miércoles, 4 de junio de 2014

JORGE FRANCO, PREMIO ALFAGUARA, 2014

UN PREMIO LITERARIO QUE NO ACABA DE CONVENCER


Lucila González de Chaves



No era ella  sola, la princesa; eran los tres, unos príncipes.

Príncipes de la cordialidad, de las buenas maneras, de la hospitalidad, de la conversación amena y atractiva, por los temas que con tanta naturalidad se trataban; y, por sobre todo, príncipes de la cultura, de lo que antes se entendía por “cultura” (desarrollo artístico, literario, científico, etc.)

El libro El mundo de afuera  (Jorge Franco)  -Premio Alfaguara, 2014 - está tejido sobre dos hilos conductores: la fantasía y la truculencia, que son los alimentadores del suspenso vivido por el lector, hasta el final. Digo mal, después de leer el libro, continúa el suspenso hasta para aquellos que recordamos el final trágico de don Diego y para todos quienes no son de aquella época y desconocen la vida y la entrega a la cultura de Don Diego Echavarría, de doña Dita y de Isolda.

Por consiguiente, son dos planos en los cuales se desenvuelve el relato colmado de truculencias, morbosas la mayoría, y de fantasías imprecisas que nada explican, que nada embellecen; a veces, aparece una pisca de lirismo en la obra, pero no es sostenible. Hay invenciones acerca de la vida privada  de los tres personajes, y ningún testimonio de su vida entregada a fomentar la cultura, especialmente la musical, en Medellín, y a formar artistas de verdad; y, si  no, habría que preguntarles a la gran soprano Lía Montoya, a la pianista Aída Fernández, entre otros muchos otros artistas a quienes don Diego costeó sus estudios en el exterior.

Y, ¿qué de las bibliotecas y centros culturales y colegios e instituciones de servicio, creados por tan inolvidables príncipes? Y, ¿qué de la brillante inteligencia y logros alcanzados, tanto académicamente como en las relaciones sociales de Isolda en todos sus años – hasta graduarse como bachiller – en el Colegio Villa Lestonac de las Monjas de la Enseñanza, sector El Poblado?

Las verdades en la obra son medias verdades y pocas y, creo, muy escogidas según las conveniencias y la intención del autor del libro. Parece que solo importaron los tres personajes para crear sensacionalismo y demostrar un poco de desagrado contra las clases cultas de esa época que tenían casta, dignidad y dinero….

Y el oscuro y tenebroso mundo del hampa, ¡ese sí que está bien re-creado, bien representado!  licor, sexo, hurtos, prepotencia, traiciones, prostitución, vidas inocentes que ayudan al mal, triquiñuelas, equivocados amores manejados de manera ordinaria y vulgar y un lenguaje muy apropiado que realza la caracterización de un mundo y de unos personajes que, en ese entonces, empezaban a llevar a Medellín al desastre moral y social.

Yo tuve el privilegio de asistir con mi esposo músico, el maestro Luis Eduardo Chaves a las cenas musicales a las que los príncipes de El Castillo invitaban, de manera generosa y discreta; personas que en ese entonces (1954 a 1960) eran artistas o amaban el arte. ¡Qué veladas culturales! Conciertos de los pianistas Blanca Uribe y Harold Martina, de la Coral del Instituto de Bellas Artes, acabada de fundar por el maestro Luis Eduardo Chaves, de la soprano Lía Montoya interpretando baladas alemanas que tanto le gustaban a don Diego, el mismo género musical que él recomendó al maestro Chaves para que encaminara a Lía Montoya en sus primeros pasos como soprano; con la interpretación de esas páginas musicales, Lía alcanzó muchos triunfos en Alemania, cuando el señor Echavarría la envió allí, a estructurarse como cantante.

En Medellín, en el Teatro Junín, ella cantó la ópera Madame Botterfly, y allí estuvo don Diego y su familia, rindiendo sus aplausos. Era  la primera ópera que se presentaba en esta ciudad (década del 50 al 60), dirigida y organizada por los maestros Luis Eduardo Chaves y Pietro Mascheroni, con la Orquesta Sinfónica de Antioquia, cuyo director era el maestro Joseph Maza.

Muchos años después, Lía cantaría esta misma ópera en Alemania (en donde está radicada porque allí formó su familia), más de veinte veces, según los recortes de prensa.

Isolda solo se fue a estudiar diplomacia a EEUU cuando se graduó como bachiller en Villa Lestonac, y no a los quince años.

Si como se dice que esta cuasi-historia es una novela, y que como tal no tiene que ceñirse a la verdad, ni a la realidad, supongo que el autor debió cambiar los nombres, porque si su libro es ficción, los personajes también deben serlo.  O, ¿cuál fue la intención para conservar los nombres de pila?

Por todo lo anterior, aplaudo la determinación de Marta Ligia Jaramillo, ella misma alumna del Colegio de La Enseñanza, de no prestar el Castillo como escenario de  presentación de ficciones como esta.


 CARTA ABIERTA AL MAESTRO LUIS EDUARDO CHAVES


Maestro Chaves:


Emoción… nostalgia… recuerdos… añoranza… paradoja: presencia de las cosas idas….

Son las cinco y treinta de esta tarde de domingo 22 de julio de 2012 y acabo de llegar de EL CASTILLO.

