EL ADOLESCENTE Y
LA EDUCACIÓN
Lucila González de Chaves
(Conferencia)
Mis cincuenta años al servicio de la
educación, me permiten plantear ciertos aspectos. Hablaré de algunas cosas de
los adolescentes frente al hogar y al colegio, conjuntamente, porque los tres
factores educativos y que debieran actuar en armonía, son: los dos anteriores más el ambiente.
El hogar y el colegio lanzan seres al mundo
sin proporcionarles los elementos indispensables para abrirse paso y liberarse
de los enemigos que encuentran dentro y fuera de ellos y que les esperan
ávidamente, de manera especial, en la adolescencia.
El problema se complica porque en un alto
porcentaje, los hogares y los colegios que continúan siendo los responsables
del adolescente ante la sociedad, no poseen, en muchos aspectos la autoridad
necesaria. El joven se ve aprisionado en un clima en el que se mezclan inadecuadamente
la crueldad y la permisividad, el odio y el amor, la sumisión y el desacato, la
desmesura y la inadvertencia; sin que la familia y el colegio estén siempre en
condiciones de hacer una selección útil, y mucho menos de imponerla.
En la mayoría de los casos, al maestro le
toca ser en las situaciones difíciles, el refugio afectivo de los adolescentes,
o el campo de ejercicio en donde ellos dan rienda suelta a su agresividad, o
hacer de catalizador para sus reacciones de rebeldía.
Y si el maestro no tiene una honda
integración de pensamiento y sentimiento, su labor quedará incompleta. Ya lo
dijo ese gran pedagogo hindú Jiddu Krishnamurti: “Mientras la educación no cultive con una visión integral de la vida, tiene muy poca significación […]. La
educación, en el verdadero sentido, capacita al individuo para ser maduro y
libre; para florecer abundantemente en bondad y en amor”.- Y en su obra Educando al educador nos da esta
lección: “Si yo deseo comprender a un
niño, a un joven, no debo tener un ideal de lo que él debiera ser. Para
comprenderlo, tengo que estudiarlo tal cual es. Colocarlo en el armazón de un
ideal, es forzarlo a seguir determinado modelo, le convenga o no. El resultado
es que el joven siempre se halla en contradicción con el ideal […]”.
Por otra parte, en este torbellino de nuevas
ideas, de experimentos y descubrimientos, de medios potentes de comunicación y de
publicidad llena de color y movimiento, el joven actual, sometido y atraído por
todo eso, necesita ayuda en la ordenación de una justa jerarquía de valores.
Las anteriores situaciones se agravan por
nuestra tendencia a mirar al adolescente, o bien como a un niño, o como a un
adulto que tiene que ver el mundo como lo vemos nosotros, sin tener en cuenta
que él, en algunos aspectos, posee una lucidez y capacidad superiores a las
nuestras.
Una educación renovada, al servicio de los
adolescentes, exige en nuestro tiempo una mentalidad renovada del educador.
Ningún maestro, si no se renueva de
corazón, de espíritu y en métodos, podrá penetrar en los secretos de una
educación actual.
Cuando éramos estudiantes de pedagogía,
algunas veces nos colocaron frente a este tremendo interrogante: ser educador,
¿es asunto de profesión, de vocación o de dotes naturales? Ante nuestra perplejidad,
nos pidieron escribir textualmente en el cuaderno de trabajo lo siguiente: “La pedagogía no se deduce de la psicología,
sino de la ética fundamentada en la naturaleza del hombre. Es ésta la única
base racional indiscutible”.
Hoy, después de muchos años de ejercer el
magisterio, sin mucha complicación filosófica, puedo asegurar que ser maestro
es asunto de profesión, de vocación y de dotes naturales.
En la historia de la educación del
adolescente, lo primero que se destaca es que él no acepta el reglamento porque
se siente devoto guardián de su libertad. Un padre de familia decía en una
reunión: Nosotros nos educamos en un momento en que la autoridad de nuestros
padres no tenía límites, y ahora tratamos de educar a unos hijos cuya rebeldía
tampoco los tiene.
Viene ahí el primer compromiso del maestro: educar en la obediencia para la libertad.
Educar en la libertad es enseñarles a hacer
lo que les conviene hacer. Sólo se realiza el que es libre y realiza actos
libres después de deliberar, seleccionar, opinar, escoger. También es libre el
que está en paz consigo mismo y con los otros. Por eso no es libre el rebelde,
porque la rebeldía es el disfraz de la libertad.
