EL SABIO Y SOLITARIO
SEÑOR DE LOS PREMIOS NOBEL
Lucila González de Chaves
Lugore55@gmail.com
Cada diez de diciembre es un aniversario más de la
muerte de Alfredo Nobel; por tal motivo, se entregan los Premios que llevan su
nombre, y que gozan de un prestigio extraordinario.
Cada año, antes del invierno europeo, los periódicos
de todo el mundo publican la concesión de los Premios que recaen sobre personas
de méritos ya consagrados. La Fundación Nobel, con sede en Estocolmo,
tiene a su cargo la administración de los fondos para dichos Premios:
Los de Física y Química los concede la Academia de
Ciencias de Estocolmo; el de Medicina, el Instituto Caroliniano de la misma
ciudad; el de Literatura, la Academia Sueca de la Lengua; el de la Paz, el
Storting (Parlamento Noruego).
En 1969 se concedió por primera vez, un sexto Premio:
el de Economía que se entrega cada año, con los otros cinco, el diez de
diciembre.
Alfredo Nobel nació en Estocolmo en 1833. Al morir,
dejó su fortuna para fines de cultura y pacifismo, para promover y estimular el
progreso de la ciencia, de la destreza y la pericia. Estudió química e
ingeniería mecánica por su propio esfuerzo. Hasta los diecisiete años trabajó
en Rusia, país al que había marchado toda la familia.
Luego, Nobel se fue a Norteamérica por su propia
cuenta y riesgo; allí estudió al lado del ingeniero John Ericsson. Dos años
después volvió a Rusia para trabajar con su familia en la fabricación de
torpedos y minas submarinas. Esta empresa daba trabajo a mil obreros, lo que
indica la cantidad de explosivos que producía.
Cuando Rusia empezó a comprar su armamento en el
exterior, la fábrica de la familia Nobel se declaró en quiebra, y todos
regresaron a Suecia. Alfredo viajó a París, y con la influencia de Napoleón
III, consiguió un préstamo con el que aseguró su carrera de éxitos: inventó la
nitroglicerina, la mezcló con pólvora negra, y el 15 de julio de 1864 sacó la
patente de invención de la dinamita; esta haría explotar su fábrica el 3 de
agosto siguiente.
Ante la amenaza que Alfredo Nobel representaba con su
dinamita, y el terror que a las gentes producía el tenerlo cerca, no pudo
reconstruir su fábrica, y tuvo que establecer su laboratorio y taller en un
barco que se hallaba anclado en medio del lago Maelar.
Años después, pasado un poco el pánico, construyó
fábricas en Suecia y Alemania; pero, el peligro acompaña los éxitos:
Salta, hecho pedazos, un buque que llevaba al Perú
doscientos barriles de dinamita, y mueren cuarenta y siete tripulantes; vuela
en San Francisco de California, un almacén, y hay catorce víctimas; queda
destruido el local en Sídney; de la fábrica de Alemania sólo quedan los restos
de muchos trabajadores, entre ellos su hermano menor…
Un nimbo de espanto y maldición aísla a Alfredo Nobel,
con su invento, de los demás seres humanos. Nadie quiere vender, almacenar,
embarcar dinamita, y él mismo no puede encontrar dónde vivir en Nueva York,
porque –dicen- “puede llevar muestras en
los bolsillos”.
Nobel siente que la adversidad lo enardece y lo empuja
hacia la lucha: hombre práctico y experto financiero, monta fábricas, saca patentes,
organiza empresas comerciales y convence a todo el mundo de que la dinamita es
menos peligrosa que los demás explosivos empleados en túneles, canteras y… por
los ejércitos.
La dinamita se utilizó por primera vez con fines
bélicos en la guerra franco-prusiana entre 1870 y 1871.
Nobel inventó una caldera inexplosiva, un freno
automático, la pólvora sin humo: la balistita,
la gelatina explosiva, una combinación del algodón pólvora y nitroglicerina, el
caucho sintético, la seda artificial… Llegó a reunir ciento veintinueve
patentes.
¿Su vida
personal?
¡Enorme su carrera de inventor!, ¡larga su fama!, pero… ¿su vida personal?
Dicen sus biógrafos que Alfredo Nobel no supo luchar
con el dolor del ser humano, con la angustia de vivir sujeto a la ilusión y al
desengaño; no pudo llenar sus vacíos con amor… No supo abrir el corazón a los
demás. Como era hombre de extraordinario talento, conocía su íntima desventura
y la explicaba con infinito desprecio de sí mismo y de la humanidad.
Retraído, detestaba todas las formas de publicidad. Un
hombre de educación muy cuidada y un perfecto idealista. Nunca cursó estudios
universitarios ni obtuvo ningún título académico; pero, sus conocimientos
científicos y su madurez intelectual sobrepasaban a sus contemporáneos.
Hablaba varios
idiomas y sabía de literatura; sin
embargo… ¡solitario!, de
temperamento sensitivo, soñador. Su íntimo dolor de vivir se revela claramente
en esta autodescripción que envió un día a su hermano: “Alfred Nobel, lastimoso
medioviviente, debió ser muerto de asfixia por un médico filántropo tan pronto
como, con un vagido, entró en la vida”.
En los últimos años sufrió muchos padecimientos físicos
y mentales. La progresiva pérdida de la salud afectó su estado mental. A todo
esto se suman la deshonestidad y la incomprensión de sus subalternos y
ayudantes. Pero, dice uno de los estudiosos de Alfredo Nobel, que “en el fondo
de su personalidad, peculiarmente complicada, que requería soledad y sufría de
desesperación melancólica, entre un torbellino de negocios apremiantes y
actividades industriales, yacía escondida una naturaleza poética”. (Anders
Osterling)
En 1890, al leer la novela Abajo las armas de la
baronesa Berta de Suttner (Premio Nobel de la Paz en 1905), en la que ella pinta
los horrores de la guerra, Nobel se convirtió en un pacifista militante… pero,
seguía produciendo dinamita y otras materias para la guerra.
De su amistad y largas conversaciones con la novelista
citada parece que surgió la Institución de los Premios Nobel.
En su vejez, Alfredo Nobel trasladó sus laboratorios a
San Remo, y en esta bella ciudad italiana murió de un infarto, el diez de
diciembre de 1896.
Dejó a los albaceas de su testamento el encargo de
organizar el sistema de administración de los Premios Nobel. Nueve millones de dólares
fue la cantidad destinada para conceder cinco premios anuales.
Las primeras adjudicaciones tuvieron lugar en 1901.
Nota:
Según
concepto de la Academia Colombiana de la Lengua -“Boletín” tomo XVIII, No 73 de
1968- la palabra NOBEL, de acuerdo con su carácter propio, es vocablo agudo.
Debe decirse Nobel, con acento en la última sílaba, y no se le marca tilde por
ser palabra aguda terminada en ele.
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