jueves, 7 de diciembre de 2023

DOLOR Y SOLEDAD

 

EL DOLOR Y LA SOLEDAD EN LAS OBRAS DEL ESCRITOR

 

FRANCÉS FRANCOIS MAURIAC

 

 

 

Lucila González de Chaves

“Maestra del idioma”

Lugore55@gmail.com


 

 

Lo mismo que en otros autores de novelas psicológicas, pudiéramos señalar en Mauriac, algunas características definidas: la novela como búsqueda, la historia de una vocación literaria, cuyo resultado son sus inquietantes obras; la importancia del dolor y la soledad en su mundo novelesco. Sus novelas son tanto más valiosas cuanto más profusamente ha penetrado el sufrimiento en el corazón. En ellas todo es análisis extraordinariamente inteligente, revisión de los personajes, de sus pensamientos y, sobre todo, de los motivos que los impulsan a obrar. Mediante este análisis podemos comprender mejor el comportamiento de sus criaturas, podemos desenvolvernos con soltura en la visión minuciosa y compleja de un mundo interior divisible y quebradizo.

 

Dice uno de sus críticos que los personajes de Mauriac tienen algo del corazón herido de su autor. En efecto, su infancia fue triste e ensimismada; era un niño triste que se sentía herido por todo. Amaba con predilección la música, la liturgia y las ceremonias religiosas. Un pequeño burgués encerrado en sí mismo, educado en ambiente severo.

 

Claramente lo vemos retratado en el adolescente Fabien de su obra “El Mal”, en la que este muchacho, producto de un ambiente exclusivista, vive lleno de angustiadas inquietudes, de una sensibilidad exasperada y vibrando siempre por todo; un alma cristiana perseguida por la carne.

 

Y, cumpliendo siempre la consigna de que un buen novelista debe tener conciencia de los conflictos de sus personajes y oponerlos unos a otros, Mauriac crea a Fanny, la mujer madura y recia que arrastra tras sus pasiones a Fabien, a quien hace hombre después de un largo período de tentaciones; una mujer fácil, cargada de experiencias, desata en un adolescente toda la pasión contenida por un sentimiento religioso; el personaje sigue siendo un hombre roto, contraído, ansioso, enfebrecido.

 

 “Genitrix”

 

Es una de sus novelas que parece ser una actitud frente a la vida y los sentimientos, realizada desde el punto de vista de los tres más destacados personajes: Fernand, el solterón que realiza un matrimonio tardío (50 años), su madre Felicité y la joven esposa Matilde. La actitud de la madre es absorbente. Sus celos nacidos de la posesión absoluta de su hijo la llevan a descuidar a la joven esposa y a sentir alegría cuando esta muere.

 

La actitud de la esposa es, interiormente, de lucha contra aquella implacable madre de su esposo; pero, exteriormente, parece no haber realizado nada. El interés del autor se centra en demostrar cómo esta joven, después de su muerte, logra vencer a aquella Genitrix. En efecto, el hijo ya no busca a su madre; se encierra en el cuarto de su esposa, y rinde culto a un retrato y a un recuerdo; hace frente a su madre porque parece que su esposa muerta tiene más poder sobre su voluntad que su madre viva.

 

La actitud de él, Fernand, es la de un hombre sin voluntad, tímido, consentido y dominado por su madre, de cuya tutela solo sale brevemente en pos de una mujerzuela. Pero regresa a los brazos de su madre, más debilitado aún. Los contactos con la vida y el amor no han logrado madurarlo, tampoco el matrimonio fue exitoso.

 

Pero, hay en esta novela sentimientos positivos: fidelidad, cariño, sinceridad, entrega y están encarnados en una vieja criada que ha visto pasar dos generaciones de amos. Los personajes tienen todos los elementos constitutivos del ser humano; pero, los negativos están tan agudizados y son tan potentes que ellos – los personajes -  convencen al lector de que son seres enfermizos, morbosos, sin liberación posible.

 

“La Farisea”

 

Es una novela que confirma plenamente lo que de Mauriac dice Joan Roger: “es un autor que se complace en pintar dramas de almas cristianas perseguidas por las pasiones, o de personajes pseudocristianos, respetados y honorables, pero que no son más que “fariseos” en el sentido evangélico de la palabra.