El rebelde es esclavo de sí mismo y de los
demás. Sólo será libre cuando al ensanchar el campo de su conciencia, conquiste
su libertad. Cuando entienda que no hay rectitud moral en la vida, si no se obedece a los principios a pesar de las
tentaciones y de los caprichos. El verdadero maestro ama la independencia de
sus alumnos. Se da cuenta de que ha tenido éxito cuando siente profundamente
independientes a los jóvenes que ha educado.
Para educar en la obediencia, es decir, para
libertad, pensemos en estas etapas: los niños no son obedientes porque aún no
son libres, son esclavos de las normas: no pueden elegir. En la adolescencia se
pone a prueba la obediencia cuando después de explicarles las conveniencias y
tener frente a sí varios caminos, los
jóvenes eligen lo que les conviene. El adolescente ha podido deliberar,
reflexionar, escoger y, entonces, al ser obediente, se sentirá libre.
Cito aquí las palabras del escritor y pedagogo
Louis Evely:
“A
nuestro mundo le falta quizás una concepción justa de la obediencia, una
conciliación entre el ideal de independencia personal y el de solidaridad
social. […] Obedecer es precisamente sobreponerse, apelar a una razón superior
[…]. Integrarse en un orden que nos sobrepasa a nosotros mismos”.
Los padres, los maestros y el ambiente
educamos en la obediencia para la libertad con el amor, el sacrificio, el
ejemplo, la jovialidad, el sentido de autoridad bien entendido. Frente al
adolescente, el maestro encuentra escollos como:
1.
La
dificultad para comprender. Algunos educadores anclados en su tiempo, en su
metodología, en su arquetipo de alumno, no entienden lo que está pasando en el
mundo de hoy, ni las actitudes de los jóvenes de hoy. Tienen celos de su
principio de autoridad, creen que entender al adolescente, acercarse a su
corazón, a sus dificultades, dialogar con él, es ser “permisivo”. Su rigidez en
la comprensión de su misión, no le permite ningún acercamiento. Sucede que la
comprensión exige humildad, amplitud de miras, lógica, generosidad, y supone
buena voluntad.
2.
Falta
de una adecuada preparación. Los maestros “somos muy sabios”, pero desconocemos
muchos aspectos relacionados con los jóvenes. Los educadores, como los padres,
poseemos una natural intuición, pero la desaprovechamos por no desarrollarla y
enriquecerla con lecturas, investigaciones, diálogos, observación y, a veces,
experimentación en el campo de las relaciones humanas, de las evaluaciones de
procesos, de las situaciones de conflicto.
3.
El
sentido de autoridad mal entendido. Creemos que hacer concesiones, dar explicaciones,
invitar a los jóvenes a opinar y a colaborar, colocarnos en un nivel horizontal
con el adolescente, todo ello es perder autoridad. Todo lo contrario: creo que
es el camino para conseguir y conservar la autoridad, para hacer que obedezcan
y elijan lo que más les convenga.
4.
Hay diferencia entre
quien realmente es autoridad y entre el
autoritario. Este
último grita, castiga, no admite réplica, coloca calificaciones humillantes y
deprimentes. El que es autoridad reflexiona, dialoga con el adolescente, tiene
madurez afectiva; está muy lejos de la manía del mando.
5.
Ausencia
de ciertas cualidades. Hay maestros que llevan al aula de clase sus problemas,
sus desacuerdos familiares y son hoscos con los jóvenes, despreciativos y, a
veces, desafiantes. Es el desquite; y los que salen mal librados son los
alumnos. Hay a veces en una mirada más agresividad que en un puñetazo, o más
ironía que en un discurso, también, más amor que en un abrazo.
En otros momentos, el maestro lleva a clase sus emociones positivas y su
comportamiento es diferente. Esta variabilidad en el temperamento, esa falta de
madurez y equilibrio deseducan escandalosamente al adolescente. Creo que de ahí
se desprende la falta de firmeza en el mando. ¡Cuántas veces hemos caído en el
error de mandar muchas veces lo mismo y, lo peor, fuera de las posibilidades de
poder ser obedecidos!
El maestro es un testigo no sólo de los
cambios de comportamiento del adolescente, sino también de los fenómenos que
van operándose a su alrededor. Las imposiciones del ambiente y de los tiempos
van aprisionando a nuestros jóvenes en tal forma, que a veces se cierran los caminos
para llegar hasta ellos.