Fui en busca del pasado, y los recuerdos y las cosas me pusieron frente a ti y frente a don Diego Echavarría… ¿Recuerdas? Eran las noches de conciertos en la inmensa sala de música, y eran los anfitriones don Diego y doña Benedicta (Dita). Nosotros, los visitantes y los concertistas, todos invitados, nos perdíamos en un mundo lleno de belleza sonora y de arte; un arte que nos apretaba los sentidos, viendo y oyendo, lo que en el Medellín de esa época (años 1955 a 1960) era imposible disfrutar.

Hoy, maestro, eché por el atajo de todos los recuerdos, y dentro del que fuera el hogar de don Diego (+ 1971) volví a ver el inmenso salón de música, el majestuoso piano de cola; pasé mis dedos (sin que me lo permitieran) por el fino teclado por donde las manos de don Diego, las de Isolda (+1967), las tuyas, las de Harold Martina, las de Blanca Uribe…  acariciaron las notas más sublimes. Ahí, a la derecha y a la izquierda del piano, unas extraordinarias y exóticas tallas de Beethoven, y muy cerca del teclado la pulida estatua de Mozart…

Pero… hoy ese piano no está en el salón de música, lo tienen en un cuarto contiguo al auditorio, para dar clases, y  rara vez un concierto con verdaderos artistas… ¡quien sea el depositario del Museo El Castillo, ignora lo que es y para qué sirve realmente un piano de cola!

Ahí, a pocos pasos está el salón comedor, en donde nos esperaba la suntuosa cena después del concierto; otra vez vi la elegancia y finura de cubiertos y vajillas, la cristalería; las tres copas verdes para el vino de don Diego, doña Dita e Isolda; la profusa colección de cucharitas; pero todo está hoy encerrado en vitrinas; pocas cosas quedan por fuera.

¡Otra añoranza!, maestro Chaves, hoy la entrada a El Castillo no es por la amplia puerta claveteada y bien tallada, la puerta principal. Hay que entrar con tiquete en mano por el lado izquierdo, por una oficinita en donde prohíben llevar bolsos, tomar fotos, usar celulares… Damos la vuelta y estamos por la parte de atrás de la entrada principal y otra vez, como ayer, los enormes óleos de Bolívar y Santander custodian una hermosa puerta que siempre está cerrada.

Y una ilusión frustrada, maestro Chaves: no estaba el carro de don Diego, la elegante limusina. El ocho de agosto de 2010, la prensa escrita contó la historia de ese lujoso carro que estuvo perdido durante treinta años; lo restauraron, le pusieron las piezas originales y desfiló por las calles de Medellín con los demás autos antiguos. Agregaba el periodista que la limusina sería llevada a El Castillo y guardada en una urna de cristal. ¡Pues, no la han llevado!  Y al preguntar por ella, nadie sabe dar razón.

En el segundo piso de este único Castillo, al final de la escalera, están los cuartos de Isolda niña, de Isolda joven, el de don Diego y el de doña Dita. Decorados europeos, camas con dosel traídas de Francia, retratos familiares que muestran la juventud y belleza y luego la edad madura de sus dueños.

Damos la vuelta y ¡la biblioteca! Miles de libros en vitrinas de grandes vidrieras, en un alto porcentaje escritos en alemán, italiano, francés; muy pocos en español. Don Diego estudió y se formó en Europa donde conoció a doña Benedicta. Por sobre las estanterías y casi pegados al techo, como antaño, los óleos de los grandes maestros de la música barroca: Mozart, tu gran amor y el de don Diego, ¿recuerdas cuántas horas pasaban ustedes dos hablando de Mozart en esa biblioteca?, y más allá Schubert, Bach, Beethoven, Liszt, Brahms, Verdi, Wagner…

¿Recuerdas, maestro, que mientras Humberto Echavarría defendía la grandeza de Wagner, tú y don Diego enaltecían la musicalidad y armonía de Mozart? Y… conversar con doña Dita de literatura, su devoción, era un alelamiento incomparable.

El salón francés, el de los gobelinos,  los espejos, las lámparas, las esculturas… todo está como hace cincuenta y cinco años.

Han remodelado muchos espacios, como los baños personales de los dueños de casa; La Tarantela, que fuera la casa de muñecas de Isolda, es hoy un saloncito de café y a la vez tienda; los jardines también han sido diseñados de nuevo; por ejemplo, el hermoso rosal a la entrada de la puerta principal tuvo que dar cabida a unos senderos peatonales y a otro tipo de jardines y flores; quedan pocas rosas (de todos los tamaños y colores) de las que don Diego cultivaba personalmente. Y los árboles de caucho, cuya primera semilla trajo al país don Diego, han ido desapareciendo, sólo vi dos; y ¡los añosos y monumentales  cipreses que aún hacen calle de honor para entrar a El Castillo!….

Y al salir del Castillo, el sol es ardiente y me hace recordar al poeta Neruda: “A veces, como una moneda, se encendía un pedazo de sol entre mis manos”.

Y el paisaje se aquieta y los recuerdos se remansan y las imágenes interiores me traen afanosamente a casa para escribir estas líneas “in memoriam” de ti, maestro Chaves, del gentil señor Echavarría, de su bella e inteligente hija y de su cultísima esposa.



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