 

En efecto, el personaje central, Luis Pian, narra una historia originada en su infancia y adolescencia: la historia de su madrastra Brigitte Pian. Todos los personajes giran en torno a ella. El ambiente es un mundo sombrío, limitado en el doble aspecto: geográfico y social.

 

Aquella madrastra es una “farisea” segura de sí misma y de su virtud: Los vigila a todos y les traza planes de vida virtuosa. Cree sinceramente que el clérigo Puybaraud está destinado al claustro y se opone a su matrimonio con Octavia;  cuando esta muere, la farisea (señora Pian) ve confirmados sus puntos de vista y juzga que la Providencia está de su parte.

 

Otros muchos seres humanos sufren por su causa, por su exceso de celo y su concepto de la virtud; entre ellos, la joven pareja Michele – su hijastra -  y Jean, ella cree que Jean es el niño “malo” y juzga que debe “trabajar” por esta alma “miserable”.

El esposo de la “farisea” se ha entregado a la bebida por causa de permanentes desajustes; cuando él muere, ella empieza a padecer de escrúpulos y sus noches son las de un ser desesperado. Solo el abate Calou, otra de sus víctimas, logra tranquilizarla.

En el atardecer de su vida, la farisea logra conocer el amor feliz y absoluto con un médico de su misma edad y descubre, entonces, que “no hay que merecer; lo que importa es amar”.

 

“El desierto del amor”

 

La historia se inicia en un momento del presente de un hombre, Reymond, cuando en un café descubre a la mujer que conformó su vida afectiva, desde cuando él solo tenía 18 años. A partir de este presente el autor nos lleva al pasado, y allí se desenvuelve la historia casi hasta el final, en el que pasado y presente vuelven a encontrarse para crear el desenlace.

 

Es la historia de dos hombres: padre e hijo enamorados de la misma mujer, Marie Cross: ninguno de ellos ha logrado hacerla suya; sus reacciones son diferentes; pero, en los dos, la pasión es intensa, obsesiva y para siempre, pues les dura hasta la muerte.

 

A pesar de que la viuda Cross es la inspiradora de tan profundos amores y deseos, no aparece en la obra con características especiales. Es una mujer vulgar, poco refinada, pero inteligente. Se destacan sí, las honduras psicológicas, las situaciones vivenciales de cada uno de los personajes, las profundas grietas espirituales y afectivas entre marido y mujer que marcan el carácter del hijo, Reymond.

Hay que agregar que el comportamiento cínico y donjuanesco del muchacho nace de la ofensiva indiferencia de la señora Cross cuando Reymond quiere demostrarle que es todo un hombre y que la ama con pasión.

FOTO....

 


MUSICALIDAD Y MENSAJE

 

LA MUSICALIDAD Y EL MENSAJE AVALAN EL ARTE DE LA DECLAMACIÓN

 

                                                   

La declamación es una proyección del mensaje poético que nos alcanza el alma y, a veces, cambia nuestro sentir y nuestro pensar.

Un excelente declamador es el que nos hace vibrar frente a la traslación al lenguaje del estado espiritual del poeta que sabe el arte de trasmitir la vida en palabras.

Ningún ensayo, ninguna teoría tendrán el discurso exacto para explicar el poder mágico que, sobre la sensibilidad del ser humano, tiene un excelso declamador, cuando roza con su arte nuestra zona espiritual y emocional donde se incuban misteriosamente nuestros más encumbrados y secretos deseos y sentires.

La declamación, altamente concebida, combina los sonidos, el ritmo y el mensaje con el lenguaje gestual y corporal y consigue despertar, así, la máxima intensidad de emoción emanada de los poetas a quienes interpreta.

Al sentido estético y finura de espíritu de los oyentes les es fácil reconocer una buena poesía mediante el declamador; pero, como hay variados comportamientos y reacciones frente al sentir y el pensar, nunca nadie podrá definir todo cuanto la poesía, sus autores y sus intérpretes significan para el ser humano, sensitivo

 y pensante.

