En el momento actual, muchos se preguntarán: ¿Por qué hay que escribir?
¿No estamos en la era de lo audiovisual? ¿No estamos en la civilización de la
imagen?
Cada vez se enseña más según métodos audiovisuales, y la televisión
escolar tiene ahora muchos seguidores; incluso, muchos escritores han
abandonado la literatura y se han pasado al cine.
Ninguna imagen, ninguna palabra oral podrán sustituir las palabras y las
frases que tracemos en el papel, y sobre las cuales podremos reflexionar,
resaltar un matiz, introducir una sutileza que dé a nuestro pensamiento todo su
valor.
Son muchas las circunstancias en las cuales necesitamos escribir:
Para comunicar una información general o personal.
Para solicitar una información o un servicio.
Para expresar un sentimiento o una emoción.
Para convencer o conmover.
Para poner orden en nuestras propias ideas.
Para ver más claro dentro de nosotros.
Por el simple placer de comunicarnos con una persona que queremos o
admiramos.
Para huir de la soledad y salir de nosotros mismos.
Porque lo escrito permanece.
Porque lo escrito se recuerda más que lo oral.
Algunas recomendaciones para escribir:
Cuando se escriben frases muy largas, se deben simplificar, eliminando
despiadadamente las palabras inútiles.
Evitar las jergas, inclusive, las que estén de moda; los términos
oscuros, o las imágenes equívocas. En cambio, utilizar imágenes que le lleguen
con claridad al lector. La prensa y la publicidad nos están dando titulares
llenos de imágenes chocantes, cuando no, contradictorias.
Escribir las palabras adecuadas en el lugar que les corresponde. Cuanto
más rico sea nuestro vocabulario, mayores serán las posibilidades de una
correcta redacción. Desgraciadamente nos están invadiendo las palabras que
sirven para todo y limitan la comunicación; incluso, la convierten en ambigua.
Empleamos en todo momento palabras como: espectacular, funcional, problemático,
estupendo, lindo, bellísimo, percepción, extraordinario, mundial y otras más;
todas las que se van poniendo de moda.
Dice el escritor francés Jean-Pierre Saïdah: “Sólo el lenguaje
diplomático está repleto de matices o subterfugios que permiten que el
interlocutor caiga en la trampa de las palabras, de los sentidos supuestos, de
los sentidos ocultos o de los sentidos claros”.
Las palabras pueden, a veces, ser equívocas y falsear el sentido del
deseo de comunicarnos. Debemos aprender a sopesarlas, sin olvidarnos de
utilizar dos balanzas: la nuestra y la de lector.
Evitar el abuso de definiciones y de frases que empiecen así: ‘yo pienso
que’, ‘no es eso precisamente lo que yo quería decir’, ‘me atrevería a
insinuar, a sugerir’, ‘dicho de otra manera’, ‘a propósito, yo sugeriría’, etc.
Evitar frases caracoleantes, barrocas que desarrollan largamente lo que
bien podría decirse en una, dos o tres palabras.
Evitar los pleonasmos, muy frecuentes especialmente en la conversación.
Ejemplos viciosos, como: lo dijo totalmente todo; el primer número uno de la
lista; previó con anticipación el hecho; subió arriba y se sentó en el asiento;
entrar adentro; venir de otra parte; salir de dentro; una frase de palabras;
anda moviéndose; habló diciendo, en su nombre y en el mío propio, etc.
3. Los
adjetivos son palabras difíciles de manejar: se peca por pobreza, o por
abundancia, o por uso impreciso y vago. Los adjetivos son las flores de la
literatura; un texto muy “florido” empalaga, es decir, causa hastío. Y, además,
si abusamos de ellos, acaban por ser palabras "vacías".
No emplear los adjetivos degradados en busca de fuerza efectiva.
Ejemplos: una película espectacular; unos zapatos espectaculares; una
conferencia espectacular; un libro ¡bárbaro!; ¡Qué talento más bestial!
Prescindir de grupos de adjetivos, como: solo y único; primero y antes
que todo; es alto y derecho; cabello rubio de color claro; color negro y
oscuro; agua clara, transparente.
