domingo, 7 de febrero de 2016

UN CENTENARIO INADVERTIDO: POETA RUBÉN DARÍO






UN CENTENARIO INADVERTIDO: 



Lucila González de Chaves



 Seis de febrero de 1916, muere el gran poeta universal Rubén Darío. El nicaragüense que dio gloria a las letras americanas con su inagotable creatividad lingüística y su estro inalcanzable.
Febrero, 2016: Poetas y amantes del arte, sus constantes admiradores,  seguimos celebrando y amando su encumbrado espíritu creador.
“Abrojos” y “Rimas” son los libros de adolescencia de Rubén Darío, tenía 19 años y vivía en Chile. ¡Una adolescencia de atormentadores sentimientos encontrados!
Cierta dureza y una dosis de cinismo en los poemas de estos dos libros, no logran ocultar su corazón sensible, solitario, herido; además, pobre y extranjero en una ciudad compleja. Trata de protegerse con sarcasmos y lamentos.
La ternura está oculta detrás de una descaecida sonrisa, y a veces, detrás de un desdén altanero. Por eso expresa en el Prólogo de “Abrojos”:
A Manuel Rodríguez Mendoza (de la redacción de La Época):

“Sí, yo he escrito estos Abrojos /  tras hartas penas y agravios /  ya con la risa en los labios, / ya con el llanto en los ojos. /
……….
Y nacieron mis Abrojos / obra sin luz ni donaire / que al compañero constante / le dedica un fabricante / de castillos en el aire. / Obra  sin luz, es verdad, / pues rebosa amarga pena; / y para toda alma buena / la pena es oscuridad. /
…………….
Y tú, mi buen compañero, / toma el libro; que, en verdad / de poeta y caballero, / con mis Abrojos no hiero / las manos de la amistad”.

 Transcribo algunos poemas de su libro “Abrojos” (son 58 en total):


II
¿Cómo decía usted, amigo mío?
¿Que el amor es un río? No es extraño.
          Es ciertamente un río
que uniéndose al confluente del desvío,
va a perderse en el mar del desengaño.

VII
Al oír sus razones
fueron para aquel necio
mis palabras, sangrientos bofetones;
mis ojos, puñaladas de desprecio.

X
¡Oh, mi adorada niña!
Te diré la verdad:
tus ojos me parecen
brasas tras un cristal;
tus rizos, negro luto;
y tu boca sin par,
la ensangrentada huella
del filo de un puñal.

XXV
¿Dar posada al peregrino?...
A uno di posada ayer;
y hoy, prosiguió su camino
llevándose a mi mujer.

XXX
Mira, no me digas más:
¡que otra palabra como esa
tal vez me pueda matar!

XXXVII
¿Quién es candil de la calle
y oscuridad de su casa?
—Quien halla en aquella flores
y en esta abrojos y lágrimas.

XL
¡Qué bonitos
      los versitos!
      —me decía
      don Julián...
Y aquella frase tenía
del diente del can hidrófobo,
del garfio del alacrán.


XLVII

Soy sabio, soy ateo;
no creo en diablo ni en Dios...
(...pero, si me estoy muriendo
que traigan al confesor).


LVIII
¿Que por qué así? No es muy dulce
la palabra, lo confieso.
Mas, de esa extraña amargura
la explicación está en esto:
después de llorar mil lágrimas
ásperas como el ajenjo,
me alborotó el corazón
la tempestad de mis nervios.
Siguió la risa al gemido,
y a la iracundia el bostezo,
y a la palabra el insulto,
y a la mirada el incendio;
por la puerta de la boca
lanzó su llama el cerebro,
y en aquella noche obscura,
y en aquel fondo tan negro,
con la tempestad del alma
relampagueó el pensamiento,
y les salieron espinas
a las flores de mis versos.

LIII
Me tienes lástima, ¿no?...
Y yo quisiera una soga
para echártela al pescuezo
y colgarte de una horca,
porque eres un buen sujeto,
una excelente persona
con mucha envidia en el alma
y mucha baba en la boca.



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