lunes, 6 de abril de 2015

El idioma y nuestro ser

EL  IDIOMA, PERSONALIDAD Y  EXPRESIVIDAD



                                                                        Lucila González de Chaves
                                                                                  lugore55@gmail.com



El lenguaje no tiene una significación constante e invariable, por eso, siempre buscamos  un ideal de definición de conceptos y sentimientos.

Aun, distinguiendo los diferentes sentidos en que se puede emplear el idioma, es inevitable la confusión que ciertas palabras, algunos tonos de voz y determinadas construcciones sintácticas generan en el campo de la comunicación.

Cuando nos escuchan, las personas se concentran, en primer lugar, en nuestras ideas y después, en nuestras frases. Si atendemos este principio, lograremos que él contribuya a hacer reconocibles ante los demás nuestros sentimientos y pensamientos: así, podrá decirse que poseemos la facultad de exponer lúcidamente, en forma oral o escrita, una secuencia de ideas y de sentires.

La limpidez de expresión del otro nos impedirá perdernos en el camino de la comprensión. El lenguaje está en relación directa con las  experiencias intelectuales, sociales y emotivas, cada una de la cuales tiene, lingüísticamente, su forma peculiar  de manifestarse. Así van formándose los hábitos del lenguaje oral y escrito, facilitadores de la libre y correcta expresión.

Aunque el código lingüístico  es el mismo para los millones de personas que hablan y escriben español, la construcción sintáctica y semántica, la intencionalidad de cada ser, su personalidad, su gusto estético, van creando modalidades de expresividad.

Hay en el ser humano, por constitución, una aptitud  para la recepción de impresiones y sensaciones exteriores; pero, también posee, igualmente innata, la tendencia a influir en los demás, a atraerlos, a provocar temor, respeto, admiración, compasión, amor… A esta inclinación a hacer sentir nuestra presencia en la vida de los otros, la llamamos expresividad, y su manifestación más directa es la del lenguaje.

La expresividad tiene recursos que le son propios; unos actúan sobre el oído del que escucha, estimulando su interés; otros, excitando su imaginación con ciertas transformaciones de significados. Entre los recursos fonéticos, es sin duda el más importante, el de la entonación.. Una expresión puede tener muy distintos significados según el tono (“el tonito”) con  que se pronuncia.

Todos los sentimientos, las emociones, el carácter, y hasta las diferencias geográficas se reflejan en el idioma, mediante  la entonación.

La alegría y el amor multiplican los matices; la tristeza, la preocupación, los apagan. Un carácter vivo exagera las tonalidades del habla. En la exclamación, la naturaleza de la emoción es la que determina el tono. Si la emoción es aguda, la exclamación también lo será. En cambio, las emociones deprimentes o de tono menor se expresan con la entonación más grave.

En nuestra lengua hay palabras que no son otra cosa que puro tono, simple exclamación sin contenido intelectual ninguno, sin mensaje, como: ¡caramba!, ¡oh!, ¡hola!,  ¡carajo!, ¡ja!, y tienen reservado su valor significativo a la índole y cantidad de sentimientos que pongamos al pronunciarlas.

Hay otros recursos fonéticos que  vivifican la expresión, la intensifican, por ejemplo, solo con SILABEAR despaciosamente una frase, la convertimos en viva carga de intenciones expresivas ocultas, bien de acogida, o bien de rechazo. La repetición de una palabra aumenta el volumen de su significado: ¡Te lo he explicado miles y miles de veces!  ¡Te lo digo y te lo repito!  ¡No y no!

Ocurre, también, el caso contrario: para hacerse más expresivo, el  lenguaje silencia, corta, deja en suspenso la expresión, por ejemplo: Yo quería decirte que… ¡no me atrevo!   ¡Hablamos…!    ¡Tú sabes….!

Son corrientes las elipsis (omisión de palabras) en el habla natural. Casi siempre, ellas son la base del habla familiar. Tan llena de contenido psíquico y alusiones a las circunstancias se halla cada palabra, ayudada por el gesto y el tono, que una frase puede callarse la mitad de las palabras, sin que ninguno de los interlocutores se entere.

Las elipsis son debidas a un sentimiento afectivo que hace callar, por respeto o por emoción, ciertas palabras significativas de la expresión. Todos conocemos el valor sentimental de los puntos suspensivos, que representan en la escritura una interrupción colmada de  intencionalidad:


Soñé que allí mis hijos y mi Julia…
¡Basta!, las penas tienen su pudor,
Y nombres hay que nunca se pronuncian
Sin que tiemble con lágrimas la voz.

(“Aures” – Gregorio Gutiérrez González)


Dice la escritora Carmen Pleyan de García: “La raíz psicológica de la expresividad se manifiesta de un modo claro en las tendencias que la rigen. Cuando se sienten vivamente las cosas, la misma fuerza de la emoción hace que veamos como incolora e ineficaz la lengua habitual, y reclamemos de ella una mayor capacidad expresiva... Este deseo de intensificarla se manifiesta de un modo espontáneo en la exageración.  […] Está tan plagada de hipérboles (exageración de la verdad) nuestra lengua, que muchas de ellas llegan a no sentirse ya como tales […]”.