Existen los pleonasmos literarios para dar un efecto de insistencia,
ejemplos: yo, yo fui quien lo dijo; yo lo he visto con mis propios ojos; yo me
estaba diciendo a mí mismo para mis adentros, etc. Es muy difícil emplear estos pleonasmos
literarios sin dañar la elegancia del escrito; se necesita ser un gran maestro
de la pluma; un genio del estilo y, aun así, lo escrito con esos pleonasmos,
pierde su valor estético.
No es necesario, como algunos escritores creen, ser oscuro para parecer
profundo, ni ser rebuscado para tener aire de sabio. Una idea clara, un estilo
sencillo no necesitan impropiedades, sobre todo cuando existen las palabras
correctas, las armoniosas, las de precisos significados.
Evitar la banalidad, es decir, lo trivial, lo insustancial; ella no es
la tan indispensable claridad. Al contrario, repetir frases insustanciales hace
desaparecer la idea expuesta.
Es indispensable una adecuada puntuación. Quien redacta y no cuida
la ortografía, perturba la índole constructiva del español e induce a errores
de expresión y de comprensión. Ni a los grandes maestros de la prosa y el verso
les ayudan y les lucen sus caprichos en el manejo de la puntuación o la
negación de ella; erradamente creen que eso es creatividad, ingeniosidad,
genialidad. Hay que recordar que los signos de puntuación son los semáforos del lenguaje y la guía segura
que el lector tiene para comprender el texto, porque uno escribe para los
demás, no para sí.
Cuidar el orden de las palabras en la frase. Sin el orden correcto,
puede expresarse lo contrario de lo que se quiere decir.
Evitar el equívoco. Ejemplos: Los profesores no imponen a los alumnos
más que un trabajo por semana, aunque ellos tienen toda la libertad para
hacerlo. ¿Quién tiene la libertad? ¿Los alumnos para realizar el trabajo, o los
profesores para imponerlo o no? Luis fue al teatro con su novia y su hermana.
¿La hermana de quién? ¿De Luis? ¿De la novia?
Estar muy seguros en el empleo de palabras parónimas para no usar las
unas en lugar de las otras; ejemplos: acepción y aceptación; aptitud y actitud;
alusión e ilusión; perceptor y preceptor; perjuicio y prejuicio; etc.
Usar sin miedo las palabras relativamente breves y de formación simple,
y evitar las frases clichés que nada añaden a la idea, tales como: ‘de algún
modo’; ‘en todo caso’; ‘por así decirlo’...
Tener en cuenta el valor que va a dársele a cada palabra: afectivo,
satírico, irónico, político, religioso, etc., para que dicha palabra quede bien
contextualizada.
Corregir los escritos y leerlos en voz alta, hasta que el oído esté
satisfecho. El sentido auditivo es la mejor ayuda para la armonía del escrito;
pero al suprimir vocablos en beneficio de la armonía, no debe correrse el
peligro de sacrificar la claridad del contenido.
Cuidar la correspondencia de los tiempos verbales: si el
verbo de la oración principal está en presente (o en futuro), el verbo de la
oración subordinada puede usarse en cualquier tiempo, según lo que se quiera
expresar, aquí no hay regla de concordancia de tiempos que aplicar. Si, por el
contrario, el verbo de la oración principal
está en tiempo pasado, el verbo
de la oración subordinada se emplea, casi siempre, en pasado del subjuntivo;
ejemplos: temía que no viniera a verlo; quería que me dijera la verdad;
juzgamos que habría terminado el examen.
Recordemos siempre:
Evitar el abuso de los artículos.
Cuidar
el empleo del posesivo "SU" por las ambigüedades que presenta.
El
lenguaje escrito debe ser más pulido, correcto y de más altura. Evitemos el
habla popular. El lenguaje del pueblo, dentro de los escritos, tiene su lugar
en la literatura costumbrista.
Tener
presente en la elaboración de textos, por cortos o intrascendentes que sean,
las normas de la concordancia.
Evitar el abuso, la repetición de la partícula
"que", (el “queísmo”); esa ligereza de expresión vuelve los textos pesados,
molestos e inarmónicos.
Evitar la
repetición de una misma palabra en frases próximas, sin ninguna justificación,
especialmente de sustantivos, adjetivos y verbos. Es correcto que se repitan
los elementos de enlace o conectores (preposiciones y conjunciones) cuantas
veces sea necesario.
El
defecto más repudiable y ridículo en la
redacción es la ampulosidad. Hay que luchar contra el
lenguaje afectado, melindroso. La prosa debe discurrir fluida, sencilla,
precisa, elegante, sobria.
