UN PREMIO LITERARIO QUE NO ACABA DE CONVENCER
Lucila González de Chaves
No era ella
sola, la princesa; eran los tres, unos príncipes.
Príncipes de la cordialidad, de las buenas
maneras, de la hospitalidad, de la conversación amena y atractiva, por los
temas que con tanta naturalidad se trataban; y, por sobre todo, príncipes de la
cultura, de lo que antes se entendía por “cultura” (desarrollo artístico,
literario, científico, etc.)
El libro El
mundo de afuera (Jorge Franco) -Premio Alfaguara, 2014 - está tejido sobre
dos hilos conductores: la fantasía y la truculencia, que son los alimentadores
del suspenso vivido por el lector, hasta el final. Digo mal, después de leer el
libro, continúa el suspenso hasta para aquellos que recordamos el final trágico
de don Diego y para todos quienes no son de aquella época y desconocen la vida
y la entrega a la cultura de Don Diego Echavarría, de doña Dita y de Isolda.
Por consiguiente, son dos planos en los
cuales se desenvuelve el relato colmado de truculencias, morbosas la mayoría, y
de fantasías imprecisas que nada explican, que nada embellecen; a veces,
aparece una pisca de lirismo en la obra, pero no es sostenible. Hay invenciones
acerca de la vida privada de los tres
personajes, y ningún testimonio de su vida entregada a fomentar la cultura,
especialmente la musical, en Medellín, y a formar artistas de verdad; y, si no, habría que preguntarles a la gran soprano
Lía Montoya, a la pianista Aída Fernández, entre otros muchos otros artistas a
quienes don Diego costeó sus estudios en el exterior.
Y, ¿qué de las bibliotecas y centros
culturales y colegios e instituciones de servicio, creados por tan inolvidables
príncipes? Y, ¿qué de la brillante inteligencia y logros alcanzados, tanto
académicamente como en las relaciones sociales de Isolda en todos sus años –
hasta graduarse como bachiller – en el Colegio Villa Lestonac de las Monjas de
la Enseñanza, sector El Poblado?
Las verdades en la obra son medias verdades y
pocas y, creo, muy escogidas según las conveniencias y la intención del autor
del libro. Parece que solo importaron los tres personajes para crear
sensacionalismo y demostrar un poco de desagrado contra las clases cultas de
esa época que tenían casta, dignidad y dinero….
Y el oscuro y tenebroso mundo del hampa, ¡ese
sí que está bien re-creado, bien representado! licor, sexo, hurtos, prepotencia, traiciones, prostitución,
vidas inocentes que ayudan al mal, triquiñuelas, equivocados amores manejados
de manera ordinaria y vulgar y un lenguaje muy apropiado que realza la
caracterización de un mundo y de unos personajes que, en ese entonces,
empezaban a llevar a Medellín al desastre moral y social.
Yo tuve el privilegio de asistir con mi
esposo músico, el maestro Luis Eduardo Chaves a las cenas musicales a las que
los príncipes de El Castillo invitaban, de manera generosa y discreta; personas
que en ese entonces (1954 a 1960) eran artistas o amaban el arte. ¡Qué veladas
culturales! Conciertos de los pianistas Blanca Uribe y Harold Martina, de la
Coral del Instituto de Bellas Artes, acabada de fundar por el maestro Luis
Eduardo Chaves, de la soprano Lía Montoya interpretando baladas alemanas que
tanto le gustaban a don Diego, el mismo género musical que él recomendó al
maestro Chaves para que encaminara a Lía Montoya en sus primeros pasos como
soprano; con la interpretación de esas páginas musicales, Lía alcanzó muchos
triunfos en Alemania, cuando el señor Echavarría la envió allí, a estructurarse
como cantante.
En Medellín, en el Teatro Junín, ella cantó
la ópera Madame Botterfly, y allí estuvo don Diego y su familia, rindiendo sus
aplausos. Era la primera ópera que se
presentaba en esta ciudad (década del 50 al 60), dirigida y organizada por los
maestros Luis Eduardo Chaves y Pietro Mascheroni, con la Orquesta Sinfónica de
Antioquia, cuyo director era el maestro Joseph Maza.
Muchos años después, Lía cantaría esta misma
ópera en Alemania (en donde está radicada porque allí formó su familia), más de
veinte veces, según los recortes de prensa.
Isolda solo se fue a estudiar diplomacia a
EEUU cuando se graduó como bachiller en Villa Lestonac, y no a los quince años.
Si como se dice que esta cuasi-historia es
una novela, y que como tal no tiene que ceñirse a la verdad, ni a la realidad,
supongo que el autor debió cambiar los nombres, porque si su libro es ficción,
los personajes también deben serlo. O,
¿cuál fue la intención para conservar los nombres de pila?
Por todo lo anterior, aplaudo la
determinación de Marta Ligia Jaramillo, ella misma alumna del Colegio de La
Enseñanza, de no prestar el Castillo como escenario de presentación de ficciones como esta.
CARTA
ABIERTA AL MAESTRO LUIS EDUARDO CHAVES
Maestro Chaves:
Emoción… nostalgia… recuerdos… añoranza…
paradoja: presencia de las cosas idas….
Son las cinco y treinta de esta tarde de
domingo 22 de julio de 2012 y acabo de llegar de EL CASTILLO.