La declamación es una disciplina mental, espiritual y sentimental del intérprete, pues su función no solo es deleitar, sino también humanizar los anhelos del hombre dándole a conocer las excelentes páginas de los poetas, en donde se encontrará a sí mismo, y las que, además, le darán explicación a sus inquietudes existenciales.

Cada sensibilidad es distinta, y cuanto mayor es la sensibilidad de los poetas y de los oyentes, más exquisitos, tenues y refinados tendrán que ser los matices que el buen declamador debe poner en su interpretación.

En mi ya larga vida de entrega a la enseñanza, a la lectura, a la investigación y con un infinito amor por la poesía, tuve la oportunidad de escuchar a muchos declamadores, animados por el afán de inculcarnos la belleza de las palabras.

Pero, solo conservo en mi memoria los recitales de dos grandes mujeres: los de Berta Singerman, argentina, de un exquisito lenguaje corporal y una inolvidable voz musical, además de un refinado y clásico repertorio; y los de Adriana Hernández, de una sensibilidad por el arte, sorprendente; una voz manejada con exquisitez, a veces, lenta, a veces apasionada, a veces soñadora, como conviene al sentir y al pensar del poeta que va interpretando.

Hay algo en ella que la diferencia: no desgasta su admirable capacidad de declamadora en poemas sin valores líricos, ni connotativos, ni trascendentes. Ella necesita arder con las palabras y la pasión del autor, iluminar a su público con los mensajes sublimes de los poetas clásicos.

Porque ha entregado su vida a la cultura y al arte, Adriana es como el poeta José Asunción Silva, en las palabras del gran pensador y poeta Guillermo Valencia:

 

“Tener la mente en llamas y los pies entre el lodo…; querer sentirlo, verlo y adivinarlo todo “.

 

……………………………………………

 

(Exclusivo para la Revista Cultural de El Café Rojo y en homenaje a la exquisita intérprete del verso,  la escritora, poetisa, la creadora incansable de fomentar el arte y las letras en Medellín)

 

Lucila González de Chaves

“Aprendiz de Brujo”

Lugore55@gmail.com

Maestra, periodista y escritora

 

 

¡VEN, NO TARDES TANTO!

 

¡VEN!, ¡NO TARDES TANTO!

 

 

 

Lucila González de Chaves

“Aprendiz de Brujo”

lugore55@gmail.com

blog: lucilagonzalezdechaves.blogspot.com

 

 

Las palabras que dan nombre a este texto son un ruego del ser humano; demandan ayuda; lo repetimos cada año en Navidad, cuando, congregados en torno al pesebre, rezamos la Novena al Niño Jesús.

 

¡Ven a nuestras almas

Ven, no tardes tanto!

 

Hermosa e inolvidable costumbre.

 

******

Y… si nos apartamos de la musical y devota literatura de dicha Novena, reescrita hace más de cien años por Bertilda Samper, monja de la comunidad de la Compañía de María, La Enseñanza, llamada en el Claustro: Hermana María Ignacia; si nos apartamos un poco –digo- de dicho texto, y reflexionamos sobre nuestra fe, descubrimos que Él siempre vive en nosotros; ¡que nuestro amor y nuestra esperanza mantienen viva y permanente su presencia en nuestra personal comunión con Él!

Debiéramos confesar, con entereza y orgullo, este sentimiento, porque la real y permanente presencia de Dios en nuestro corazón es el eje de nuestra fe, su llama alimentadora.

 

*******

 

Llega Navidad y nuestras costumbres católicas nos remiten cada año al pesebre para sentir, anhelar y creer firmemente que el Dios-Niño nace para reavivar nuestros principios cristianos y encender el apagado deseo de sentirnos hijos de Dios.

 Creo que debemos cuidar y alimentar lo eterno: Su Presencia en nosotros desde nuestro nacimiento; y con la certeza de vivir siempre en Él y Él en nosotros, practicar devotamente los ritos.

         

 

GOZOS Y REFLEXIONES

 

 

Estas reflexiones están basadas en la clásica novena y en sus gozos, que amorosamente nos remiten a nuestra infancia:

 

1.”Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”. (Juan 1. 14)

 

2. Dios Padre entrega a su Hijo a los hombres como la máxima demostración de amor y de perdón.

 

3. María, madre del Dios encarnado, prepara nuestras almas para tan deseado nacimiento.

 

4. Niño Jesús, venimos confiados ante ti, porque por medio de Santa Margarita nos prometiste: “Todo lo que quieras pedir, pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado”.

