IDIOMA
Y PERSONALIDAD
Lucila González de Chaves
El lenguaje no tiene una significación
constante e invariable, por eso estamos todos, siempre, buscando un ideal de definición
de conceptos y sentimientos.
Aun conociendo, o mejor, distinguiendo los diferentes sentidos
en que se puede emplear el idioma, es inevitable la confusión que ciertas
palabras, algunos tonos de voz y determinadas construcciones sintácticas
generan en el campo de la comunicación.
Recordemos que cuando nos escuchan, las
personas atienden, en primer lugar, al giro de nuestras ideas y después al giro
de nuestras frases. Si atendemos este principio, lograremos que él contribuya a
hacer reconocibles ante los demás nuestros sentimientos y pensamientos: así,
podrá decirse que poseemos la facultad de exponer lúcidamente, en forma oral o
escrita, una secuencia de ideas y de sentires.
La limpidez de expresión de quien habla o de
quien escribe nos impedirá perdernos en el camino hacia su discurso para
comprenderlo. El lenguaje está en relación directa con un núcleo de experiencias
intelectuales y emotivas que tienen sus patrones de comportamiento. Así van
formándose los hábitos del lenguaje, facilitadores de la libre expresión de
percepciones y pensamientos.
Aunque el código lingüístico es el mismo para
los millones de personas que hablan y escriben español, la construcción
sintáctica y semántica y la intencionalidad de cada ser van creando modalidades
de expresividad.
Veamos algunas: lo más valioso del lenguaje
del sentimiento es que la expresión de él debe corresponder a un estilo
individual. El idioma del amor y del perdón ejerce una articulada y dulce
fascinación en los seres humanos; tiene la sugestión emotiva de las palabras,
las que navegan en unos muy especiales modos tonales.
El lenguaje del odio es indócil a los postulados
del corazón, a la suavidad de la palabra; en este caso, la palabra se convierte
en arma peligrosa, en reto, en desafío, en insulto.
El idioma de la ciencia es peculiar en la
exposición lúcida de razonamientos y experimentaciones, limpio de metáforas,
connotaciones y demás elegancias literarias.
El idioma de la ignorancia y la superficialidad
es, casi siempre, el de la ordinariez; es una catarata de palabras vacías que
se precipitan unas sobre otras con el efecto consecuente de patanería.
El idioma que expresa bendición y ayuda es de
una veloz y constante iluminación; es sereno, reflexivo, se remansa en la
superioridad del espíritu.
El lenguaje del egoísmo y de la envidia es un
triste y prolongado monólogo que atomiza el alma y el corazón; vuelve árida la
comunicación fraterna.
El carácter vigoroso se trasluce en un
lenguaje decisivo, porque tiene su personal forma de ver y sentir; por eso es
tan peculiar -en tonos de voz y en significados- la expresión de las personas
muy definidas y selectivas.
La vanidad, el deseo de asombrar a los demás,
la prepotencia, las falsas promesas hacen del lenguaje una forma de expresión
grotesca, exagerada, caricaturesca, falsamente humorística. Quienes así hablan
o escriben están privados de la savia que alimenta la verdadera emoción, del
vigor del pensamiento original. El escritor francés Flaubert decía que el alma
da el SER a las palabras.
Es un arduo goce el de obligar a las palabras
a estar en su sitio exacto, comprometidas con toda la estructura semántica,
sintáctica y estilística del discurso.
Concluimos, entonces, con el compromiso de
que las palabras deben ser siempre UN TRIUNFO DEL IDIOMA en todos los campos.
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