La Navidad
Cristiana y nuestros puntos de reflexión
Lucila González de
Chaves
“Aprendiz de Brujo”
Lugore55@gmail.com
Alegría:
La Historia de la
Salvación empieza en el Pesebre. Sentirnos redimidos por el Dios-Niño es la
mayor alegría, la que debe ser permanente y vivida con entusiasmo. La misión de
nuestra vida es dar alegría mediante el amor y el servicio.
Humildad:
¿Somos capaces de
poner nuestros afanes, conocimientos y sentimientos al nivel de las necesidades
de los otros?, ¿podemos descender de ese pedestal de desbordada autoestima? El
ejemplo lo tenemos en el Dios que, por ser nuestro Padre, “se hizo carne” para
redimirnos. La hermosa Familia del Pesebre nos da cuenta de la humildad.
Sumisión:
Detengámonos un
momento a pensar en que en estos días navideños, a quien veneramos no es al
Hombre-Dios del Calvario, sino al Dios-Niño que llega hasta nosotros cargado de
amor. Al humanizarse, veámoslo en su perfecta sumisión a sus padres. ¿Podríamos
luchar porque en los hogares cristianos, los padres vuelvan a tener gran
ascendencia espiritual en sus hijos, y estos entiendan que acatarlos y
respetarlos es el principio del largo camino para hacerse personas de
valía?
Paz:
¿Hemos perdido la
capacidad de escuchar la proclamación de los ángeles en el pesebre: “Paz a los
hombres de buena voluntad”? Necesitamos tener esa Buena Voluntad
(voluntad de amor y respeto y honestidad) para recibir el mensaje que el
Dios-Niño, desde esa oscura noche de diciembre, viene a traernos: mensaje de
paz, amor y esperanza. Un mensaje-mandamiento que debemos cumplir en todos los
espacios: familiar, estudiantil, profesional, político, etc., y ¡desde luego!,
en el espacio de quienes gobiernan para que nuestra patria no se les corrompa y
diluya entre las manos.
Silencio:
Hablar sin sentido
y sin razón, sin provecho y comedimiento, resta validez a nuestra vida y
credibilidad a nuestros actos y palabras. ¿El ejemplo a seguir?
Volvamos los ojos al pesebre: María y José, sin perder de vista que es su
hijo, guardan un devoto y amoroso silencio ante el más grande de los misterios:
Dios uniéndose a los hombres. Ese SILENCIO que se inicia en la Encarnación y acompaña
toda nuestra Historia de Salvación, hasta el Calvario.
Desprendimiento:
La celebración de
la Navidad se ha convertido en una inútil acumulación de cosas, diversiones,
regalos, comidas, paseos, ruidos… El ser humano gasta su vida en una efímera
complacencia y ya no sabe ver, escuchar y convivir.
Estamos llenos de
posesiones-basura. Miremos qué posee la hermosa Familia del Pesebre: Nada que
le reste su devoción, su amor y su entrega al Dios-Niño. ¿Podríamos practicar
un poco el desprendimiento?, ¿somos capaces de mirar qué necesita el otro en
lugar de, qué ambicionamos nosotros?
Perdón:
Desde la oscura
noche de la historia, muchas injusticias y atropellos se han cometido en nombre
del amor por los demás, y de la cultura, y del buen gobierno. Al iniciar en un
pesebre su camino de Redención, Jesús da comienzo, también, a su sublime
enseñanza del perdón; es la piedra angular del Reino de Dios en este mundo.
¿Podremos tener la suficiente claridad para encontrar en nuestro corazón a
aquellas personas a quienes debemos perdonar, y la suficiente valentía moral y
amorosa para pedirles perdón a muchas otras?
Prudencia:
Un modelo perfecto
de prudencia lo tenemos en José y María en toda su vida, pero especialmente en
el pesebre: reciben con sencillez, sobriedad y sin palabras inútiles, las
alabanzas de los ángeles a su Niño, la elemental alegría de los pastores, la
dignidad y poderío de los reyes.
¡Cuántos desencuentros dolorosos, y cuántos
perversos errores que están derrumbando el país, se evitarían, practicando la
prudencia!
Amor:
El Dios-Padre
infundió el amor en el corazón del hombre, y supo que sin ese amor, el ser humano
no podría ser redimido. Esta es la razón de la presencia del Dios-Niño en el
pesebre: el amor del Padre manifestado al hombre en el desnudo cuerpo de un
Niño indefenso, que empieza allí su larga evangelización de nuestros
corazones. Solo el amor nos salva. La vida de Jesús fue amor, y así nos
lo dijo en el eterno y divino mandamiento: “Amaos los unos a los otros”.
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