 

5. Jesús-Niño, ante ti exponemos nuestro deseo de llevar una vida virtuosa y poder así, conseguir una eternidad de amor y entrega en tus brazos.

 

 

6. El Dios-Padre, por amor al hombre, busca otra morada; y su misericordia infinita, para poder redimirlo y salvarlo, se encarna en la Virgen María.

 

8. El hombre, creado por Dios, le había desobedecido y merecido, por ello, un castigo eterno, pero el Dios-Padre nos da a su Hijo para expiar aquella desobediencia, ingratitud y rebeldía.

 

9. Dios-Niño, postrados ante ti en el pesebre, te adoramos y recibimos la gracia santificadora; te pedimos que por medio de ella ayudes la debilidad de nuestras almas y les des nuevas energías para cumplir tu Voluntad.

 

10. La imponderable sabiduría del Espíritu Santo te formó, ¡oh Niño! en las entrañas de la Virgen María, con tanta delicadeza y tal capacidad de sufrimiento hasta llegar a redimirnos y a hacernos hijos de Dios.

 

11. Virgen María, nos unimos a tu adoración por el Dios-Hombre, encarnado en tu seno y como tú, queremos estar siempre anonadados para que Él lo sea todo en nuestras vidas.

 

12. Divino Niño: ayúdanos a practicar tu lección de amor: Quien se entrega a la Voluntad de Dios, ya no se pertenece a sí mismo, y no quiere a cada instante sino lo que Él quiere, siguiéndole fervientemente.

 

13. Dios-Niño: queremos prepararnos para tu cumpleaños, purificando nuestras almas para que sean una verdadera morada tuya; y ennobleciendo nuestros corazones para que aprendan a amar, como tú, sin medida.

 

14. Llega la media noche y, como hace más de dos mil años, tú estás en el pesebre.

 Tú, el vaticinado, el anhelado febrilmente. Tu santa Madre, transportada de júbilo, se postra a tus pies. José, te rinde el homenaje con el que inaugura su misterioso e imponderable oficio de padre putativo del Redentor de los hombres.

¡Feliz cumpleaños, mi Señor!

 

********

 

POR QUÉ AMAR LAS PALABRAS

 

 

¡AMO LAS PALABRAS!

 

Lucila González de Chaves

“Maestra del idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

“La palabra es un poco de aire comprimido

      que desde la mañana luminosa del Génesis

 tiene poder de creación”.

(Ramón M. del Valle-Inclán)

 

Cómo no amar la palabra escrita si todo nuestro ser está marcado por las incontables huellas que ha dejado a través de nuestra historia existencial:

-En la niñez, al juntar las letras y apenas aprendiendo a escribirlas, se quedaban revoloteando palabras evocadoras de ternura: mamá; mi mamá me ama; yo amo a mi mamá…. Conocimos simoncitos bobos, viejecitas ricas, renacuajos parranderos, brujas metidas por niños en hornos, lunas de chocolate, estrellas que eran cada una de ellas, ángeles de la guarda, etc.

-En la juventud amamos y leímos las palabras con intensa emoción: teníamos el cerebro abierto y libre para fantasear con los libros que hablaban de hazañas de navegantes, de tormentas, de naufragios, de fuertes luchadores contra los problemas que dificultaban la vida; supimos de alfombras voladoras, de cuevas llenas de tesoros, de princesas sacrificadas por la mentiras y traiciones de los súbditos….

-En la adolescencia las palabras escritas fueron llegando hasta el corazón en la incomparable musicalidad de la poesía, para hacernos estremecer de emoción frente a las inquietantes incógnitas de los primeros amores. Amábamos la palabra escrita que iba llegando a nuestro cerebro sumido en crisis y desencantos; llegaba ella como notaria del discurrir de la vida, contado y expuesto maravillosamente en novelas, en cuentos, en textos que nos iban iluminando y señalando el camino hacia el objetivo de vivir. Los momentos de intenso amor, de ensoñación, o de profundas dudas o de dolorosos desencantos, estados propios de la adolescencia, excitaban nuestro pensamiento y lo convocaban a buscar sosiego en las embrujadoras palabras escritas de grandes narradores y pensadores.