Tenemos que liberarlos de la opresión del
ambiente. Las modas, las revistas, los cines, los sones musicales estridentes de actualidad, las amistades íntimas no muy
claras, los últimos modelos de automóviles, etc. etc.
Estamos viviendo la vida con ritmo acelerado;
pero no estamos buscando nada; más parece que huimos de algo. El filósofo y
sicólogo español Juan José López Ibor opina que huimos del presente porque no
nos satisface, porque lo sentimos vacío. Dice: “El ritmo acelerado de la música moderna es una expresión de este modo
de vivir el tiempo humano. Acelerado, quebrado, saltón, como quien tiene
necesidad de llenar un vacío que lo angustia. La multiplicidad y estridencia de
los planos sonoros son formas de escapar del silencio del instante reposado.
Emborrachan como un tóxico. El ser queda anulado en ese proceso de centrifugación”.
Dialogar con los adolescentes sobre estos
temas es muy difícil, y mucho más en el momento actual, porque sus opciones son
muy definidas y las defienden con agresividad. A ello colaboran la sociedad de
consumo, las propagandas de la TV y la radio, el dinero fácil y rápidamente
conseguido, las relaciones sexuales asumidas desde muy temprana edad y en forma
nada seria. Los jóvenes no han entendido, ni les hemos enseñado que la
satisfacción del instinto no es el fin, sino el comienzo de un largo camino de
responsabilidad.
Es difícil para padres y educadores liberar a
los adolescentes de estas coyundas socio-económico-culturales; pero es nuestro
deber hacerles entender que no siempre hay que pensar y actuar como los demás,
y tener todo lo que tienen otros. Si el mundo está enfrentado a una serie de
cambios en todos los aspectos, es apenas lógico que los educadores hagamos una
revisión de los principios y tratemos de acomodar lo eterno e imperecedero al
momento actual.
El maestro sabe que debe liberar al
adolescente de la mentira, pero olvida que antes debe liberarse él mismo:
pensemos en ese concepto trastocado de los valores materiales y espirituales
que los adultos damos a los niños y jóvenes: sólo es bueno y conveniente lo que
brilla, lo que sobresale, el dinero, lo que suena, lo que está de moda, y vergonzoso
e inadecuado lo que es modesto, sencillo, humilde, generoso, discreto, el
trabajo silencioso y eficiente. La caridad, el amor, la amistad y la hospitalidad ya no caben ni en los
hogares, ni en los colegios, ni en la universidad. Los problemas ya no se
solucionan en diálogos de dignidad, respeto y verdad…
Es urgente liberar a los adolescentes del
egoísmo. Cuántos jóvenes hay a los que todo se les ha dado y nunca se les ha
exigido. No les hemos enseñado a devolver en proporción a lo recibido; por
tanto, los hemos visto incapaces de soportar la frustración y el fracaso. Los
educadores también hemos encontrado casos contrarios: los adolescentes tratados
por padres y maestros con excesiva severidad, a los que se les ha prohibido
todo; viven sin libertad, sin iniciativas, castigados con crueldad, sometidos a
odiosas comparaciones; estos, también están frente a la vida, tan desarmados
como los anteriores.
La escala de valores ha de ser por la
capacidad de servicio de cada uno. Que aprendan a no manipular a los demás con
el disfraz de la amistad, y luego, esconder el alma y el corazón cuando el otro
tiene necesidad de compañía, consuelo, consejo y calor humano. Ellos aprenderán
a amar a todos, a servir a todos sin esperar recompensa. Ser de todos y de
nadie es libertad. Servir a todos es libertad. De esta manera, el joven se
educa en un mundo que lo forma y lo libera al mismo tiempo; pero esa creación
de valores supone la existencia de una ética de la familia y una ética del
colegio.
Y nos urge, también, liberar a los jóvenes
del ocio y la flojera. Deben aprender a cumplir un horario. Formar el hábito de
un esfuerzo perseverante. El maestro debe darles ejemplo de un moderado aprecio
por el dinero ganado limpiamente, y ha de enseñarles a no tener vergüenza de
trabajar con honestidad. La naturaleza, muy sabia, sanciona la pereza y la
flojera con un castigo insoportable: el aburrimiento; pero el hombre moderno ha
inventado la manera de combatirlo con los placeres fáciles: el cine, el
automóvil, las modas, el sexo, la TV, la internet, etc.