Fui en busca del pasado, y los recuerdos y
las cosas me pusieron frente a ti y frente a don Diego Echavarría… ¿Recuerdas?
Eran las noches de conciertos en la inmensa sala de música, y eran los
anfitriones don Diego y doña Benedicta (Dita). Nosotros, los visitantes y los
concertistas, todos invitados, nos perdíamos en un mundo lleno de belleza
sonora y de arte; un arte que nos apretaba los sentidos, viendo y oyendo, lo
que en el Medellín de esa época (años 1955 a 1960) era imposible disfrutar.
Hoy, maestro, eché por el atajo de todos los
recuerdos, y dentro del que fuera el hogar de don Diego (+ 1971) volví a ver el
inmenso salón de música, el majestuoso piano de cola; pasé mis dedos (sin que
me lo permitieran) por el fino teclado por donde las manos de don Diego, las de
Isolda (+1967), las tuyas, las de Harold Martina, las de Blanca Uribe… acariciaron las notas más sublimes. Ahí, a la
derecha y a la izquierda del piano, unas extraordinarias y exóticas tallas de
Beethoven, y muy cerca del teclado la pulida estatua de Mozart…
Pero… hoy ese piano no está en el salón de
música, lo tienen en un cuarto contiguo al auditorio, para dar clases, y rara vez un concierto con verdaderos
artistas… ¡quien sea el depositario del Museo El Castillo, ignora lo que es y
para qué sirve realmente un piano de cola!
Ahí, a pocos pasos está el salón comedor, en
donde nos esperaba la suntuosa cena después del concierto; otra vez vi la
elegancia y finura de cubiertos y vajillas, la cristalería; las tres copas
verdes para el vino de don Diego, doña Dita e Isolda; la profusa colección de cucharitas;
pero todo está hoy encerrado en vitrinas; pocas cosas quedan por fuera.
¡Otra añoranza!, maestro Chaves, hoy la
entrada a El Castillo no es por la amplia puerta claveteada y bien tallada, la
puerta principal. Hay que entrar con tiquete en mano por el lado izquierdo, por
una oficinita en donde prohíben llevar bolsos, tomar fotos, usar celulares…
Damos la vuelta y estamos por la parte de atrás de la entrada principal y otra
vez, como ayer, los enormes óleos de Bolívar y Santander custodian una hermosa
puerta que siempre está cerrada.
Y una ilusión frustrada, maestro Chaves: no
estaba el carro de don Diego, la elegante limusina. El ocho de agosto de 2010,
la prensa escrita contó la historia de ese lujoso carro que estuvo perdido
durante treinta años; lo restauraron, le pusieron las piezas originales y
desfiló por las calles de Medellín con los demás autos antiguos. Agregaba el
periodista que la limusina sería llevada a El Castillo y guardada en una urna
de cristal. ¡Pues, no la han llevado! Y
al preguntar por ella, nadie sabe dar razón.
En el segundo piso de este único Castillo, al
final de la escalera, están los cuartos de Isolda niña, de Isolda joven, el de
don Diego y el de doña Dita. Decorados europeos, camas con dosel traídas de
Francia, retratos familiares que muestran la juventud y belleza y luego la edad
madura de sus dueños.
Damos la vuelta y ¡la biblioteca! Miles de
libros en vitrinas de grandes vidrieras, en un alto porcentaje escritos en
alemán, italiano, francés; muy pocos en español. Don Diego estudió y se formó
en Europa donde conoció a doña Benedicta. Por sobre las estanterías y casi
pegados al techo, como antaño, los óleos de los grandes maestros de la música
barroca: Mozart, tu gran amor y el de don Diego, ¿recuerdas cuántas horas
pasaban ustedes dos hablando de Mozart en esa biblioteca?, y más allá Schubert,
Bach, Beethoven, Liszt, Brahms, Verdi, Wagner…
¿Recuerdas, maestro, que mientras Humberto
Echavarría defendía la grandeza de Wagner, tú y don Diego enaltecían la
musicalidad y armonía de Mozart? Y… conversar con doña Dita de literatura, su
devoción, era un alelamiento incomparable.
El salón francés, el de los gobelinos, los espejos, las lámparas, las esculturas…
todo está como hace cincuenta y cinco años.
Han remodelado muchos espacios, como los
baños personales de los dueños de casa; La Tarantela, que fuera la casa de
muñecas de Isolda, es hoy un saloncito de café y a la vez tienda; los jardines
también han sido diseñados de nuevo; por ejemplo, el hermoso rosal a la entrada
de la puerta principal tuvo que dar cabida a unos senderos peatonales y a otro
tipo de jardines y flores; quedan pocas rosas (de todos los tamaños y colores)
de las que don Diego cultivaba personalmente. Y los árboles de caucho, cuya
primera semilla trajo al país don Diego, han ido desapareciendo, sólo vi dos; y
¡los añosos y monumentales cipreses que
aún hacen calle de honor para entrar a El Castillo!….
Y al salir del Castillo, el sol es ardiente y
me hace recordar al poeta Neruda: “A veces, como una moneda, se encendía un
pedazo de sol entre mis manos”.
Y el paisaje se aquieta y los recuerdos se
remansan y las imágenes interiores me traen afanosamente a casa para escribir
estas líneas “in memoriam” de ti, maestro Chaves, del gentil señor Echavarría, de
su bella e inteligente hija y de su cultísima esposa.
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