-En el desasosiego controlado de la adultez; en los hondos momentos de dichas o de tristezas o de encrucijadas difíciles de aclarar, ¡cómo no amar la palabra! si desde el texto nos ofrecía fortaleza, claridad, consuelo y compañía; cómo no amarla si fue ella nuestro apoyo para construir con solidez un proyecto de vida y realizarlo sin engañarnos ni engañar a nadie.

-Y, en la ancianidad….  ¡absolutamente necesarias las amadas palabras escritas! En el recogimiento, la soledad y el silencio, sin ambiciones ni afanes, poder paladearlas y confesarles que nuestro bagaje intelectual, afectivo y espiritual lo guiaron e iluminaron ellas; y, ya, muy cerca del final, declararles nuestro agradecimiento y exigirles que su compañía, sus mensajes y su ternura sean el paliativo del momento del adiós.

Y, ¡Cómo no amar también la oralidad – las palabras “aladas” según el decir de la gran escritora Irene Vallejo – si por ella vivimos y sentimos, nos conocemos y nos amamos!

Yo amo la palabra oral – “alada” - porque con ella he logrado comprender y disfrutar el amor.

Con la palabra “alada” he podido disipar mis cuitas de muertes, de olvidos, de soledades y silencios.

 Ella me ha acompañado en mis éxitos, y es ella la hacedora de los caminos que he transitado en busca del afecto, del amor, de la amistad, de la fraternidad, del saber, del bien enseñar, de la serenidad interior al ir envejeciendo apaciblemente.

Amo la palabra oral porque me llevó hasta el corazón y el cerebro de mis alumnos de todos los tiempos, y con ellos pude compartir la alegría de buscar, de encontrar, de saber; ella nos recordó siempre el compromiso de vivir con dignidad y de aprender con orden, sencillez y humildad.

Fue la palabra “alada” la que me llevó a enamorarme de manera comprometida a formar un hogar, y fue ella el refugio de dos seres: él, artista y tenor lírico, solista operático y maestro de la música barroca; yo, maestra del idioma y de los valores literarios creados por la palabra.

Amo la palabra oral, porque fue ella la que nos ayudó a tejer la convivencia familiar y la tolerancia para admitir y respetar las diferencias. Nuestros hijos encontraron la manera de llegar hasta sus padres para expresar sus deseos, amores e incomodidades al empezar a descubrir y a pronunciar las palabras.

Es la palabra “alada” nuestro recurso comunicativo; el apacible refugio cuando compartimos con los seres amados en agradables encuentros, o cuando la escribimos para destejer, un poco, la apretada y dolorosa urdimbre de nuestro interior, a veces, fuerte, a veces derrotado, en tantos momentos esperanzado…

La palabra “alada” es en el diálogo, el impostergable y comprometido examen de situaciones enmarañadas para ir abriendo el camino de la solución.

En la familia, la palabra sonora, con sus inflexiones tonales, pone de manifiesto sentimientos muy escondidos, propicia benéficos acercamientos, confesiones, rectificación, perdón y recomienzo sincero.

 ¡Cómo no amar, entonces, la palabra oral!

 

 

UNA PAUSA PROVECHOSA

 

UNA TACITA DE TÉ CON EL ESCRITOR JAPONÉS KAKUSO

 

Lucila González de Chaves

lugore55@gmail.com

“Maestra del Idioma”

 

Toda la historia del té, los ritos para su elaboración, la ceremonia para tomarlo en una fina tacita de porcelana, y, entre pequeños sorbos, su erudición. Hablo del escritor japonés, Okakura Kakuso **, en su invaluable obra “El libro del té”. 

Lo “vemos” sorber su té y vamos meditando y aprendiendo con él sobre la vida, sobre los sentimientos, más que sobre las pasiones, contenidas estas, por medio de la cortesía habitual en los japoneses, por su civilización moral y por sus tradiciones, de cuya pérdida nos habla el autor con cierta melancolía, en el libro citado.

