jueves, 17 de marzo de 2022

LAS PALABRAS...

 

 

¡AMO LAS PALABRAS!

 

Lucila González de Chaves

“Maestra del idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

“La palabra es un poco de aire comprimido

      que desde la mañana luminosa del Génesis

 tiene poder de creación”.

(Ramón M. del Valle-Inclán)

 

Cómo no amar la palabra escrita si todo nuestro ser está marcado por las incontables huellas que ha dejado a través de nuestra historia existencial:

-En la niñez, al juntar las letras y apenas aprendiendo a escribirlas, se quedaban revoloteando palabras evocadoras de ternura: mamá; mi mamá me ama; yo amo a mi mamá…. Conocimos simoncitos bobos, viejecitas ricas, renacuajos parranderos, brujas metidas por niños en hornos, lunas de chocolate, estrellas que eran cada una de ellas, ángeles de la guarda, etc.

-En la juventud amamos y leímos las palabras con intensa emoción: teníamos el cerebro abierto y libre para fantasear con los libros que hablaban de hazañas de navegantes, de tormentas, de naufragios, de fuertes luchadores contra los problemas que dificultaban la vida; supimos de alfombras voladoras, de cuevas llenas de tesoros, de princesas sacrificadas por la mentiras y traiciones de los súbditos….

-En la adolescencia las palabras escritas fueron llegando hasta el corazón en la incomparable musicalidad de la poesía, para hacernos estremecer de emoción frente a las inquietantes incógnitas de los primeros amores. Amábamos la palabra escrita que iba llegando a nuestro cerebro sumido en crisis y desencantos; llegaba ella como notaria del discurrir de la vida, contado y expuesto maravillosamente en novelas, en cuentos, en textos que nos iban iluminando y señalando el camino hacia el objetivo de vivir. Los momentos de intenso amor, de ensoñación, o de profundas dudas o de dolorosos desencantos, estados propios de la adolescencia, excitaban nuestro pensamiento y lo convocaban a buscar sosiego en las embrujadoras palabras escritas de grandes narradores y pensadores.

-En el desasosiego controlado de la adultez; en los hondos momentos de dichas o de tristezas o de encrucijadas difíciles de aclarar, ¡cómo no amar la palabra! si desde el texto nos ofrecía fortaleza, claridad, consuelo y compañía; cómo no amarla si fue ella nuestro apoyo para construir con solidez un proyecto de vida y realizarlo sin engañarnos ni engañar a nadie.

-Y, en la ancianidad….  ¡absolutamente necesarias las amadas palabras escritas! En el recogimiento, la soledad y el silencio, sin ambiciones ni afanes, poder paladearlas y confesarles que nuestro bagaje intelectual, afectivo y espiritual lo guiaron e iluminaron ellas; y, ya, muy cerca del final, declararles nuestro agradecimiento y exigirles que su compañía, sus mensajes y su ternura sean el paliativo del momento del adiós.

Y, ¡Cómo no amar también la oralidad – las palabras “aladas” según el decir de la gran escritora Irene Vallejo – si por ella vivimos y sentimos, nos conocemos y nos amamos!

Yo amo la palabra oral – “alada” - porque con ella he logrado comprender y disfrutar el amor.

Con la palabra “alada” he podido disipar mis cuitas de muertes, de olvidos, de soledades y silencios.

 Ella me ha acompañado en mis éxitos, y es ella la hacedora de los caminos que he transitado en busca del afecto, del amor, de la amistad, de la fraternidad, del saber, del bien enseñar, de la serenidad interior al ir envejeciendo apaciblemente.

Amo la palabra oral porque me llevó hasta el corazón y el cerebro de mis alumnos de todos los tiempos, y con ellos pude compartir la alegría de buscar, de encontrar, de saber; ella nos recordó siempre el compromiso de vivir con dignidad y de aprender con orden, sencillez y humildad.

Fue la palabra “alada” la que me llevó a enamorarme de manera comprometida a formar un hogar, y fue ella el refugio de dos seres: él, artista y tenor lírico, solista operático y maestro de la música barroca; yo, maestra del idioma y de los valores literarios creados por la palabra.

Amo la palabra oral, porque fue ella la que nos ayudó a tejer la convivencia familiar y la tolerancia para admitir y respetar las diferencias. Nuestros hijos encontraron la manera de llegar hasta sus padres para expresar sus deseos, amores e incomodidades al empezar a descubrir y a pronunciar las palabras.

Es la palabra “alada” nuestro recurso comunicativo; el apacible refugio cuando compartimos con los seres amados en agradables encuentros, o cuando la escribimos para destejer, un poco, la apretada y dolorosa urdimbre de nuestro interior, a veces, fuerte, a veces derrotado, en tantos momentos esperanzado…

La palabra “alada” es en el diálogo, el impostergable y comprometido examen de situaciones enmarañadas para ir abriendo el camino de la solución.

En la familia, la palabra sonora, con sus inflexiones tonales, pone de manifiesto sentimientos muy escondidos, propicia benéficos acercamientos, confesiones, rectificación, perdón y recomienzo sincero.

 ¡Cómo no amar, entonces, la palabra oral!

 

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