NUESTRO DÍA DE LA RAZA
Lucila
González de Chaves
Rememoremos un poco:
En la mañana del 12 de octubre de 1492 se había descubierto un nuevo mundo. Este hecho partió en dos la
historia de América.
Si es verdad que fueron
heroicos los conquistadores en su lucha por dominar las regiones ásperas y
malsanas de América, no lo fueron menos los aborígenes que resistieron, con
indomable energía, el avance de los hombres blancos.
Si España nos
trajo la religión, las costumbres y la
lengua, y con ella la gran verdad humana del Quijote, la cumbre poética y
espiritual de San Juan de Cruz y de Santa Teresa, la astucia de la Celestina,
el dolor de amar hecho soneto en Garcilaso de la Vega, también nuestro pueblo
americano dio claras muestras ante el conquistador, de la fuerza moral interior
que lo definía y engrandecía; de la suma de sus sentimientos por la tierra y
por el legado de sus mayores; de la valentía, integridad y dignidad que lo
sostuvieron en los combates y que, indefenso, entregó frente a la muerte.
Mucho antes de la
llegada de Colón, cuando los europeos ignoraban la existencia de estas tierras,
América era una raza que ya conocía el respeto, la dignidad, el acatamiento a
la autoridad, cuando en su estructura gubernamental el indio no se atrevía a
mirar a la cara a sus caciques. Una raza que se comportaba de acuerdo con sus
tres leyes más importantes: no matar, no hurtar, no mentir, y aplicaba castigos
especiales y severos a los cobardes.
Una raza vibrante,
altiva, fuerte y apasionada que reunía sus energías en torno a lo grande y
podía, al decir del poeta nicaragüense, Rubén Darío, “presentar en su diestra
el acero de la guerra o el olivo de la paz”. Un indio que nos da su última
lección: morir por defender su tierra. Y allí, en los combates, herido de
muerte, cierra los ojos, pero abre para nosotros el orgullo de ser americanos.
Al conmemorar el Día
de la Raza, o como dicen otros: El encuentro de dos mundos, concentremos
voluntades para que nuestros auténticos valores se hagan ofrenda ante la Patria
y podamos alcanzar la certidumbre de vivir en paz; una realidad que todos
buscamos anhelosamente.
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