El uso de sinónimos es un recurso expresivo. Cuando la emoción nos hace insistir en una idea, acumulamos sinónimos que dibujan, con preciso contorno, lo que estamos sintiendo. Esta misma insistencia nos lleva, a veces, a usar pleonasmos (empleo de palabras redundantes).Y el abuso de tantos sinónimos hace que el lenguaje se vuelva pesado, feo, melindroso. Es el recargo de adjetivos que tanto daño hace al idioma.

Los sentimientos negativos, como: odios, rencores, desprecios, desamor, indiferencia, buscan su expresión en la ironía y en el sarcasmo; de esta manera, ellos cobran intensidad por medio del contraste.
Este lenguaje es indócil a los postulados del corazón, a la suavidad de la palabra y del tono; aquí, la palabra se convierte en arma peligrosa, en reto, en desafío, en insulto.

La plasmación lingüística directa de lo afectivo la constituyen las interjecciones, los vocativos y los imperativos; pero, todos sabemos que los aumentativos y los diminutivos no expresan muchas veces aumento o disminución del significado, sino que implican muchos matices teñidos de ternura, de amor, de compasión, de desprecio, de ironía, de falsa aceptación del otro, según los casos o el tono con  que se pronuncien.

El verbo ofrece gran variedad afectiva. Son razones de tipo puramente afectivo, las que hacen que muchas veces se alteren las leyes lógicas del idioma; por ejemplo: el presente histórico que generalmente usamos cuando nos emocionan los hechos al narrarlos (Bolívar doblega el orgullo de los españoles en Boyacá), o cuando nos identificamos con ellos. En el habla familiar, también se emplea el futuro para indicar el presente en los casos en que no tenemos seguridad en la afirmación (serán los tres de la tarde).

El estudio de los procedimientos que se utilizan con elegancia y corrección, para conseguir la expresividad ha llegado a constituir una especialización de la ciencia filológica llamada estilística. Sin embargo, los lingüistas están siempre frente al dilema: “¿el hombre es expresivo por un afán estético, o por un motivo social?”

Todos hablamos con emoción, pero es solo el artista de la palabra el que encuentra un modo mejor y más bello para expresar las mismas cosas. Puede formular su pensamiento  con sobriedad, claridad y elegancia, y transmitir su íntima emoción en las palabras; además de manejar con éxito el lenguaje connotativo.

Es él quien encuentra la frase feliz, la palabra refulgente, la expresión sugestiva que todos leemos con deleite estético; “frases en las que las palabras caen como gotas, una a una en nuestra mente, y van dejando allí una impresión estética, una sensación armónica…”

El lenguaje del sentimiento corresponde a un estilo individual. El idioma del amor, de la amistad, de la noble acogida, del perdón ejerce una grata fascinación en los seres humanos porque tiene la sugestión de las palabras y los muy especiales tonos de voz.

El idioma de la ignorancia y la superficialidad, de la falta de respeto y de compromiso es, casi siempre, el de la ordinariez; es una catarata de palabras vacías que se precipitan unas sobre otras con el efecto consecuente de patanería, de lenguaje chambón.

El lenguaje de ayuda,  colaboración y comprensión es de una veloz y constante iluminación. Es sereno, reflexivo, y tiene sus soportes en la superioridad del espíritu y de la inteligencia.

El lenguaje del egoísmo y de la envidia es un triste y prolongado monólogo que atomiza el alma y el corazón; vuelve árida la comunicación fraterna.

El carácter vigoroso se trasluce en un lenguaje decisivo, porque tiene su personal forma de ver y sentir; por eso es tan peculiar en tonos de voz y en significados. El lenguaje de las personas muy definidas y selectivas, a veces, es fuerte y  con tonalidad  altas.

La vanidad, el deseo de asombrar a los demás, la prepotencia, las falsas promesas tienen una expresión grotesca, exagerada, caricaturesca, falsamente humorística. Quienes así hablan o escriben están privados de la savia que alimenta la verdadera emoción, del vigor del pensamiento original. El escritor francés Flaubert decía que el alma da el SER a las palabras.

El idioma de la ciencia es peculiar en la exposición lúcida de razonamientos y experimentaciones, limpio de metáforas, connotaciones y demás elegancias literarias. Es preciso y conciso.

Es un arduo goce el de obligar a las palabras a estar en su sitio exacto, comprometidas con toda la estructura semántica, sintáctica y estilística del discurso, y dóciles a nuestros sentimientos.


Concluyamos afirmando que las palabras deben ser siempre UN TRIUNFO DEL IDIOMA en todos los campos.