EL IDIOMA Y LA EXPRESIVIDAD EN EL SER HUMANO
Lucila González de Chaves
Hay
en el ser humano, por constitución, una aptitud y una disposición para la
recepción de impresiones y sensaciones que lo pongan en contacto con el mundo
exterior; pero, también se manifiesta como igualmente innata la tendencia a
influir en los demás, a atraerlos, a provocar temor, respeto, admiración,
compasión, amor… A esta inclinación a hacer sentir nuestra presencia en la vida
de los que nos rodean, la llamamos expresividad, y su manifestación más directa
es la del lenguaje.
La
expresividad tiene recursos que le son propios; unos actúan sobre el oído del
que escucha, estimulando su interés; otros, excitando su imaginación con
ciertas transformaciones de significado. Entre los medios fonéticos, es sin
duda el más importante, el de la entonación. El tono en el que se pronuncia una
frase, tiene una decisiva influencia en su sentido. Una expresión puede tener
muy distintos significados según el tono con
que se pronuncia.
Todos
los sentimientos, las emociones, el carácter, y hasta las diferencias
geográficas se reflejan en el idioma, mediante la entonación.
La
alegría y el amor multiplican los matices; mientras que la tristeza, el
desamor, el olvido, la preocupación los apagan. Un carácter vivo exagera las
tonalidades del habla, mientras que la voz del ser enfermo, apocado u olvidado,
es baja y suave y sin ningún matiz. En la exclamación, la naturaleza de la
emoción es la que determina el tono. Si aquella es aguda, ésta también lo será.
En cambio, las emociones deprimentes o de tono menor se expresan con la
entonación más grave.
En
nuestra lengua hay palabras que no son otra cosa que puro tono, simple exclamación
sin contenido intelectual ninguno, sin mensaje, como: ¡caramba!, ¡oh!, ¡hola!, ¡carajo!, ¡ja!, y tienen reservado su valor
significativo a la índole y cantidad de sentimientos que pongamos al
pronunciarlas.
Hay,
además, otros recursos fonéticos que ayudan a vivificar la expresión, a
intensificarla: sólo con silabear una frase, la convertimos en viva carga de
intenciones expresivas ocultas, bien de acogida, o bien de rechazo. Otras
veces, la repetición de una palabra aumenta el volumen de su significado: ¡te
quiero tanto, tanto! ¡Te lo he explicado
miles y miles de veces!
En
la literatura infantil, los cuentos están cargados de emoción mediante las
repeticiones: “…y siguieron andando, andando, andando”; “…y el anciano pensaba, y pensaba, y pensaba,
y pensaba…”. “El niño soñaba y soñaba en poseer el tesoro…”
A
veces ocurre el caso contrario: para hacerse más expresiva, la lengua silencia,
corta, deja en suspenso la expresión: yo quería decirte que… ¡no me atrevo! ¡Hablamos…!
Son
corrientes las elipsis (omisión de palabras) en el habla espontánea y natural.
Casi podría decirse que ellas son la base del habla familiar. Tan llena de
contenido psíquico, de relaciones y alusiones a las circunstancias se halla
cada palabra, ayudada por el gesto y la entonación, que una frase puede
callarse la mitad de las palabras, sin que ninguno de los interlocutores se
entere siquiera.
Ocurre
a veces que las elipsis son debidas a un sentimiento afectivo que hace callar,
por respeto o por emoción, ciertas palabras significativas o centrales de la
expresión. Todos conocemos el valor sentimental de los puntos suspensivos, que
representan en la escritura una interrupción colmada de contenido emotivo.
Dice
la escritora Carmen Pleyan de García López: “La raíz psicológica de la
expresividad se manifiesta de un modo claro en las tendencias que la rigen.
Cuando se sienten vivamente las cosas, la misma fuerza de la emoción hace que
veamos como incolora e ineficaz la lengua habitual, y reclamemos de ella una
mayor capacidad expresiva... Este deseo de intensificarla se manifiesta de un
modo espontáneo en la exageración. (…) Está
tan plagada de hipérboles (exageración de la verdad) nuestra lengua, que muchas
de ellas llegan a no sentirse ya como tales (…)”.
El
uso de sinónimos es también un recurso expresivo. A veces, la emoción nos hace
insistir en una idea y, entonces, acumulamos sinónimos que dibujan, con preciso
contorno, lo que estamos sintiendo. Esta misma insistencia nos lleva, a veces,
a usar pleonasmos (empleo de palabras redundantes). El abuso de tantos
sinónimos hace que el lenguaje se vuelva pesado, feo, melindroso. Es el recargo
de adjetivos que tanto daño hace al idioma.
En
general, los sentimientos negativos, como: odios, rencores, desprecios, desamor,
indiferencia, buscan su expresión en la ironía y en el sarcasmo; de esta
manera, dichos sentimientos cobran intensidad por medio del contraste.
La
plasmación lingüística directa de lo afectivo la constituyen las
interjecciones, los vocativos y los imperativos; pero, todos sabemos que los
aumentativos y los diminutivos no expresan muchas veces aumento o disminución
del significado del sustantivo, sino que van implicados en ellos muchos matices
teñidos de ternura, de amor, de compasión, de desprecio, de ironía, de falsa
aceptación del otro, según los casos o el tono con que se pronuncien.
El
verbo es otra de las partes de la oración que ofrece gran variedad afectiva.
Son razones de tipo puramente afectivo, las que hacen que muchas veces se
alteren las leyes lógicas; por ejemplo: el presente histórico que generalmente
usamos cuando nos emocionan los hechos al narrarlos (Bolívar vence a los
españoles en Boyacá), o cuando nos identificamos con ellos. También, en el
habla familiar se echa mano del futuro para indicar el presente en los casos en
que no tenemos seguridad en la afirmación (serán los tres de la tarde).
A
veces, los tiempos del subjuntivo (yo quisiera; ¿podrías venir mañana?;
desearía verte; ¿me querrías igual?) están sometidos a matizaciones
determinadas por sutiles aspectos psicológicos, ya que en ellos cabe mucho más
la intervención subjetiva del hablante.
Recordemos
que el modo subjuntivo del verbo, es el modo del deseo; así como el modo
indicativo es el modo de la realidad.
El
estudio de los procedimientos que se utilizan para conseguir la expresividad ha
llegado a constituir una especialización de la ciencia filológica llamada estilística. Sin embargo, los
lingüistas están siempre frente al dilema: ¿el hombre es expresivo por un afán
estético, o por un motivo social?
Indudablemente,
todos hablamos con emoción, pero es sólo el artista de la palabra el que
encuentra un modo mejor y más bello para decir las mismas cosas. Sabe
expresarse con donosura y belleza; y tanto si habla como si escribe, puede
formular su pensamiento con claridad y elegancia, y transmitir su íntima
emoción en las palabras.
Es
el artista de la palabra el que encuentra la frase feliz, la palabra
refulgente, la expresión sugestiva que todos leemos con deleite amoroso; frases
en las que las palabras caen como gotas, una a una en nuestra mente, y van
dejando allí una impresión estética, una sensación armónica…
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