Y para este refinamiento, para este deleite, para entender el trascendente disfrute del té, hay escuelas especiales, pues cultivar el té, procesarlo y tomarlo es un arte; es así como el autor nos habla del “téismo”, haciendo hincapié en la tilde sobre la E, porque no son lo mismo: teísmo y téismo: el primero es una creencia religiosa; el segundo vocablo nace para indicar el ceremonial del té.

Sigue sorbiendo su té en la bellísima tacita de porcelana, al tiempo que nos va exponiendo las teorías del taoísmo y del zennismo, sus reflexiones en torno a su civilización, su religión, su dominio sobre las pasiones sin renunciar a lo sentimental, el valor de la lealtad practicada en el respeto y en la cortesía.

En “El libro del té”, publicado en 1906, el lector puede precisar lo simbólico que es para los orientales el té; la trascendente significación que él tiene en su historia, en su idiosincrasia. La siguiente frase es clave, si se lee despacio y con un poco de hermenéutica. El autor dice a los occidentales:

“Nos acusáis de tener demasiado té, pero, ¿no podemos nosotros sospechar que a vosotros os falta té en vuestra constitución?”

Y, agrega: “El sabor del té posee un encanto sutil que lo hace irresistible y muy particularmente susceptible a la idealización”.

El lector avezado no puede dejar de descubrir, al lado de tan hondas meditaciones en torno a una tacita de té, los relampagueos poéticos:

“…bajó al jardín, y sacudiendo un árbol, llenó el suelo de púrpura y de oro, ¡pedazos del manto de brocado del otoño!”

Y, la concepción artística de Kakuso: “El arte no tiene valor más que en cuanto habla de nuestra sensibilidad…, de la melancolía…”.

Inmediatamente se enciende en el lector ese secreto sentimiento, esa esencia de vida que es el goce de las pequeñas cosas.

La historia de la literatura universal registra rápidamente al autor como a “un escritor para jóvenes, invitándolos a conocer sus tradiciones japonesas, y a no dejarse llevar por la invasión de los ideales occidentales”.

Es que los años de 1900 fueron una etapa muy convulsa en la historia del Japón: salía del feudalismo y abría su conexión con el mundo.

Kakuso, afirman también los literatos, “tiene mucha influencia del escritor japonés, Tanizaki, especialmente de su obra “El elogio de la sombra”, donde expone “la belleza de las cosas que han sido usadas”; las cosas que tienen las marcas imborrables del tiempo.

Era el año 1961, y en mis búsquedas en librerías y en ferias del libro, me encontré un lindísimo ejemplar que tenía en la pasta preciosas ilustraciones de motivos japoneses; contenía dos pequeñas-grandes obras: “La flauta de jade” de Toussaint y “El libro del té” de Kakuso.

Yo ignoraba el valor y las características de la literatura japonesa; no digo la literatura oriental, porque había tenido muchos encuentros con libros de autores de la India, entre ellos Tagore, uno de mis, aún, “autores de cabecera”; además, conocía mucha parte de “Los Vedas”, los libros sagrados hindúes, por ejemplo: Los “Upanishads”.

 Fue, entonces, para mí una fiesta el descubrir este bellísimo ejemplar. Lo releí, lo subrayé, tomé notas, hice fichas y lo guardé como una de mis preciadas joyas.

 Pasaron muchos años y un día, no hace mucho tiempo, la vida me puso frente a dos amigos sensibles y esotéricos, pensantes y rebeldes. En el ir y venir de mis palabras y las suyas, en el intercambio de conceptos en una agradable tertulia, en las reflexiones sobre los aconteceres, fui deduciendo que a ellos les gustaría leer ese libro tan celosamente guardado…

La amistad fue creciendo, las conversaciones se alargaron y las reflexiones se hicieron cada vez más sinceras…

 De pronto, un día, tomé mi libro, le escribí dos o tres cosas y lo entregué a mis amigos, dos excelentes críticos...

Pasaron los años, y otro día, mi amado ejemplar, “El libro del té”, reapareció editado en la interesante y asombrosa Serie Cultural que mis amigos dirigían y orientaban.

…….