El
escrito debe acomodarse a la importancia de la idea o al pensamiento que se
quiere expresar. Las ideas sencillas y claras producen escritos breves; las
complejas, escritos largos. No hay que alargarse en lo que no es necesario.
Evitar
las fallas de sentido o incoherencias, las faltas de lógica, son producto de la
charlatanería, el chamboneo, el querer ser muy originales, la falta de respeto
por el idioma, la superficialidad, la pereza para cuidar y pulir lo que
se escribe, etc.
Qué debe tener nuestro estilo al
escribir
1) Claridad:
Lo que se expresa debe estar al
alcance de una persona de cultura media. Claridad es pensamiento diáfano,
conceptos bien planeados, exposición limpia. Un estilo es claro cuando el
pensamiento del que escribe penetra sin esfuerzo en la mente del lector.
2) Concisión:
Es emplear las palabras absolutamente
precisas para expresar lo que queremos. Conciso no quiere decir lacónico
(demasiado breve), sino denso, que es el estilo en que cada frase, cada palabra
están plenas de sentido. De lo contrario, hay vaguedad, imprecisión y retórica
(palabrería).
3) Sencillez:
Quiere decir: huir de lo enrevesado,
de los melindres, de lo artificioso, de los adornos superfluos, para que lo
escrito no sea calificado de barroco (excesivamente adornado, complicado).
4) Naturalidad:
No escribir de modo conceptuoso, sino
explicar, expresar, decir “naturalmente lo natural”, como pide el crítico
Martín Vivaldi.
El escritor sencillo se expresa con
naturalidad; es decir, las palabras y las frases son las “propias”, las adecuadas,
las que el tema exige. Huye del rebuscamiento. Lo natural es lo contrario de lo
artificioso, de lo ampuloso (estilo hinchado y redundante).
La naturalidad no va contra la
elegancia; al contrario, la requiere como soporte. Víctor Hugo dijo: “Guerra a
la retórica y paz a la sintaxis”.
5) Unidad:
La del párrafo –y la
de todo escrito o composición- consiste en que sus partes estén tan
estrechamente ligadas entre sí, que todas se refieran al pensamiento dominante.
6) Variedad:
En las palabras, en las frases; cuando
ellas se enlazan felizmente, emerge la armonía que es elemento de belleza.
Pero, esas palabras y esas frases deben estar iluminadas por lo que hay que
decir; no abusar de ellas para hacer falsa literatura, fastidiosas
introducciones, melindrosos juegos verbales sin ingenio.
7) La originalidad
Del estilo radica, de modo casi
exclusivo, en la sinceridad. “Todos somos originales cuando somos nosotros
mismos”, ha dicho un estudioso del estilo.
Empezar por ser
sinceros es ya ser originales. Huir de las expresiones banales, de
las frases hechas, de los tópicos consagrados por el uso es el mejor camino
para conseguir un estilo original.
“El sello del verdadero escritor –dice
el tratadista Albalat- es la palabra propia; y son palabras propias las que no
pueden ser remplazadas por otras. Un estilo no es original cuando abunda en frases que pueden
ser remplazadas por otras más exactas, por la expresión más justa.”
Y agrega el crítico Middlenton Murry:
“El estilo es perfecto cuando la comunicación del pensamiento o de la emoción
se alcanza exactamente.”
El gran enemigo, que es la retórica,
amenaza cuando solo se usan las palabras por lo deslumbrantes, por la
sonoridad. Cuando en la prosa se
sacrifica la precisión para darle cabida a la musicalidad, el estilo entra en
decadencia.
Al escribir, procuremos seguir
nuestros caminos; evitar las formas creadas por otros. La lectura de los
clásicos y de los grandes escritores de hoy y de ayer no tiene por objeto imitarlos, sino aprender
de ellos lo mejor. Los escritos deben tener un sello que refleje la
personalidad. Un estilo personal quiere decir un modo de expresarse
singularmente. Las normas para escribir son flexibles y dejan un amplio margen
a la expresión personal e íntima.
El saberse todas
las normas gramaticales y las ortográficas, y aplicarlas debidamente, no es
garantía de poder ser un buen escritor. Una cosa son las normas y otra – bien
distinta - es el manejo, la
funcionalidad del idioma y con él, la sensibilidad, la natural elegancia y el
gusto estético.
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