Ese tedio, ese aburrimiento desemboca en lo
absurdo. Y, así, vemos cómo es de absurda la vida que carece de sentido. Es
absurdo carecer de destino, negar la posibilidad de saltar por encima de las
circunstancias que nos hieren y nos ahogan. Es absurdo marcar al adolescente
con el mensaje de vivir en el presente sin una esperanza; reducirles la vida a
una triste e inerte cotidianidad.
Y el mal del siglo también acosa nuestros
jóvenes. La pérdida de la fe. La obstrucción del corazón por todo lo que es
contrario a la fe y al amor de Dios. La adolescencia es la edad en la que se es
más sensible a las influencias. Nuestros jóvenes viven con una conciencia
dividida. Con frecuencia, aman a Dios, quisieran tener fe. Se sienten
intranquilos porque se saben mucho más del lado de su época que del lado de la
fe. Algún día los educadores miraremos con extrañeza la esterilidad de nuestra
labor si los alumnos no pueden extraer de sus recuerdos y de sus experiencias
las imágenes, las ideas, los sentimientos que les muestren a un Dios vivo,
actuante entre nosotros.
Tenemos que darles a los jóvenes un gran ideal
humano para poder llevarlos a Dios. En apoyo de mis criterios cito este párrafo
de un libro de análisis sobre la Biblia y la Historia de la Salvación que lleva
por título Catecismo para adultos,
escrito por teólogos holandeses:
“Puesto
que Dios pone la fe en lo más profundo del hombre, la fe no está ligada a las dotes
intelectuales, como lo está, por ejemplo, la filosofía. Si el camino hacia Dios
sólo pudiera seguirse intelectualmente, los inteligentes y cultos hallarían a
Dios con mayor facilidad […]. Dios es hallado por una forma de conocimiento que
depende más de la disposición interior del hombre, que de su talento
intelectual”.
Muchos años antes, Blas Pascal había dicho: “Dios es sensible al corazón, no a la
inteligencia”.
Y en su obra La educación y el significado de la vida, el sabio Krishnamurti
expresa esta idea: “La religión no es una
forma de conocimiento. Es un estado de tranquilidad en el cual está la
realidad, Dios”.
Otro mandamiento del maestro es liberar al
adolescente del desequilibrio emotivo. Debe aprender que entre el estímulo y la
respuesta debe haber una zona de interioridad para interrogarse sobre la
reacción que deben tener en el momento dado. Un factor muy importante es la
actitud del adulto: pedir más de lo que el hijo o el educando pueden dar es
tensar el ambiente, cargarlo y forzarlo. No exigir, es relajamiento. Pidamos lo
que es posible, con serenidad; pedir lo que conviene a todos es procurar
felicidad, equilibrio y paz. Pensemos con calma lo que vamos a imponer. El
joven nota en el tono de voz decidido, la determinación de llevar las cosas
hasta el final. Esto lo impresiona, porque es mucho más sensible al tono de voz
que a las palabras.
Educar también es liberar al joven de su
soledad. Los padres juzgamos sin conocer y castigamos, a veces, sin amor a los
hijos en la adolescencia. No encontramos en el hijo de quince, dieciséis, diecisiete
años, a ese niño que tanto amábamos y, sin pensarlo, se nos van acabando las demostraciones de afecto, vienen las
dudas y los interrogantes frente a su comportamiento; los hijos infieren que no
creemos en ellos. Entonces, se vuelcan al exterior. Buscan a su alrededor un
amigo, una amiga, un profesor, alguien que sepa creer en ellos de nuevo y les
ayude y permita crecer. Que los acompañe en ese trance difícil, en esa etapa
intermedia que es el paso del egoísmo infantil a la generosidad del adulto; de
la necesidad de ser amado a la capacidad de amar y de ser feliz,porque sabe dar
y entregarse sin pedir nada a cambio.
No puedo vencer el impulso de compartir con ustedes
estos apartes escritos por un joven de diecisiete años, protagonista de esa hermosa
pero tremenda obra del escritor belga Jean Marie De Buck: El silencio de un adolescente. El joven escribe para sí este
monólogo interior, testimonio de su soledad, de su incomunicación:
“¿Cómo
explicar el fastidio que siento esta noche? Mamá seguirá leyendo hasta pasada
la medianoche. Cuando venga, si ve que todavía tengo la luz encendida, llamará,
entrará, y sólo preguntará: ¿Todavía trabajas? Como siempre, le contestaré
cualquier cosa, excepto lo que podría traicionarme, lo que podría darle a
entender que la necesito, que debería escucharme hasta el amanecer. Entonces
tendrá el gesto que me recuerda mis tristezas de niño. Me arreglará los cabellos
y notaré sobre mi frente sus dedos tibios. En aquel instante, tendré la certeza
de que si cedo, estoy perdido. Y me sentiré más solo que si no tuviese madre.