 ** Okakura Kakuso (1862 – 1913). En japonés es costumbre referirse a los escritores, escribiendo primero el apellido y luego el nombre. Kakuso fue filósofo, artista; escribió con gran autoridad sobre historia e incursionó en crítica sobre el arte de su país. Defensor incansable de las tradiciones ancestrales japonesas, acorraladas por la modernización y la cultura occidental.

 

EL POETA RUBÉN DARÍO

 

  

LAS MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO


Lucila González de Chaves

“Maestra del Idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

Uno de los más excelsos poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).

Rosa Sarmiento se casó con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.

¡Extraño destino el de Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.

Rosa Sarmiento está a punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los Andes, en el corazón de Nicaragua.

A causa de su mal matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el recuerdo de su madre se ha perdido.

La vida va entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético reside precisamente en la permanente niñez del alma”.

Todos estos aconteceres de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior “en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la diosa Armonía”.

Muy joven aún, llega a su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan, frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras lágrimas de desengaño.

De esta semilla del primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando solitario”.

“Una voz interior –anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino. Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los demás”. Por eso expresa:

 

El mundo, a carcajadas, se burla del poeta

Y le apellida loco, demente, soñador”.

 

Sin embargo, Darío debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le llenaban el alma.

Pasan los años de aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.

Se aman, pero esos amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo engaña, su corazón queda desolado:

 

Yo di mi corazón a esta doncella,

y se me ha convertido en manos de ella,

juguete de cristal en tiernas manos.

 

Nuevamente, los dioses le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.

El amor se disputa el alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es, además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas palabras del poeta:

“Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de arreglarme la situación”.

De Guatemala se va directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo, apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda, entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.

Se entrega a la bebida –él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura que fue su estrella.

Se va a Managua. La distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada. Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.

De aquella trampa lo sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia, cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:

“¿Por qué vino tu imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!, ¡oh mi esposa!”

Cuando deja de ser cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados Unidos. Es el año de 1898.

En España vuelve a hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para siempre.

Uno de los biógrafos de Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.

Algún tiempo después, el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.

Pero el príncipe de las letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa legítima.

El poeta emprende viaje a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado. Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.

Esta vez vuelve como si buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y de poeta.

Pero, sus males se agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa legítima, Rosario Murillo.

Los dioses le negaron el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.

 

 

 

 

LAS MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO

 

 

Lucila González de Chaves

“Maestra del Idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

Uno de los más excelsos poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).

Rosa Sarmiento se casó con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.

¡Extraño destino el de Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.

Rosa Sarmiento está a punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los Andes, en el corazón de Nicaragua.

A causa de su mal matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el recuerdo de su madre se ha perdido.

La vida va entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético reside precisamente en la permanente niñez del alma”.

Todos estos aconteceres de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior “en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la diosa Armonía”.

Muy joven aún, llega a su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan, frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras lágrimas de desengaño.

De esta semilla del primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando solitario”.

“Una voz interior –anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino. Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los demás”. Por eso expresa:

 

El mundo, a carcajadas, se burla del poeta

Y le apellida loco, demente, soñador”.

 

Sin embargo, Darío debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le llenaban el alma.

Pasan los años de aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.

Se aman, pero esos amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo engaña, su corazón queda desolado:

 

Yo di mi corazón a esta doncella,

y se me ha convertido en manos de ella,

juguete de cristal en tiernas manos.

 

Nuevamente, los dioses le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.

El amor se disputa el alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es, además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas palabras del poeta:

“Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de arreglarme la situación”.

De Guatemala se va directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo, apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda, entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.

Se entrega a la bebida –él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura que fue su estrella.

Se va a Managua. La distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada. Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.

De aquella trampa lo sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia, cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:

“¿Por qué vino tu imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!, ¡oh mi esposa!”

Cuando deja de ser cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados Unidos. Es el año de 1898.

En España vuelve a hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para siempre.

Uno de los biógrafos de Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.

Algún tiempo después, el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.

Pero el príncipe de las letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa legítima.

El poeta emprende viaje a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado. Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.

Esta vez vuelve como si buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y de poeta.

Pero, sus males se agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa legítima, Rosario Murillo.

Los dioses le negaron el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.