LAS
MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO
Lucila González de
Chaves
“Maestra del Idioma”
Lugore55@gmail.com
Uno de los más excelsos
poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la
musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó
Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).
Rosa Sarmiento se casó
con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una
tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.
¡Extraño destino el de
Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era
asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo
elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en
casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el
esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con
el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.
Rosa Sarmiento está a
punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que
conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los
Andes, en el corazón de Nicaragua.
A causa de su mal
matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la
ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún
muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el
recuerdo de su madre se ha perdido.
La vida va
entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e
imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y
lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se
estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético
reside precisamente en la permanente niñez del alma”.
Todos estos aconteceres
de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a
manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de
los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior
“en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la
diosa Armonía”.
Muy joven aún, llega a
su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el
poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan,
frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano
menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras
lágrimas de desengaño.
De esta semilla del
primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya
que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando
solitario”.
“Una voz interior
–anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino.
Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los
demás”. Por eso expresa:
El
mundo, a carcajadas, se burla del poeta
Y
le apellida loco, demente, soñador”.
Sin embargo, Darío
debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le
llenaban el alma.
Pasan los años de
aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un
mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un
restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.
Se aman, pero esos
amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro
pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo
engaña, su corazón queda desolado:
Yo
di mi corazón a esta doncella,
y
se me ha convertido en manos de ella,
juguete
de cristal en tiernas manos.
Nuevamente, los dioses
le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su
tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y
regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.
El amor se disputa el
alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una
llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad
salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es,
además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré
con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y
después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas
palabras del poeta:
“Después del nacimiento
de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy
solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de
arreglarme la situación”.
De Guatemala se va
directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del
centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo,
apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de
una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada
por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda,
entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre
ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.
Se entrega a la bebida
–él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su
dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura
que fue su estrella.
Se va a Managua. La
distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada.
Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y
allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin
principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un
hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío
dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida
de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin
conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.
De aquella trampa lo
sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia,
cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general
de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida
y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:
“¿Por qué vino tu
imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres
llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde
en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te
saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!,
¡oh mi esposa!”
Cuando deja de ser
cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para
informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados
Unidos. Es el año de 1898.
En España vuelve a
hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón
del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y
donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su
hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para
siempre.
Uno de los biógrafos de
Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y
enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha
hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada
como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.
Algún tiempo después,
el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es
Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son
felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.
Pero el príncipe de las
letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con
Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa
legítima.
El poeta emprende viaje
a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado.
Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el
corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.
Esta vez vuelve como si
buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y
de poeta.
Pero, sus males se
agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a
sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro
Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía
del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa
legítima, Rosario Murillo.
Los dioses le negaron
el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó
entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.
LAS
MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO
Lucila González de
Chaves
“Maestra del Idioma”
Lugore55@gmail.com
Uno de los más excelsos
poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la
musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó
Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).
Rosa Sarmiento se casó
con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una
tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.
¡Extraño destino el de
Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era
asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo
elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en
casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el
esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con
el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.
Rosa Sarmiento está a
punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que
conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los
Andes, en el corazón de Nicaragua.
A causa de su mal
matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la
ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún
muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el
recuerdo de su madre se ha perdido.
La vida va
entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e
imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y
lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se
estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético
reside precisamente en la permanente niñez del alma”.
Todos estos aconteceres
de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a
manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de
los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior
“en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la
diosa Armonía”.
Muy joven aún, llega a
su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el
poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan,
frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano
menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras
lágrimas de desengaño.
De esta semilla del
primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya
que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando
solitario”.
“Una voz interior
–anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino.
Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los
demás”. Por eso expresa:
El
mundo, a carcajadas, se burla del poeta
Y
le apellida loco, demente, soñador”.
Sin embargo, Darío
debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le
llenaban el alma.
Pasan los años de
aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un
mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un
restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.
Se aman, pero esos
amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro
pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo
engaña, su corazón queda desolado:
Yo
di mi corazón a esta doncella,
y
se me ha convertido en manos de ella,
juguete
de cristal en tiernas manos.
Nuevamente, los dioses
le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su
tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y
regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.
El amor se disputa el
alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una
llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad
salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es,
además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré
con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y
después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas
palabras del poeta:
“Después del nacimiento
de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy
solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de
arreglarme la situación”.
De Guatemala se va
directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del
centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo,
apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de
una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada
por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda,
entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre
ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.
Se entrega a la bebida
–él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su
dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura
que fue su estrella.
Se va a Managua. La
distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada.
Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y
allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin
principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un
hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío
dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida
de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin
conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.
De aquella trampa lo
sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia,
cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general
de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida
y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:
“¿Por qué vino tu
imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres
llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde
en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te
saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!,
¡oh mi esposa!”
Cuando deja de ser
cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para
informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados
Unidos. Es el año de 1898.
En España vuelve a
hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón
del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y
donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su
hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para
siempre.
Uno de los biógrafos de
Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y
enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha
hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada
como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.
Algún tiempo después,
el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es
Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son
felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.
Pero el príncipe de las
letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con
Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa
legítima.
El poeta emprende viaje
a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado.
Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el
corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.
Esta vez vuelve como si
buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y
de poeta.
Pero, sus males se
agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a
sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro
Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía
del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa
legítima, Rosario Murillo.
Los dioses le negaron
el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó
entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.
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