¿Por qué todo esto? Por la amargura de
tener una madre que no se atreve a preguntarme: ¿Qué tienes? Dime lo que
tienes.
Aunque
yo no diga nada, ¿no me ama lo bastante para decirlo ella en vez de mí? ¿Es que
no adivina nada? ¿Por qué me deja solo?
[…] ¿Para qué sirves tú si no eres capaz
ni de comprenderme? ¿Para qué sirves si no puedes arrancarme de aquí, defenderme
de la muerte? ¿Qué puedes tú contra mi debilidad? ¿Qué puedes hacer para
protegerme? El sentimiento de una soledad extrema, absoluta, se apodera de mí y
estoy a punto de llorar…”
Esa carencia que impulsa al adolescente hacia
el exterior, la captamos fácilmente los educadores: los vemos distraídos en
clase, rindiendo mal en las evaluaciones, riendo o llorando por todo y por
nada. Es que en el joven todo anda mezclado: el egoísmo y la generosidad; el
miedo y el gusto por el riesgo y la aventura; se mezclan también la alegría y
la tristeza; una enorme necesidad de ponerse al servicio nuestro y el no querer
prestar en clase un cuaderno, un libro …; revuelve en su alma amistades
apasionadas y críticas violentas y ofensivas, timidez y arrojo. El filósofo
Mounier decía: “El problema central del
humanismo quizás está en enseñar al hombre a conocer y a soportar su soledad”.
Es obligación de los padres y educadores
colaborar con el adecuado manejo de esa soledad orientando a los jóvenes hacia la
buena lectura, porque la soledad de la lectura es una soledad compartida, una
comunicación espiritual perfecta. Por la lectura, la vida interior se
desarrolla y enriquece; por tanto, la soledad se soporta y se nutre cuando el
adolescente empieza a formar sociedad con los héroes o con los poetas. Nos
corresponde la tarea de velar, a través de una educación integral, a fin de
equilibrar la influencia de los libros, para que en el momento en que ya no nos
acepten como guías, las aficiones, los gustos, las actividades y los principios
que hemos infundido en nuestros jóvenes, controlen desde dentro, la lucha que
nosotros no podremos ya moderar.
El pedagogo, Evely, ya citado dice en su
libro Educar educándose: “la adolescencia
es ‘la edad ingrata’, una edad dolorosa; el ‘crepúsculo de los dioses’, cuando
el joven se descubre a sí mismo y
descubre a sus padres […] y los ve por primera vez como a unos extraños. [… ]
Un adolescente es un ser doliente. Dolor de la infancia, dolor de los padres”.
Es la hora de que pensemos en que el
adolescente tiene necesidad de encontrar en torno suyo a adultos a quienes
pueda obedecer, o mejor, a quienes quiera obedecer, porque merecen esa
obediencia. El joven espera que alguien pase por su vida a revelarle
simultáneamente quién es él y qué tarea debe cumplir en este mundo, y está
pronto a saltar con todas sus fuerzas en dirección a esta indicación, con la
única condición de que le haya sido hecha en forma personal y sincera.
El adolescente es más vulnerable que el niño
frente a las reprensiones. Una reprensión en público o hecha con sarcasmo sólo
tiene el efecto o de hacerlo más agresivo o volverlo más tímido, más
introvertido. Y un adolescente lejano por la agresividad o por la timidez propiciadas por el educador, es un individuo
perdido para siempre en el contexto de la relación maestro-alumno, y con graves
consecuencias en su vida futura.
Educar a los adolescentes es todo un arte y
un desafío; pero es un trabajo apasionante por lo sensibles que son, por lo
vulnerables, por lo contradictorios. Educar
es obra de paciencia y de optimismo.
Para terminar, creo que el educador frente al
adolescente debe ser un elemento tranquilizador y firme, sereno y comprensivo,
lleno de esperanza por encima de los desaciertos; dinámico para estimular, pero
discreto para no ahogar en el joven ese YO tímido y celoso de sí mismo. Educar es estar ahí para compartir,
comprender, tranquilizar, animar, iluminar, sobre todo desde el interior,
porque es importante para la formación del hombre social, la educación de su
carácter y el dinamismo vital de su pesona.
(Conferencia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario