jueves, 7 de diciembre de 2023

EL POETA RUBÉN DARÍO

 

  

LAS MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO


Lucila González de Chaves

“Maestra del Idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

Uno de los más excelsos poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).

Rosa Sarmiento se casó con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.

¡Extraño destino el de Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.

Rosa Sarmiento está a punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los Andes, en el corazón de Nicaragua.

A causa de su mal matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el recuerdo de su madre se ha perdido.

La vida va entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético reside precisamente en la permanente niñez del alma”.

Todos estos aconteceres de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior “en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la diosa Armonía”.

Muy joven aún, llega a su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan, frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras lágrimas de desengaño.

De esta semilla del primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando solitario”.

“Una voz interior –anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino. Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los demás”. Por eso expresa:

 

El mundo, a carcajadas, se burla del poeta

Y le apellida loco, demente, soñador”.

 

Sin embargo, Darío debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le llenaban el alma.

Pasan los años de aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.

Se aman, pero esos amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo engaña, su corazón queda desolado:

 

Yo di mi corazón a esta doncella,

y se me ha convertido en manos de ella,

juguete de cristal en tiernas manos.

 

Nuevamente, los dioses le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.

El amor se disputa el alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es, además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas palabras del poeta:

“Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de arreglarme la situación”.

De Guatemala se va directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo, apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda, entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.

Se entrega a la bebida –él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura que fue su estrella.

Se va a Managua. La distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada. Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.

De aquella trampa lo sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia, cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:

“¿Por qué vino tu imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!, ¡oh mi esposa!”

Cuando deja de ser cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados Unidos. Es el año de 1898.

En España vuelve a hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para siempre.

Uno de los biógrafos de Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.

Algún tiempo después, el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.

Pero el príncipe de las letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa legítima.

El poeta emprende viaje a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado. Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.

Esta vez vuelve como si buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y de poeta.

Pero, sus males se agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa legítima, Rosario Murillo.

Los dioses le negaron el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.

 

 

 

 

LAS MUJERES EN LA VIDA DE RUBÉN DARÍO

 

 

Lucila González de Chaves

“Maestra del Idioma”

Lugore55@gmail.com

 

 

Uno de los más excelsos poetas de la literatura universal, cuyas características son el lirismo, la musicalidad y la riqueza de expresión, es el insigne nicaragüense que se llamó Félix Rubén García Sarmiento (Rubén Darío, 1867 – 1916).

Rosa Sarmiento se casó con Manuel Darío, pero su verdadero nombre era Manuel García. Conforme a una tradición familiar, la de los Daríos, siempre lo llamaron Manuel Darío.

¡Extraño destino el de Rosa Sarmiento! En pocos días perdió a su madre, y luego, su padre era asesinado. Cuando llegó a la edad justa para contraer matrimonio, bien pudo elegir entre sus pretendientes, pero Rosa era “la huérfana”, la Cenicienta en casa de su tía Bernarda Sarmiento de Ramírez. Tuvo que resignarse a aceptar el esposo que se le asignó. Aceptó la boda, pero no pudo, en cambio, convivir con el hombre que le tocó en suerte y se separó de él.

Rosa Sarmiento está a punto de tener su primogénito, y este niño viene al mundo en la carreta que conduce a su madre a Metapa, el pueblito que se recuesta en la falda de los Andes, en el corazón de Nicaragua.

A causa de su mal matrimonio y de haber encontrado a un hombre que le infundió valor y le dio la ilusión de un gran cariño, Rosa se separa de su hijo Félix Rubén quien está aún muy pequeño. El futuro poeta tiene ahora por padre al Coronel Ramírez; el recuerdo de su madre se ha perdido.

La vida va entretejiéndose para él de verdades y mentiras, de sucesos reales e imaginarios. Su existencia será siempre un extraño connubio entre lo vivido y lo soñado. El poeta vivirá en perpetuo asombro frente a lo desconocido, y se estremecerá con temblor infantil ante el misterio de las cosas: “El don poético reside precisamente en la permanente niñez del alma”.

Todos estos aconteceres de su infancia fueron las raíces para que en Rubén Darío empezara a manifestarse un carácter triste y meditabundo; que, solitario, se apartara de los demás para contemplar el mar, el cielo y para escuchar su música interior “en donde estaba su razón de ser y el fundamento de su linaje como hijo de la diosa Armonía”.

Muy joven aún, llega a su vida Isabel Darío, una lejana prima suya. Es ella quien despierta en el poeta los primeros deseos sensuales... Él la ama, pero sus trece años resultan, frente a los quince de ella, demasiado aniñados; ella lo ve como a su hermano menor y se ríe de él. Ella es aquel amor por el que Darío lloró las primeras lágrimas de desengaño.

De esta semilla del primer desengaño nace prematuramente la flor de la melancolía. El poeta sabe ya que su destino es triste; sabe que le toca vagar por el mundo “cantando solitario”.

“Una voz interior –anota uno de sus biógrafos, De Pedro- le anunciaba su excepcional destino. Pero era una voz, sólo por él escuchada, y que si la repetía haría reír a los demás”. Por eso expresa:

 

El mundo, a carcajadas, se burla del poeta

Y le apellida loco, demente, soñador”.

 

Sin embargo, Darío debía aprender a sanar el dolor de pensar y de amar con las canciones que le llenaban el alma.

Pasan los años de aprendizaje y de formación intelectual, y otra vez el amor agita en su alma un mar de tristeza. Es Emelina Rosario Trujillo, hija de la dueña de un restaurante que frecuentan los amigos y protectores del poeta.

Se aman, pero esos amores no son aceptados por la madre de la amada, quien aspira a otro pretendiente de mejor posición económica. Peor aún: Darío comprueba que ella lo engaña, su corazón queda desolado:

 

Yo di mi corazón a esta doncella,

y se me ha convertido en manos de ella,

juguete de cristal en tiernas manos.

 

Nuevamente, los dioses le han vuelto la espalda y descargan sobre él su rigor. Huye del lugar donde su tormento no tiene remedio. Se marcha a Chile, allí vive unos pocos años y regresa. En la capital salvadoreña se pone al frente de un periódico.

El amor se disputa el alma del poeta y la tiniebla se disipa cuando él enciende su corazón como una llama. Es esta vez Rafaelita Contreras, quien “descollaba en la sociedad salvadoreña por su belleza, su espiritualidad y su inteligencia”. Rafaelita es, además, escritora. Cuando Darío la conoce, dice: “Su alma es la mía. Me casaré con ella” y, efectivamente, se casan el 21 de junio de 1890. Van a Guatemala y después a costa Rica. Allí nace el primogénito. De aquella época quedan estas palabras del poeta:

“Después del nacimiento de mi hijo, la vida se me hizo bastante difícil en Costa Rica, y partí, muy solo, de regreso a Guatemala, para ver si encontraba allí una manera de arreglarme la situación”.

De Guatemala se va directamente a España como miembro de la delegación a las fiestas del centenario de Colón. De regreso a Nicaragua, encuentra que su esposa e hijo, apretados por la mala situación económica, se han ido a San Salvador a casa de una hermana. Rubén no puede ir a verlos. San Salvador es una nación gobernada por el terror, y el general Ezeta ha prometido matar al poeta. Se queda, entonces, en León. Un día, mientras leía unos versos en homenaje a un hombre ilustre de su tierra, recibe la noticia de que su esposa ha muerto.

Se entrega a la bebida –él la llama “las nepentas”- con el frenesí de quien busca no ya alivio a su dolor, sino el olvido total. Bebe para olvidar que ha existido aquella criatura que fue su estrella.

Se va a Managua. La distancia y el peso de los años arrancan de su interior la imagen de la amada. Nuevas figuras femeninas alegran su paso. Un día vuelve a su tierra natal y allí está Emelina Rosario Murillo, pero es ya una Rosario sin escrúpulos y sin principios. Todos han dicho que ningún hombre se casará con ella, pero un hermano suyo ha jurado casarla con el poeta. De este casamiento engañoso, Darío dice: “Con la complicidad de falsos amigos… la trampa del alcohol, la pérdida de voluntad… y la aparición súbita de un sacerdote sobornado y de un juez sin conciencia… Es una página dolorosa de violencia y engaño”.

De aquella trampa lo sacan los dioses: en esta época el doctor Rafael Núñez, presidente de Colombia, cumple la promesa que le hiciera a su paso por Cartagena: será cónsul general de Colombia en Buenos aires. Ya está de viaje. En Nueva York, su alma dolorida y ofendida retorna al recuerdo de Rafaelita. Así surgen estos apartes:

“¿Por qué vino tu imagen a mi memoria… dulce reina mía, tan presto ida para siempre? Tú… eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el Paraíso asoma tu faz de generosos ojos profundos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa en la maravilla de tu virtud, ¡oh ángel consolador!, ¡oh mi esposa!”

Cuando deja de ser cónsul en Buenos Aires es enviado a España como corresponsal de La Nación, para informar sobre la situación de la Madre Patria después de la guerra con Estados Unidos. Es el año de 1898.

En España vuelve a hervir su sangre: una muchacha campesina de diecisiete años, sacude el corazón del poeta. La encuentra en la pensión de la calle Mayor, donde se aloja, y donde ella presta sus servicios. Se llama Francisca Sánchez. Con ella forma su hogar en la capital de España, y es ella quien ha de acompañarle ya para siempre.

Uno de los biógrafos de Darío dice: “La mujer que viva con Darío tiene que graduarse de amante y enfermera, y parece que esta muchacha (Francisca) de la serranía abulense ha hecho ya méritos para obtener estos títulos”. Además de serle fiel y abnegada como una hermana de la caridad, es celosa como un Otelo.

Algún tiempo después, el poeta se la lleva a París; a ella nada le importa el cambio. Su mundo es Darío, empieza y termina con él. El poeta es para ella como un dios. Son felices a pesar de que los hijos esperados se han frustrado.

Pero el príncipe de las letras hispanoamericanas arrastra una cadena. Su desgraciado matrimonio con Rosario Murillo; ella ha ido a París a reclamar sus derechos de esposa legítima.

El poeta emprende viaje a su patria para ver la manera de deshacer aquel vínculo. Intento frustrado. Rosario no cede y Darío regresa a España como ministro de Nicaragua, y con el corazón partido. Allí lo espera Francisca con un hijo, éste sí fuerte y sano.

Esta vez vuelve como si buscara su amparo para sentirse fuerte junto a ellos. Son su vida de hombre y de poeta.

Pero, sus males se agravan y se torna irascible. Según datos de Francisca, en 1914 Darío empezó a sufrir una anemia cerebral. Es entonces cuando se cruza en su vida Alejandro Bermúdez quien lo trae a América. Ya no verá más a Francisca. Y por una ironía del destino, el poeta entrega su tributo a la tierra en brazos de su esposa legítima, Rosario Murillo.

Los dioses le negaron el consuelo de estar asistido en sus últimos momentos por la mujer que lo amó entrañablemente y que fue su guardiana, su ángel y su musa.

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